viernes, 21 de agosto de 2009

Las viudas de los jueves - Página 50

Capítulo 44

A Ronie le dieron el alta a la misma hora en que los cadáveres de sus amigos marchaban en caravana por la Panamericana hacia el cementerio privado. Por los pasillos del sanatorio Virginia arrastraba sin ayuda la silla de ruedas sobre la que trasladaba a su marido enyesado. Así lo había pedido, que nadie los acompañara. Los caminos del jardín del sanatorio hasta el coche le servirían para prepararse a enfrentar lo que se venía, pensó. Cuando estuvieron delante del auto trabó la silla, se puso delante de Ronie, se agachó de cuclillas frente a él y le agarró las manos. "Tengo que decirte algo." Ronie escuchaba sin decir nada. "Anoche hubo un accidente en la casa de los Scaglia." Ronie negó con la cabeza. "El Tano, Gustavo y Martín murieron electrocutados." "No", dijo Ronie. "Fue un accidente lamentable." "No, no fue..." Ronie intentó pararse, pero cayó inmediatamente sobre la silla. "Tranquilízate, Ronie." "No, no es así, yo sé que no es así." Lloró. "El jardinero los descubrió ayer a la mañana en el fondo de la pileta." Ronie intentó pararse otra vez, Virginia se lo impidió. "Ronie, no podes apoyar la pierna, por la..." "Llévame al cementerio", la interrumpió. "No te va a hacer bien." "Llévame al cementerio o voy caminando." Esta vez se paró. Virginia apenas pudo conseguir que no caminara. "¿Estás seguro de que querés ir?" "Muy seguro." "Entonces vamos juntos", dijo. Ayudó a subir a su marido al auto, luego metió la silla en el baúl, se sentó al volante junto a Ronie, lo miró, le acarició la cara y arrancó a cumplir con su pedido.

Capítulo 45

Era un día de sol. La primavera se había instalado en los tulipaneros todavía sin hojas pero repletos de grandes flores violeta. Algunos estacionamos sobre la banquina. Quince minutos antes de la hora anunciada el estacionamiento interno ya estaba completo, por lo que habían dispuesto guardias al costado de la ruta para que pudiéramos dejar nuestros autos con tranquilidad. "No te había reconocido. ¿Cambiaste la camioneta?" Estábamos todos. Si es por nombrar, es más fácil enumerar a los ausentes. Los Laurido, de viaje por Europa, "encontras ofertas tiradas con esto que pasó con las Torres Gemelas, la gente quedó paranoica, te tiran los hoteles a precios increíbles, hay que aprovechar"; los Ayala, de visita en lo de su hijo, en Bariloche; Clarita Buzzette, que acababa de salir de una neumonía. Había ido también el plantel completo del personal administrativo de Altos de la Cascada, los profesores de tenis, el starter de golf. Nunca nos había pasado algo semejante. Nunca tanta desgracia junta adentro. "No se puede creer..." "Pobre Teresa..." "Fue una descarga eléctrica, ¿no?"

Esperamos junto a la capilla que llegaran los cuerpos. Nos mirábamos unos a otros sin saber qué decir. Pero todos decíamos algo. "Meses que no nos veíamos." "Esperemos la próxima encontrarnos en circunstancias más alegres." Alguien preguntó por Ronie y Virginia Guevara. Alguien dijo que esa mañana le daban el alta en el hospital. Especulamos acerca de si Ronie vendría o no al entierro. "No, no creo, sería una experiencia muy traumática para él." "Pobre, ya bastante tuvo." "¿Con quién quedaron tus chicos?"

La policía entregó los cuerpos en el menor tiempo posible. Aguirre, el jefe de seguridad de Altos de la Cascada, habló directamente con el comisario. "A su línea privada, es amigo." No era cuestión de sumarles más dolor a las viudas. El doctor Pérez Bran, un vecino de toda la vida, se ofreció a hablar con el juez interviniente. "¿Y por qué tuvo que intervenir un juez?" "Es lo habitual, hubo tres muertos." Lo conocía, tenía varias causas tramitándose en su juzgado. Le aseguró que sería un expediente rápido, lo imprescindible en estos casos. La policía hizo las inspecciones de rutina. "¿Homicidio culposo? ¿Pero si no fue culpa de nadie?" Homicidio "sin intención" debería llamarse, la palabra culposo confunde a más de uno. "¿Y por qué homicidio? Tendrían que poner accidente." "No existe esa figura en el Código." "¿Qué código?" "Penal." "Tendrían que agregarla, si es un accidente, es un accidente, ¿por qué no llaman a las cosas por su nombre en este país?" "¿Ésa será la madre del Tano?" "Ni idea."

Querían escuchar música. Estuvieron escuchando música. Diana Krall, dicen. Pero el Tano la quería más cerca, tiró del cable, el aparato se soltó y el alargue cayó a la pileta. "¿No saltó el disyuntor? ¿Ves que a esos aparatos hay que probarlos como mínimo una vez por año?" "Saltó la térmica, pero cuando ya estaban fulminados." "¿Qué es la térmica?" "Y uno confiado de que tiene disyuntor..." "Sabes que debe ser la madre, tiene algo del Tano en la cara..." "¿Querés que te diga qué los mató, para mí?" "¿Qué?" "El trabajo ese que hizo Carmen Insúa con las fotos." "Ay, no seas hija de puta que me haces poner la piel de gallina."

