viernes, 21 de agosto de 2009

Las viudas de los jueves - Página 23

La directora firmó la reinscripción. Salí de la reunión ansiosa por contarle a Ronie que habían aceptado que su hijo siguiera en el colegio. Pero busqué mi celular y no lo encontré. Cuando llegué a la entrada de La Cascada me detuvo un guardia. "La está esperando ese señor." Y señaló hacia donde estaba Gustavo Masotta. "Dice que encontró su celular pero no quiso dejármelo, se lo quiere dar en mano."

Estacioné y me bajé del auto. Gustavo a lo lejos levantó el celular y lo movió en el aire para que lo viera. Era el mío. "Al rato que se fue, me di vuelta y casi lo piso, quedó ahí en la vereda. Debe haberlo dejado cuando cerró la puerta", dijo e imitó mi ritual de patada en la base. "No sabía si era seguro dejarlo acá en la guardia." "Si no es seguro estamos listos, le pagamos fortunas a esta gente. Lamento que se haya tomado esta molestia." Hubo un silencio. Los dos quedamos como esperando un paso del otro. Finalmente él habló. "Bueno, entonces, ¿nos tendremos que ver el fin de semana, no?"

Le mostré lo que quería esa misma noche. Mi humor era muy bueno gracias a la reinscripción de Juani, él me había esperado más de una hora y media para darme el celular en mano, y sentí que lo menos que podía hacer era mostrarle un par de casas y aliviarle esa urgencia que no trataba de disimular. Sospeché que fuera un recién separado, apurado por encontrar un nuevo lugar donde dormir. Aunque es raro que separados elijan vivir en Altos de la Cascada a menos que tengan chicos y no sepan qué hacer con ellos el fin de semana. O que la separada sea una mujer abandonada a su suerte en la casa que figura como bien de familia. Nuestro barrio no es un lugar que elige gente sola. La Cascada es un lugar, sin duda, aislado, y eso no es necesariamente malo, tal vez hasta sea todo lo contrario. Pero hay que reconocer que está alejado de otros mundos, y lo que para unos puede ser la mejor virtud, para otros se convierte en una pesadilla.

Sin darme cuenta, habíamos pasado la barrera y empecé a tutearlo. "¿Buscas algo de qué tamaño? ¿Tenés chicos?", dije mientras nos internábamos por las calles de La Cascada. "No, somos dos, mi mujer y yo. Hace cinco años que estamos casados pero todavía no tenemos hijos." "A lo mejor acá se entusiasman, este lugar es ideal para disfrutar con chicos." No contestó, bajó la ventanilla y se perdió por alguna de nuestras calles. Mientras el auto avanzaba me puse a recordar cuándo fue que acepté no tener más hijos que Juani. Antes de casarnos fantaseábamos con tener por lo menos tres, pero a partir de que Ronie se quedó sin trabajo, las preocupaciones se concentraron más en cómo seguir manteniendo lo que teníamos que en ninguna otra cosa. Y lo que teníamos se medía en metros cuadrados, viajes, confort, colegio, auto, posibilidad de hacer deporte; no en hijos. Siempre que hubiera por lo menos uno que confirmara la familia.

"Uh, acá, ya la veo a tu mujer con la panza. Altos de la Cascada es como una burbuja fértil." No sé si me escuchó. En varios momentos de la recorrida tuve la sensación de que Gustavo no me escuchaba. Estaba decidido a alquilar una casa esa misma noche, recorría las casas observando detalles a los que yo no les hubiera dado importancia, y estaba claro que cualquier cosa que dijera a favor o en contra de algún inmueble no modificaría en absoluto su decisión. "A Carla no le gustan las paredes pintadas con colores oscuros", "Carla odia el vidrio repartido", "a mi mujer no le gusta el piso plastificado", "si Carla ve la cerámica del baño principal, se muere", eran algunos de los argumentos que usó para descartar posibles viviendas.

