sábado, 1 de diciembre de 2012

En carrera


La primera nota que hice en mi vida fue al dictador Juan Carlos Onganía. No fue una nota propiamente dicha, en realidad. Yo estaba en sexto grado y colaboraba en el periódico mural El Hornero, en mi colegio. Se me ocurrió mandarle una carta al presidente (no tenía muy en claro el asunto de las dictaduras y las democracias en aquel momento, ni en mi casa ni en mi escuela se hablaba de política). Se me ocurrió “hacerle una nota” al presidente. Entonces le escribí una carta, pidiéndole puntualmente que recuperara las Islas Malvinas.

Era una carta muy encendida. Me contestó al poco tiempo su secretario privado, algo más bien de rigor, felicitándome por mi vocación periodística, diciéndome en nombre del presidente que las Malvinas eran argentinas y detallándome una serie de tratativas diplomáticas. Llevé la carta con el membrete presidencial, de un papel color marfil, grueso y tramado, al colegio. Se la mostré a la maestra encargada del periódico mural y, naturalmente, fue colgada en el corcho gigante que era El Hornero. Fue muy comentada ese año.

Vaya, cómo son las cosas: antes de que me llegara hace instantes este recuerdo lejano, estuve a punto de empezar esta nota diciendo que yo no quería ser periodista cuando estaba en edad de pensar qué quería ser, en 1976. Pero algo de mi vocación periodística le debo haber escrito a Onganía, ya que en la respuesta se me felicitaba por ello. Y ahora que ato cabos, pienso que es curioso que planteara esa nota, a los once años, no con una lista de preguntas, sino con una rudimentaria fundamentación histórica y un reclamo.

Años después fue otra carta, ya con 19 años, al Expreso Imaginario, lo que me permitió llegar a la primera redacción “real” de mi vida. Antes había conocido otras en las que chicos y chicas trabajaban fervorosamente en distintas revistas alternativas que hacíamos a mano, fotocopiadas, con las hojas abrochadas por nosotros, y que vendíamos por la calle Corrientes. Jorge Dorio se acuerda. Pero ni cuando me acerqué a esas redacciones contraculturales que en plena dictadura hablaban de rock y de poesía, ni cuando llegué al Expreso, ni cuando ingresé un par de años después a Humor Registrado como correctora, estaba en mi cabeza convertirme en periodista y mucho menos pensaba mi trabajo en términos de “medios de comunicación”. Estábamos muy lejos de lo masivo, muy lejos del poder, muy lejos de los cócteles, de la academia y de la carrera de Comunicación, que no existía todavía. Era otro circuito, ocupado por una generación que no podía hacer política. Ninguno de nosotros hubiese aceptado una oportunidad para ingresar a Somos o a Gente, que eran las revistas de moda. Eramos de otro palo. No teníamos el periodismo en la cabeza. Pero sí la comunicación, que es algo más complejo y más amplio.

Probablemente los que empezamos por ahí, por los márgenes, no nos sentíamos atraídos por el periodismo porque por periodismo no se entendía nada, hacia finales de los ’70, que se vinculara de alguna manera, aunque fuera vaga, con el pensamiento crítico, ni con la transgresión. En tanto que en las revistas contraculturales, como en el Expreso Imaginario y en Humor, sí lo había. Eran líneas editoriales que nadaban a contracorriente, junto a otras pocas publicaciones, como después fue El Porteño, que nunca alcanzaban el equivalente a un punto de rating televisivo.

Quizá por eso nuestro propio pensamiento crítico incluyó desde el principio a los grandes medios de comunicación. Desde entonces nuestro trabajo en esos medios pequeños incluyó la mirada crítica y alerta sobre los grandes medios, y fuimos testigos generacionales de la imbricación entre el poder y los grandes medios que condujo a la crisis de 2001. Lo vimos, lo escribimos, lo publicamos.

Hay muchos disparadores de deseo con relación al periodismo. Hay quienes se acercan al periodismo de investigación por su ánimo de pesquisa, quienes profesionalizan su curiosidad, quienes quieren satisfacerse el ego, quienes divulgan saberes complejos, en fin, hay mil maneras de ser periodista, y serlo no lo hace a uno bueno ni malo. En lo personal, el gran impulso que me acercó al periodismo fue el de la adolescencia, el deseo de comunicación. Siempre he asociado ese deseo más a la señal de humo que al spot televisivo. Queríamos comunicarnos entre nosotros en una época en la que estaban cortados todos los puentes y las vías de acceso a los otros.