A las once en punto llegaron los tres cajones. El del Tano, el de Gustavo y el de Martín. Dicen que fue a Teresa a quien se le ocurrió enterrar a los tres en línea. En su ley, dijo. Habían pasado su última noche juntos, como solían hacerlo todos los jueves. Ronie Guevara se había salvado de milagro. Se había ido antes, unos decían que porque se sintió mal, otros que había discutido con el Tano. Fuera cual fuese el motivo, lo cierto es que el destino no lo había elegido para morir esa noche con ellos. "Nadie muere en las vísperas." "¿De dónde me suena eso?" "Es tal cual.

Teresa se ocupó de todos los arreglos. Antes y durante la ceremonia. Debía estar medicada. Se la veía mal pero serena. Manejaba la situación razonablemente. Dicen que ella pagó la parcela de Martín Urovich. Lala no hubiera podido afrontar ese gasto. Hubo algún cuchicheo entre gente que no era de La Cascada cuando entraron los tres cajones a la capilla. Dicen que eran familiares de Martín, de la rama judía, asombrados por quién había sido elegido para bendecir su paso al otro mundo. Pero nadie dijo nada. Ni siquiera sus padres, que lloraban abrazados. Las tres viudas se sentaron en el primer banco. Teresa y Lala agarradas del brazo. Carla un poco más alejada. Desde el banco de atrás, una amiga que nadie conocía le acariciaba la espalda. Los hijos del Tano y los de Martín lloraban sostenidos por algún pariente o amigo. El cura habló del llamado del Señor, de lo difícil que es entender cuando llama a gente tan joven, y de saber aceptar su sabiduría. Invitó a decir el Padre Nuestro. Lo seguimos quienes pudimos. Pocos, para la cantidad de gente que había ahí adentro. En la parte de "y perdónanos nuestras ofensas...", varios recitaron a la vieja usanza "y perdónanos nuestras deudas...". Y en el murmullo de la plegaria las ofensas se mezclaron con las deudas y quienes nos ofenden con nuestros deudores. Nos santiguamos. Sonó un celular, varios tantearon carteras y bolsillos, pero el timbre siguió sonando. "Hola, estoy en un entierro... te llamo." Que el Señor reciba a Martín, Gustavo y Alberto en su gloria, dijo el cura. Nos miramos. Alberto no era nadie para nosotros. Dios tenía que recibir al Tano en su gloria. El Tano Scaglia. Después dio los horarios de la misa en su capilla los fines de semana. "La del sábado a las 19 sirve para el domingo, recuerden." Y acompañó el dolor de los familiares, amigos y deudos. Fue breve. Siempre son breves en esos lugares. Y monocorde, sin entonación, como un juez celebrando el último casamiento del día de su registro. Nadie hubiera soportado mucho más tiempo ahí adentro. Las capillas de los cementerios son muy pequeñas. Y había adentro tres cajones, tres viudas, demasiada gente que no sabía el Padre Nuestro, olor a flores y llantos.

Avanzamos en grupo por el camino de adoquines. A nuestro costado el verde inmaculado del pasto recién cortado. En la marcha se iba agregando gente que había llegado tarde. Todos en silencio. Todos con anteojos negros. Los pasos arrastrados marcaban el sonido que acompañaba a los féretros. Su marcha fúnebre. Algún llanto más agudo que otro. Algún llanto más joven. Llantos de niños. Al final del camino esperaban los tres pozos en el piso. A su costado, las alfombras verdes. Los empleados del cementerio parados junto al mecanismo que bajaría los cajones. Nos fuimos poniendo en círculo alrededor de los pozos abiertos en la tierra. Los administrativos de Altos de la Cascada, los profesores de tenis y el starter se mantuvieron un poco más alejados. Alfredo Insúa dijo unas palabras. "No hablo como presidente de Altos de la Cascada, sino como amigo." Era su primer discurso público después de las elecciones que lo habían consagrado presidente del Consejo de Administración del lugar donde vivíamos. Habló parado junto a Teresa, le agarraba la mano. La madre del Tano gritó en medio de su propio llanto. Y la de Urovich se agachó a abrazar el cajón de su hijo. Habló del dolor que quedaría en La Cascada, "pero también del orgullo de haberlos conocido, de que hubieran sido nuestros vecinos y amigos, de haber compartido con ellos tenis, charlas, caminatas. La historia de Altos de la Cascada lleva impresos sus nombres", dijo. Alguien aplaudió el discurso automáticamente, se sumaron algunas palmas, otros lo siguieron más tímidamente, otros dudaron si en un entierro se aplaude, y al poco rato el aplauso quedó trunco. Los empleados del cementerio giraron las manivelas y los tres cajones bajaron juntos. Otra vez gritó la madre del Tano. Carla se acercó a tirar tierra sobre la tumba de su marido. Los chicos del Tano tiraron las flores que les acercó la nueva mujer de Insúa. La hija de Urovich se abrazó a las piernas de su madre y no quiso mirar mientras el ataúd de su padre bajaba. Alguien se llevó a la madre del Tano. Lala se arrodilló a llorar abrazada a su hija. Dieron unos segundos más para los llantos y luego extendieron las alfombras verdes sobre los pozos abiertos en la tierra. Nos fuimos acercando a besar a las viudas. Primero los más corajudos. Luego a los hijos. Nos abrazábamos entre nosotros. "No se puede creer", decía alguien. "No se puede creer", le respondían.

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