viernes, 21 de agosto de 2009

Las viudas de los jueves - Página 53

Ronie y yo nos quedamos quietos, sin qué decir. Juani y Romina esperaban. "¿Podríamos haberlos salvado?", preguntó Juani. "Lo mató", dijo Ronie, con estupor. "¿Podríamos?", insistió mi hijo. Miré a Ronie. Sabía lo que se estaba preguntando y me apuré a decir: "Nadie habría podido". Ronie miró a Romina. "¿Tu padre vio esto?" "¿Para qué?", dijo ella, "lo ocultaría igual que el suicidio, la viuda de un asesino tampoco cobra seguro". Otra vez quedamos en silencio, ninguno de los cuatro se animaba a decir lo que pensaba. "¿Qué se hace ahora, papá?", preguntó al rato mi hijo: "¿Ir a la policía?", tanteó. "No nos lo van a perdonar nunca", se apuró a decir Ronie. "¿Quiénes?", preguntó Juani. "Nadie", le contestó. "¿Nadie quiénes?", insistió Juani. "Nuestros amigos, la gente que nos conoce", contesté yo. "¿Tanto importa?", preguntó mi hijo. "Tengo miedo de lo que nos pueda pasar", le respondió su padre. "Lo que nos tenía que pasar ya nos pasó, papá", dijo Juani y se le llenaron los ojos de lágrimas. Romina dio un paso y quedó pegada a él, tocándolo con todo el cuerpo. "Entonces, ¿qué hacemos?", dijo otra vez. "No sé", respondió Ronie. Juani me miró, esperaba que yo dijera algo. Los ojos de Juani, húmedos, clavados en los míos. Bajé la mirada, me sentí huérfana, sola. Viuda sin serlo.

"No sé", volvió a decir Ronie. Y Juani le dijo: "¿No sabes? Hay veces en que uno sí o sí tiene que saber. Sabes aunque no quieras. Estás de un lado o del otro. No hay otra. De un lado o del otro".

Ronie no pudo decir nada. Entonces dije yo. Le pedí a Juani que ayudara a su padre a bajar la escalera. Romina nos siguió. Lo subimos a la camioneta. Entre los tres. Extendí con cuidado su pierna enyesada y la volví a doblar antes de cerrar la puerta. Di la vuelta y me senté al volante. Miré a Ronie, tenía la vista perdida en algún lugar, adelante. Ni él ni yo estábamos convencidos de lo que estábamos por hacer, pero Juani sí, y que fuera solo no me dejaba tranquila.

Miré por el espejo retrovisor, Juani llevaba la cámara colgada del cuello y tenía a Romina agarrada de la mano. Giré la llave y el motor se encendió, moví la palanca de cambios y nos pusimos en marcha, hacia la barrera. Mirar a los costados me producía una sensación extraña, avanzaba octubre del año uno del nuevo siglo y la primavera se sentía rara. Habían desaparecido las coronitas de novia que suelen durar hasta entrado noviembre, y azucenas y jazmines manchaban de otro blanco algunas casas. Era raro, no se suelen ver esas flores sino más adelante, casi entrado el verano. Pero ahí estaban. Como si la naturaleza hubiera intuido que diciembre ya estaba en el aire.

Cuando llegué a la barrera, mis manos transpiraban. Me sentía en una de esas películas donde los ilegales tienen que cruzar una frontera. Ronie estaba pálido. El guardia nos advirtió: "Vayan directo a la ruta sin pasar por Santa María de los Tigrecitos; no hay que agarrar ese camino, hay un informe de seguridad". "¿Qué pasa?", pregunté. "Está feo el clima." "¿Cortaron la ruta?" "No sabría decirle, pero hasta la misma gente de los Tigrecitos está haciendo barricadas, tienen miedo de que vengan." "¿Quiénes?", le dije. "Los de las villas supongo, dicen que están saqueando del otro lado de la ruta. Pero no se preocupe, acá estamos preparados. Si vienen, los vamos a estar esperando." Y cabeceó hacia otros dos guardias parados a un costado, junto al cantero de azaleas, armados con fusiles.

Miré hacia adelante por el camino que llevaba a la ruta, estaba desierto. Pasé la tarjeta por el lector y la barrera se levantó. En el espejo retrovisor estaban los ojos de Juani y Romina, observando los míos. Ronie me golpeó el muslo para que lo mirara. Parecía asustado.

Le pregunté:

"¿Te da miedo salir?"


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