Después, ya en democracia, nació este diario, y hace ya veinticinco años que es éste el soporte que me elige y que elijo, en ese intercambio necesario entre empresas de prensa y periodistas: un medio cuya línea editorial se asemejó mucho, durante más de dos décadas, a lo que yo quería decir. Sé que eso ha sido importante y que muchos no han tenido ni tienen la suerte de trabajar en un medio que les permita expandirse.

Por último, después de treinta y tres años de carrera periodística, sigo pensando que el motor que me sigue impulsando a hacer este trabajo es el deseo de entender la realidad del modo en el que lo hacen muchos otros y quizá no lo puedan conceptualizar. Eso, conceptualizar, asociar, detectar sentido, crear sentido, encontrar las palabras adecuadas, es un trabajo específico que como tantos otros requiere técnicas y sensibilidad. Eso es lo que comparto, después de tantos años, con quienes están del otro lado del diario, el micrófono o la cámara.

A lo largo de todo este tiempo he pasado momentos difíciles. Pero lo que nunca se me pasó por la cabeza es que, después de tres décadas de democracia, iba a llegar una denuncia penal que pretendiera privarme no ya de la libertad de decir lo que quiero, sino de mi libertad entera. Las rectificaciones posteriores, confusas y despectivas no hicieron más que ratificar cómo mienten: la corporación que saca una solicitada diciendo que no denuncia penalmente a periodistas, los mantiene todavía denunciados. Hasta el 5 de diciembre, la fecha que fijó el juzgado, los dos escritos posteriores que presentaron descansan junto a la denuncia original, en la que se nos menciona como “principales propaladores” del presunto delito, junto a funcionarios, militantes y organizaciones políticas.
No pueden limpiar la mancha de la etiqueta “propaladora” que unieron a mi nombre.
Un vómito sobre mi trayectoria y mi trabajo.
Esa denuncia no habla de mí.
Habla de Clarín.