Al fin apareció una. "Me parece que le va a gustar esta", dijo cuando le mostré la casa de los Garibotti. Era una casa toda en planta baja, chica para el promedio de Altos de la Cascada, pero con detalles de buen gusto: carpintería de madera, pisos de pinotea, herrajes antiguos. Una casa definitivamente no estilo country. Más bien una casa bostoniana. "Tengo otra para mostrarte, más o menos en el mismo precio, un poco más moderna y con un jardín mucho más grande." "No, este jardín es suficiente. Alquilo ésta, ésta está bien. ¿Cuánto te tengo que dejar de seña?" "¿Pero no querés que antes la vea tu mujer?" "No", dijo y me miró con una ambivalencia en la que se desafiaban su fuerza y su debilidad. Buscó algo más que decir, como si un "no" tan rotundo necesitara explicarse. "No quiero que sepa, es una sorpresa, un regalo sorpresa." Era evidente que mentía. "Ah, una sorpresa. Tu mujer va a estar chocha", también mentí. En mis años en La Cascada había visto muchos regalos sorpresa y había perdido mi capacidad de asombro. La camioneta Mercedes Benz que le regaló Insúa a Carmen en la noche que nos invitó a varios amigos a cenar a su casa y que apareció en medio de la cena atravesando el parque manejada a campo traviesa por un chofer, con moño blanco y todo. La camioneta, moño blanco, el chofer, sin moño. La productora que le montó Felipe Lagos a su segunda esposa, cuando terminó el curso de cine que estaba haciendo. El viaje de compras a Miami para Teresa Scaglia y una amiga que le pagó el Tano en su último cumpleaños, con crucero incluido. Pero alquilar una casa, a cincuenta kilómetros del domicilio actual, sin consultarlo con la mujer, no me sonaba posible. Si la hubiera comprado, todavía, pero alquilada, de ninguna manera.

Mientras preparaba los papeles de la reserva, lo observé caminando por el parque; respiraba profundo, como si quisiera tomarse todo ese aire. Un hombre solo, que acababa de elegir la casa que iba a compartir con su esposa, que no necesitaba convalidar con ella su decisión, pero a la vez absolutamente pendiente de que fuera de su agrado hasta en el último detalle.

Entró en la casa y se desplomó en una silla junto a mí. Firmamos la reserva, le tomé una seña y le informé cuánto era mi comisión. Quiso pagarla en el momento, le dije que no, que yo recién esa noche o al día siguiente me comunicaría con el dueño y que si estaba todo en orden la semana próxima podrían firmar el contrato de alquiler, y cancelar el resto. "Me quiero mudar este fin de semana." "Bueno, hay que terminar el papelerío, limpiar la casa a fondo, el dueño tendrá que sacar algunas cosas." "Yo me ocupo de la limpieza. Y que deje lo que quiera, a mí no me molesta." "Voy a hacer lo posible." "Me tengo que mudar cuanto antes." No fue un ruego. Lo dijo con firmeza. Me hizo recordar aquella firmeza con la que el Tano Scaglia me había dicho años atrás que quería el terreno donde hizo su casa y no otro, ningún otro. Pero, aunque firmes, los dos tenían actitudes muy distintas. Gustavo no tenía la misma calma, no estaba seguro de que conseguiría lo que quería. En su firmeza había desconfianza y dolor. En la del Tano no. Sin embargo, había algo en Gustavo Masotta que me hacía acordar al Tano Scaglia, algo que los hacía acercarse como imanes, parecerse a pesar de ser distintos. "De casualidad, ¿jugás al tenis vos?", le dije de camino a la salida. "Jugaba, mucho, antes de casarme, fui federado." "Entonces, cuando te instales avísame, que tengo alguien para presentarte, el Tano Scaglia, un socio que juega un tenis espectacular y no encuentra rival a su altura." "Espero no defraudar sus expectativas", dijo, y me sonó a falsa modestia. "Me va a venir bien, necesito conocer gente nueva." "Sí, cuando te venís a vivir acá siempre necesitas conocer gente nueva. A todos nos pasó. Los demás, los amigos de antes, quedan demasiado lejos." Me miró, sonrió, y luego otra vez se perdió con la mirada a través de la ventanilla. Yo lo miraba de reojo y me preguntaba si realmente me habría olvidado el celular o si habría sido todo una escena montada por Gustavo, que necesitaba alquilar una casa esa misma tarde. Y no tuve dudas de cuál era la respuesta.

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