viernes, 21 de agosto de 2009

Las viudas de los jueves - Página 38

Las mujeres ya no salieron a la calle. Estuvieron un mes ahí adentro. Dos meses. Tres. Todos los que pasábamos por su casa mirábamos hacia adentro tratando de entender. Al principio siguieron recibiendo pedidos del supermercado o de la farmacia. "Ya se les va a acabar la plata", dijo alguno de nosotros. "Pero si Alfredo le cerró todas las cuentas, ¿cómo todavía pueden seguir comprando en el súper?" "Pagarán con la Paraguan Card." "Ay, salí."

Hasta que una mañana alguien se dio cuenta de que el auto de Carmen no estaba. Ni estuvo al día siguiente. Ni al otro. Las mujeres se habían ido una madrugada, juntas, por la barrera automática del country. "Usted me dio instrucción de que la señora Gabina Vera Cristaldo no podía entrar a Altos de la Cascada, pero nunca que no podía salir", le dijo a su superior quien estaba encargado de la barrera la noche en que se fueron. No alcanzó para que conservara su trabajo. Alfredo vino el fin de semana a abrir la casa. En los días entre el descubrimiento de la partida de las mujeres y la llegada de Alfredo fue aumentando nuestro temor acerca de qué encontraría adentro. Mugre cuanto menos, evidencia de lo que esas mujeres hacían allí tanto tiempo solas, destrozos en lo que fue alguna vez su casa. Así que varios se ofrecieron a acompañarlo. Rompieron la puerta de entrada, Alfredo tenía llave pero no abría, Carmen había hecho cambiar la cerradura, "en la guardia tienen registrado el ingreso de un cerrajero hace un par de semanas", confirmó el jefe de seguridad. "Ni siquiera pensó en los chicos", dijo alguien. La luz que entraba no alcanzaba a dejar ver el interior de la casa. Alfredo apretó inútilmente la tecla de la luz que él mismo había dejado que cortaran por falta de pago. Alguien se acercó a correr las cortinas, y a medida que plegaba los paños la luz iba entrando y el grupo se congelaba en su avance, detenido por lo que veían. El cuadro de la mujer inmóvil en la canoa ya no estaba. En su lugar todas las paredes de la casa habían sido forradas de fotos. La más grande la de Alfredo, una ampliación de una foto del casamiento. Otras más pequeñas, la de Paco Pérez Ayerra, una de Teresa Scaglia arrancada de la revista Mujer Country, los Andrade en una foto chiquita de la última fiesta del club, el presidente de Altos de la Cascada, varias mujeres en una foto del último torneo de burako que había organizado Carmen, sus compañeras del grupo de pintura menos Carla Masotta, que había sido expresamente recortada del retrato, y algunos otros vecinos. Todas las fotos atravesadas con alfileres a la altura de los ojos. Alguna también en el corazón, como la de Alfredo. Y debajo de cada una, un altar. "Son trabajos", dijo uno de los guardias, y Nane Pérez Ayerra se agarró fuerte la cruz de oro que llevaba sobre el pecho. Trapitos atados, estampitas, ajos, plumas, piedras, semillas. Alfredo se acercó al suyo. Su altar era un plato Villeroy Boch cubierto de mierda seca, sobre la que se había derretido una vela roja.

Capítulo 29

"No soy drogón, ¿qué decís, mamá?", dice Juani. "No lo digo yo, lo dicen las listas de la Comisión de Seguridad." "Esos pelotudos se creen que fumar un porro es ser drogadicto." "¿Vos fumas marihuana?", pregunta Virgina llorando. Juani no contesta. "¿Fumaste marihuana, la puta que te parió?" "Sí... alguna vez." "No te das cuenta de que de eso vas a pasar a la cocaína y de la cocaína a la heroína y de la heroína..." "Para, Virginia", la frena Ronie. "¿Qué hicimos mal?", se lamenta ella. "Ay, mamá..." "No queremos que fumes, Juani", le dice el padre. "Fumé alguna vez, nada más." "No lo vuelvas a hacer." "Todos fuman, papá." "¡Pero en la lista no están todos, estás vos!", grita la madre. "Para, Virginia." Virginia llora, golpea con el puño cerrado la mesa. "Mañana mismo empieza una terapia, y si hace falta lo internamos." "Qué terapia, mamá, me fumé un porro nada más." "¿Nada más?, nada más, la puta que te parió, y estás en una lista de drogadictos?" "¿Pero a vos qué es lo que te preocupa, que me fumé un porro o que estoy en esa lista?" Le da vuelta la cara de un cachetazo. Ronie la aparta. "Cálmate, que así no vas a arreglar nada, Virginia." "¿Y cómo mierda lo pensás arreglar vos?" "Todos los chicos fuman, mamá." "No te creo." "¿Por qué te crees que nos dicen los fumancheros?" "¿Que te dicen qué?" "A mí no, a todos." "No te creo." "¿Quién te la vendió?", pregunta Ronie. Juani no contesta. "¿Quién te la vendió, carajo, que quiero ir a cagarlo a trompadas?" "Nadie, papá." "¿Y de dónde la sacaste?" "Me convidaron." "¿Quién?" "Cualquiera, alguien, uno sale, compra, trae, y fumamos todos." "A mí no me importa si fuman todos, pero yo no quiero que vos fumes." "Papá, fumé dos, tres veces, cuatro a lo sumo." "No fumes más." "¿Por qué?" "¡Porque vas a terminar internado por sobredosis!", grita su madre. "Porque no quiero", dice Ronie. Juan no dice nada, mira sus zapatillas, se mete las manos en los bolsillos. "Ya probaste, ya sabes qué es, ¿necesitas seguir fumando?" "No, si hace mil que no fumo." "No fumes más." "Okey." "No fumes más, ¿así arreglas las cosas vos?", dice Virginia. "¿Y vos cómo las querés arreglar, gritando como una loca?" "¡Ahora lo único que falta es que la culpa de que se drogue la tenga yo por gritar!" "Yo no me drogo, mamá." "Fumar marihuana es drogarse." "Tomar Trapax también." Virginia tira otro cachetazo que Juani esquiva en el aire y sube llorando las escaleras. Ronie se sirve un whisky. Juani agarra los rollers, se los pone. "¿Adonde vas?", le pregunta el padre. "A lo de Romina." Se miran. "¿Puedo?" Ronie no contesta. Se va. Ronie sube a hablar con Virginia. La encuentra revisando. Revisa cada cajón del cuarto de su hijo, cada bolsillo, cada mochila, debajo de la cama, dentro de revistas, libros, en cajas de CD, detrás de la computadora. Ronie la mira, la deja hacer. Revisa ese día, y el que sigue, y el otro. "¿Hasta cuándo vas a seguir revisando?", le pregunta. "Siempre", contesta su mujer.

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