jueves, 15 de noviembre de 2012

El Tano

por Dormidano 

Se me han revolvido los recuerdos, por esas cosas que tiene la edad que se avecina como una tormenta inevitable.
Venía hoy caminando por la estropeada avenida Brasil, y el cartel de la rotisería en donde suelo comprar mi almuerzo me trajo a la memoria a mi amigo Sergio.
El Tano para más datos.
Tano denserio, tano hasta los huesos del metatarso.
Sergio, hijo de padres italianos, vivía en un lugar llamado Colonia San Jorge que era, es (aunque un poco menos) una colonia agrícola vecina al pueblo.
Desde allí, desde esas honduras rodeadas de médanos y vegetación brava, emergía Sergio montado en una motoneta desvencijada que apenas conservaba los elementos necesarios para funcionar. Tenía un notable parecido con el cómico inglés Benny Hill lo que, obviamente, le había procurado un apodo previsible pero certero.
Nos hicimos amigos debido a los buenos oficios de otro de mis amigos impresentables que, en una de esas reuniones en donde uno deja discurrir el tiempo, nos presentó digamos, formalmente.
Pasa que Sergio, criado a la antigua, tenía esa cortesía formal que lo empujaba a tratar a todo el mundo de Ud., y usaba como una letanía la palabra “caballero”. No usaba “señor”, ese calificativo lo dejaba para las personas que le merecían algún respeto. Cuando decía que alguien era un señor se acompañaba con un gesto imperceptible de la mano izquierda que elevaba unos centímetros para dar énfasis a sus palabras.
Bichos raros, él, yo, y agreguemos, el resto de mis amigos, congeniamos inmediatamente.
El tano fungía como secretario de un juzgado de paz, juzgado que estaba a cargo de un señor que tenía buenas intenciones pero escasas habilidades. Por tanto el secretario, en la práctica, se ocupaba casi de todo, excepto firmar. En ese lugar su formalidad le venía como anillo al dedo. Para evitar el viaje, más bien el safari, el Tano vivía de lunes a viernes en la casa contigua al juzgado. Allí solíamos juntarnos de noche a tomar mate y hablar de bueyes perdidos y vacas atadas.
El hermano del Tano vivía en Italia, en Módena. Le iba bastante bien como carpintero. Un día le propuso a Sergio por carta, que emigrara junto con él para montar una pequeña empresa de carpintería de oficinas. Semejante propuesta sumergió al Tano en un mar de dudas y esperanzas. Digamos, tenía un buen trabajo, con posibilidades de ascenso pero por otro lado estaba Italia, la Italia de sus padres en donde estaba su hermano y una promesa de un futuro menos previsible pero más interesante.
Al fin y al cabo, luego de un largo proceso de evaluación, decidió irse.
Y se fue nomás, dejando la motoneta guardada en el galpón de su casa, llevándose apenas algunas valijas y los miedos y anhelos propios del que emigra.
A partir de ese momento comenzaron a circular las cartas aéreas, esas que vienen con una guarda de color azul y rojo en los bordes. En aquellos días no había correo electrónico ni skype, así que uno debía conformarse con el papel y las fotos instantáneas.
Pasó el tiempo y por los motivos de siempre y por el más importante: la distancia, perdimos el contacto. En el medio Sergio se había casado y separado de una novia argentina, trabajaba con su hermano y seguía en Módena, ahora en San Posidonio.
Yo, que también tenía que trabajar, era encargado del laboratorio de informática en un taller del programa de informática educativa de Mendoza. Ese laboratorio funcionaba en las instalaciones de una biblioteca. Justo enfrente, y éste es un dato importante, hay una estación de servicio.
Un día de comienzos de noviembre, urgido por el calor de la siesta mendocina, crucé al minimercado de la estación a comprar una gaseosa fría. Cuando me aproximaba al lugar vi un tremendo auto negro, Mercedes Benz, reluciente y poderoso. Pensé para mi coleto “¿No tendrá miedo de pincharse las patas este señor?”.
Pasé de largo mirando de reojo el vehículo. Justo antes de entrar al comercio escuché una voz que me gritó desde el interior del Mercedes deslumbrante.
Una voz conocida que pronunció mi apellido emulando la entonación del juez de paz de mi pueblo: “-Señor Fernández”, dijo, desde la penumbra del habitáculo.
“Esa voz la conozco” pensé y giré agachándome para ver quién hablaba, sospechando quien era pero sin dar crédito a lo que veía: ahí adentro, muy lejos de aquella motoneta en ruinas estaba El Tano, al comando del Mercedes negro, cuál auriga improbable.
Los saludos fueron interminables y los encuentros con el resto de la manada nos ocuparon varias semanas. Y la anécdota del cambio, Siambretta por Mercedes Benz, ocupó el centro del asunto. No sólo por la obvia mejora en el parque automotor del Tano sino por el recuerdo de aquellos tiempos en los que veíamos llegar al Sergio montado sobre la motoneta, masticando tierra e insultando la inconstancia del motor.
El tiempo siguió pasando, aquel retorno fue pasajero y a la vez, parte de un retorno más largo que también terminó en un nuevo viaje a Italia. Sergio volvió a irse y retomó el trabajo con su hermano.
En eso estaba cuando se dio un golpe, un muy mal golpe, cayendo desde lo alto de una escalera. Salvó su vida por intercesión de Tutatis. Y cuando creíamos que ya había superado el mal trago luego de un año de convalecencia, tuvo una recaída y sin más, partió de este mundo.
Murió allá en Italia, sin darnos la oportunidad de una despedida, sin haber podido conocer su casa y probar el jamón de San Posidonio ni visitar la fábrica de Ferrari, planes que habíamos forjado y que quedaron truncos. Ya no estaba el Tano para guiarnos en la península.
Cada vez que lo recuerdo, como hoy, lo primero que me viene a la cabeza es una imagen indeleble: la nube de tierra que levantaba la Siambretta en la calle sin pavimentar mientras el Tano intentaba mantener la estabilidad en esa endiablada motoneta. Y su cara que resumía el buen tipo que era y el tamaño de su corazón.
No pude decirle arrivederci.
Aprovecho la ocasión para hacerlo ahora, mientras pienso en la nobleza de las Siambrettas, vehículos tanos al fin.

Texto original

viernes, 17 de febrero de 2012

SOLIDARIDAD CON MAYÚSCULAS.




De Diario EL CORDILLERANO Bariloche.

Ayudaron a un abuelo a cumplir quizás
su último sueño: encontrar a su hijo.

Muchas veces hemos escuchado “que la sociedad barilochense es cerrada”, que se hace difícil traspasar las fronteras en una ciudad compuesta por los oriundos de un lado y aquellos que llegaron buscando una vida mejor. Pero desde el mes de noviembre se tejió una historia que hecha por tierra con todas esas especulaciones. El buen corazón, el compromiso y las ganas de darle una mano a un hombre necesitado, hicieron que muchas personas de diferentes estamentos se mostraran dispuestos a tenderle una mano a quien lo necesitaba. Y la historia merece ser contada.

