viernes, 21 de agosto de 2009

Las viudas de los jueves - Página 21

En la calle principal, la que lleva a la ruta, hay veredas. En algunas casas sí y en otras no, porque no las pagó la Municipalidad sino cada vecino, algunas rotas, otras reparadas con baldosas de distinto color. Delante de la carnicería, junto al pizarrón negro donde se anuncian las ofertas de cortes vacunos que los que vivimos en Altos de la Cascada no consumimos, los vecinos se juntan a tomar mate sentados en banquitos de madera. Una cuadra más allá, otros vecinos, también sentados, esperando algo. O nada. Y en la mano de enfrente otros. Miran pasar los autos. Algunos saben a la perfección quién viene por el modelo y la chapa. "Usted es el del BM azul 367, ¿no?", le dijo una vez el ayudante del carpintero a Ernesto Andrade, quien llevó el tema al Consejo de Administración para que analizaran el asunto en la Comisión de Seguridad de Altos de la Cascada.
En el medio del barrio, funcionando como un centro cívico, la cancha de fútbol, la escuela, una capilla que depende de la misma parroquia que la capilla que está adentro de Altos de la Cascada y donde da misa el mismo cura. Un poco más allá, el centro sanitario, con dispensario de vacunas y guardia pediátrica. Y en medio de todo, desordenadas, como hongos que salen después de la lluvia, otra vez las casas. Más casas. Muchas casas para tan poca cuadra. Casas de familias numerosas en las que al menos un integrante, todos los días, recorre las diez cuadras que lo separan de las barreras para hacer su trabajo de jardinero, caddie, personal doméstico, albañil, pintor, cocinera.

En la cuadra siguiente al dispensario había un local chiquito, que alguna vez fue video club, con cartel de entrecasa que decía "Dueño alquila" sobre un viejo póster de una película de Stallone al que le pintaron bigotes de tinta azul. Por las características de superficie y estado del lugar, Virginia podría haber instalado su inmobiliaria ahí. Dicen que lo pensó, hasta casi da una seña. Pero Teresa Scaglia la hizo recapacitar. "¿Vos pensás que alguien con los autos que tenemos se va a parar ahí y se va a animar a bajar?" Cualquiera de nosotros le habría aconsejado algo parecido. Tal vez con un lenguaje menos directo, tal vez con eufemismos, o en voz baja, sin la impunidad con que dice esas cosas Teresa. Pero era cierto que ese lugar no iba a funcionar. Es raro que los de Los Altos nos detengamos en Santa María de los Tigrecitos. Pasamos tan rápido como nos lo permiten los lomos de burro. No hacemos las compras allí, los negocios abastecen a la misma gente que los rodea. Las calles de tierra, la falta de lugar adecuado para estacionar, pero sobre todo la distancia que los separa de la casilla de seguridad de entrada a Altos de la Cascada nos hace mantenernos alejados. Dicen que en Los Tigrecitos hay robos todos los días. Algunos dicen que se roban entre ellos, ellos dicen que vienen de otros barrios. Difícil saberlo.

Finalmente, un golpe de suerte resolvió la situación. El marido de la mujer que vivía en el chalet en diagonal a la entrada, de espaldas a la casilla, la abandonó. La mujer, con tres hijos chiquitos, prefirió mudarse con su mamá, y Virginia le alquiló el chalet casi por los gastos, con la promesa de que en cuanto apareciera un comprador se lo dejaba. Un comprador que ella misma le buscaría, en cuanto encontrara otro lugar mejor donde poner su inmobiliaria. E! chalet estaba habitable, una cocina digna, dos cuartos que anularía por el momento, y el living comedor donde instaló la oficina. Un escritorio, tres sillas un sillón y una mesa ratona que Teresa Scaglia tenía en desuso y le regaló, un ropero con cajones que convirtió en archivero. Con una alfombra que ya no usaba y un par de jarrones étnicos le dio un "toque La Cascada". Antes de mudarse cambió bombitas quemadas, le hizo dar una mano de pintura blanca a la oficina y cambió la vieja cocina por un anafe eléctrico. Lo único que no pudo arreglar antes de la inauguración fue la puerta de entrada, una puerta pesada de madera, hinchada de humedad, que no lograba cerrar sino a fuerza de golpes.

Capítulo 16

Finalmente, un día, cuando ya nadie lo creía posible, apareció el buen rival para el Tano Scaglia. Gustavo Masotta. Estacionó frente a mi local recién estrenado en diagonal a la entrada de La Cascada, fuera de horario, en el preciso momento en que, a puro golpe, me esforzaba por que cerrara la puerta principal hinchada de humedad. Un procedimiento que repetía todas las tardes, dar un golpe seco al picaporte y una patada a la base, casi simultáneamente, y luego vuelta a la llave que entonces giraba suave como si la dificultad nunca hubiera existido. Lo hacía automáticamente, como un ritual, y de repetido ya casi no me importaba que el carpintero nunca hubiera aparecido para cepillar la madera sobrante. De alguna manera me terminó gustando. Como cuando uno conoce un defecto de sí mismo y le produce cierta fascinación mantener el secreto con los demás, engañarlos. Hasta esa tarde el engaño había funcionado, y me había cuidado muy bien de no patear la puerta delante de un cliente. Por eso me llené de malhumor cuando me di cuenta de que Gustavo Masotta estaba ahí. Lo vi en el momento en que se acercó a ayudarme a juntar las cosas que había depositado en el piso para dedicarme con comodidad al ritual de la puerta. Mi libreta roja, una pila de carpetas, el celular, papeles sueltos, llaves de casas en alquiler o a la venta, sobres de servicios por pagar de clientes y míos, una crema de manos, no soporto tener las manos resecas, el yogur que no había tenido tiempo de comer. Una muestra despareja pero inequívoca de mi natural desorden. "Está hinchada", dije señalando la puerta y sin saludar. Él tampoco saludó. "Necesito alquilar una casa por un año o dos", dijo mientras levantaba mis cosas del piso.

(Ver página 22)
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