El viernes pasado nos llegaba un mail desde Buenos Aires, firmado por Patricia Recalt, quien nos solicitaba la publicación de una “Participación” en la sección “Necrológicas” para recordar, con un texto muy particular a Juan Carlos Pagano, quien había sido hallado muerto en la vivienda que alquilaba ese mismo día.
Patricia había viajado a Buenos Aires, pero en el pedido nos hacía una pequeña reseña de la historia, dura, dolorosa, de este pianista de tango que llegó a nuestra ciudad en el mes de noviembre en busca de su hijo y de quien no tenía la mínima idea de donde se encontraba.
Esta joven contó que salía de cenar una noche de mucho viento con un amigo, Enrique Leiva, cuando le llamó la atención un hombre mayor, que apenas podía moverse por su propia imposibilidad física -tenía trípode y bastón- y por el intenso viento que en ese momento “sacudía” la ciudad.
Pagano iba por la calle Rolando de Mitre hacia Moreno. Conmovida por esta situación se acercó Patricia y le pregunto dónde podía llevarlo. La respuesta la “sacudió”: “Al hospital, allí seguro me van a dar una frazada calentita”, dijo el anciano que en algún momento le contó que estuvo en Bariloche en la inauguración de la Galería el Sol. Lejos de acceder a este pedido, buscó que algún hotel u hostería de la ciudad pudiera cobijarlo por un precio acorde a cualquier trabajador de nuestra ciudad, hasta que lo halló. Fue a comprar comida y se encontró con Cristina Soria, quien enterada de la situación no se la cobró y así logró que pase la noche.
Después, vino la otra etapa donde se fueron sumando PERSONAS (así con mayúsculas) de nuestra ciudad para conseguir otros objetivos. Primero, que pueda seguir estando en un lugar abrigado y bien alimentado y después hallar el paradero de su hijo.
Para los primeros, apareció Federico Riquelme, del Hotel “Rios del Sur”, Pedro Mansilla del Hotel “Los Duendes”, quienes lo atendieron muy amablemente y lo recibieron con los brazos abiertos. Lito Jara, el barman del Hotel “Nahuel Huapi”, que le dio ropa y después, se sumaron Aldo Wahnschaffe, Odessa Navarro, Daniel Mancinelli, Alicia López, Laura Pelayes, Iris Fernández, Mónica Capdevila y Antonio Karger entre otros, para, a través de las redes sociales encontrar al hijo perdido e ir acercando mercadería, remedios y otras cosas que necesitara.
No fue fácil, ni poco el tiempo que insumió la búsqueda, a tal punto, con los bolsillos casi exhaustos, Patricia consiguió una casa para alquilar, donde Ramón Ojeda y Norma Ríos le abrieron las puertas muy amablemente.

Casi que adoptó a este abuelito de 74 años llegado de Junín, Provincia de Buenos Aires, pues realizó los trámites en Anses, para el cobro de su jubilación y poder conseguir los audífonos que le habían robado en el micro cuando venía a Bariloche.
Tanto esfuerzo dio sus frutos, encontraron al hijo de Juan Carlos Pagano, un hombre que se crió con sus abuelos y que no tenía contacto con su padre desde que tenía un año. El se hizo cargo del alquiler y mantuvo algunas charlas con su progenitor, seguro que para Don Juan el objetivo estaba cumplido. Habían pasado poco más de dos meses de aquella fría y ventosa noche cuando su corazón le dijo basta…fue como si hubiese cumplido ese objetivo que lo trajo, con sus limitaciones a cuestas, a nuestra ciudad antes de morir.
Un grupo de gente de nuestra ciudad le permitió irse en paz…y aquella “Participación” decía: “Juan Carlos Pagano, te recordaremos como el ángel que fuiste, que Dios y sus angelitos te protejan y encuentres con ellos lo que viniste a buscar a Bariloche.”


martes, 10 de enero de 2012

Hacerse humo

Eran las siete de la mañana y estaban en el bar de la estación, en una mesa del fondo, debajo del ventilador que empujaba sin fe ni resultado aparente el aire cálido del primer lunes del año. El veterano de traje oscuro y camisa blanca, un poco echado hacia atrás, hablaba pausado y continuo, como quien riega a distancia, con el mentón algo más adelantado que la nariz en la que se apoyaban los anteojos estrechos y de la que pendía una gotita de sudor. El otro, un grandote de remera celeste y gorra mucho más joven, recibía sin pestañear la lluvia prolija de palabras con la frente levemente inclinada, los ojos chiquitos y oscuros fijos en la corbata rayada del otro y las manos grandes bajo la mesa.
–¿Cómo podés ser tan pelotudo, Pachequito? –terminó preguntando retóricamente el veterano–. ¿Pensaste que nadie se iba a dar cuenta? ¿Que lo ibas arreglar con una docena de cañitas, un par de bengalas y una caja de cuetes compradas en el kiosco de la esquina?
El otro tardó en argumentar, sin moverse demasiado:
–Fue para zafar: me di cuenta a las diez de la noche de que no estaban y no tenía cómo ubicarlo a usté, don Miranda. Me gasté toda la guita que tenía.
–¿De dónde decís que te las afanaron?
–Del baúl de auto.
–¿De la puerta de tu casa?
El otro asintió pero corrigió enseguida, apenas:
–De la esquina, bah. Enfrente de la pizzería.
El veterano, en el fondo, no podía aceptar lo que había pasado y acaso suponía que indagando en los pormenores algo de lo irreparable dejaría de serlo.
–¿Y por qué mierda andabas con todo eso encima?
–Usté me dijo que no convenía dejarlo en la muni. El viernes retiré las cajas truchas vacías, ¿se acuerda? Era peligroso que quedaran ahí, me dijo.
Era cierto. Toda la operación de adquisición de pirotecnia y de fuegos artificiales para los festejos de la llegada del Año Nuevo en la plaza principal se había hecho por izquierda. La supuesta compra oficial, con su partida adjudicada y toda la papelería correspondiente, nunca se había realizado y en cambio Oscar Miranda, jefe de la Dirección de Eventos y Ceremonial del municipio, había conseguido la mercadería a menos de la mitad de precio en una fábrica clandestina de Soldati. Angel Pacheco, precarizado supernumerario contratado a repetición, había estado en todas las instancias del negocio.
Hasta que a último momento, todo se había ido al carajo. A la hora señalada, con la última campanada de las doce y ya desatada la sirena de los bomberos, con la gente reunida y abriboca mirando para arriba, en lugar del esperado cuarto de hora de estruendo y luces de progresiva complejidad y colorido reventando el cielo municipal, de los oscuros jardines de la intendencia sólo emergieron, tímidos y opacos, algunos refucilos rojizos y breves, estallidos menores, algún chorrito pobre de una fuente de luz sin porvenir. En tres o cuatro minutos todo había acabado.
–Te cagaron, Oscar –había dicho la mujer de Miranda desde el balcón del quinto piso, inaugurando el año y el habitual hostigamiento a su consorte. –Te dije que lo que habías comprado era una basura.
Y Miranda, apenas asomado, con la copa de champán en la mano y de pronto sin nada que festejar, había corroborado el cielo de la desgracia por encima del hombro de su mujer.
Ahora había que encontrar la manera de remontar el desastre.
–Pachequito... –dijo el doctor Miranda tras un momento de meditación con suspiro incluido–. Date cuenta de que no me dejás opciones...
–Ya le dije... Si me afanaron, ¿qué quiere que...?
Sonó el celular. El doctor Miranda hizo un gesto. Atendió. Una voz femenina preguntó por él.
–Sí, soy yo –dijo y carraspeó.
–Un momento. El intendente le va a hablar.
El veterano se levantó y caminó hacia el mostrador, pidió otro café con un gesto, se fue a hablar lejos de la mesa y del otro.
Angel Pacheco, solo, recién entonces apartó la mirada del frente. Suspiró, observó un momento al doctor que prometía algo en voz alta y con ademanes y también se levantó haciendo sonar la silla. Fue al baño.
Se lavó la cara. Estaba meando cuando entró el mozo.
–Te van a rajar, Pachequito –dijo sin mirarlo, como si hablara con el espejo manchado–. Eso le está diciendo ahora al otro ladri.
–Si me rajan yo sé muchas cosas –dijo el otro lentamente.
El mozo meneó la cabeza.
–¿Muchas cosas?...
–Sí, muchas. ¿Y qué pasa si hablo?
–¿Quién te va a escuchar? –el mozo lo conocía bien del barrio: buen pibe pero un poco lenteja–. ¿En serio te afanaron algo?
Pachequito se volvió mientras se abrochaba. Le guiñó un ojo.
–En serio –y sonrió.
El mozo lo vio salir. Iba a seguirlo pero se quedó un momento más. Ahora meó él. Bostezó, estaba cansado porque las dos últimas noches había dormido poco y mal. En la villa, a dos cuadras de su casa, habían estado toda la noche haciendo quilombo con la música al mango. Y sobre todo los petardos, las bengalas, esos fuegos artificiales que costaban un huevo.
–Esos negros revientan la guita en cualquier cosa –dijo, pensó para sí.
Cuando volvió, el doctor todavía hablaba por teléfono, vuelto hacia la puerta, acodado al mostrador.
El mozo atendió a una pareja en la vereda y al regresar escuchó el diálogo.
–¿Y el muchacho que estaba conmigo, no lo vio? –decía Miranda.
–No. Recién estaba ahí –dijo el patrón.
El doctor se metió la mano en el bolsillo, se palpó inquieto. Reprimió una puteada.
–¿Le falta algo?
–No, nada. ¿Cuánto le debo?
–Se hizo humo –dijo el mozo y le dio el ticket.

lunes, 9 de enero de 2012

Conflictos

No estaba en un geriátrico, pero Raul sabía que estaba solo.
Su hija (30) estaba a más de 1.600 Km y su hijo (18), aunque estaba cerca, estaba en la edad de la adolescencia.
Tenía miedo. No miedo por él, que había tenido tres paros cardíacos y aceptaba que el final estaba cerca.
Tenía miedo por los perros.
La adolescencia es esa edad indefinida donde el padre es un ignorante.
En los primeros años, un niño crée y dice: "Mi papá es un genio y sabe todo".
En su adolescencia, crée y dice: "Mi viejo está gagá, es un idiota".
Pasada esa etapa, el joven expresa: "Tengo un problema que no sé como resolver. Lo voy a conversar con mi viejo".
En la etapa siguiente se le escucha: "No puedo responder ahora. Si mi viejo dice que sí, será sí. Si dice que no, será no. Él sabe y me permite no equivocarme."
Luego de unos años y ante una encrucijada, piensa: "Carajo, como necesitaría a mi viejo"!

Audio de este cuento

Hacía tiempo que sus hijos no le pedían consejo, tal vez porque ya no servía lo que les decía. Sabía que a veces era reiterativo, pero no por eso dejaba de sentirse interesado por cada cosa que sucedía.
Sus fieles animales eran los únicos que lo acompañaban cada dia. Dependian unos del otro, pero no era la única razon de llegar a casa pronto. Sabia que al menos ellos lo esperaban. Se sentaba en el sillón y esperaba el sonido del teléfono. Tal vez hoy lo llamaran.
Se habia tenido que amigar con la tecnología y portaba un celular, no fuera cosa que el de línea sonara mientras regaba el jardín.
Hacía tiempo que lo acompañaba un poster de Ella Fitzgerald, que colgaba orgulloso y grasiento de la pared sur de la cocina. Cuando fue a preparar el mate para acompañar el pan dulce vencido que traía la caja del club de jubilados, la miró a los ojos y se puso a tararear aquella versión jazzera de "No puedes comprarme amor"... Añoró esa época dorada, se pasó la mano por la calva e hizo ademán de acomodarse la antigua melena que luciera tan campante en los clubes del barrio para los carnavales. El silbido de la pava lo despertó de su ensimismamiento...
Se preguntaba frecuentemente cual era la razón de haberse quedado tan solo. Muchas se le cruzaban por la mente mientras se observaba en el viejo espejo del baño, tal vez el trabajo, tal vez...
No habia coicidido en los gustos con la mujer que había elegido, le gustaba la soledad le gustaba leer historia, le gustaba la música clásica. Sabía que no era facil su carácter.
Tal vez demasiado puntilloso decían.
Esa manera de dejar todo en orden, de preparar su te dejándolo hervir solo unos segundos. Pequeños detalles. Tal vez era eso o tal vez, no sabia a esta altura, cual era la razón de que Einstein y Edisson lo acompañaran siempre.
Sacó la pava, cargó el termo ensilló el mate y fue a tomarlo a la puerta, sentándose en un banquito bajo.
El patrullero venía tocando sirena detrás de una moto. Cuando llegaron a su cuadra, estaban casi a la par y la moto siguió viaje por su vereda. El de atrás hizo dos disparon contra la patrulla y desde el auto sonaron varios hacia los motochorros.

Cuando pasaban delante suyo, sintió el impacto de algo caliente que le entraba en el pecho y se arqueó hacia adelante.
En el mismo instante, alcanzó a comprender que ya no tendría más conflictos.

Con ideas de Paola Cristina Frías, Raul Astorga y Luis Quijote