viernes, 21 de agosto de 2009

Las viudas de los jueves - Página 13

En casi todos los inmuebles que se vendieron o alquilaron en Altos de la Cascada los últimos años hubo un cartel de "Mavi Guevara. Inmobiliaria". Nadie pudo nunca competir con ella en servicio al cliente. Virginia no aceptaba terminar una cita de trabajo sin haber tomado un café con los clientes, sin haber charlado de cualquier otra cosa con ellos, o sin tener al menos una vaga idea de quién era ese que firmaba los papeles detrás de su escritorio. "Sería incapaz de venderle la casa de un amigo a cualquiera. En Altos de la Cascada todas las casas son o fueron de un amigo. Y todos los nuevos que llegan son potenciales amigos", dicen que tenía anotado en las primeras hojas de su libreta. Se lo mostró una tarde a Carmen Insúa, dicen, cuando Carmen ya no era quien había sido. "Cada punto de la transacción inmobiliaria, se concrete o no, tiene que ser muy claro. Nadie se puede dar el lujo de quedar mal con nadie, porque, tarde o temprano, los caminos de La Cascada los van a cruzar." Y después de una pelea con Carlos Rodríguez Alonso, que se negó a pagarle la comisión estipulada por la venta de su casa, alegando que ellos eran amigos y que él pensó que le pasaba el dato "de onda", dicen que agregó a un costado de la nota anterior: "¿Se puede llegar a ser verdaderamente amigo de alguien a quien uno conoce a través de su bolsillo?". Y respondió ella misma a pie de página: "Por el bolsillo pasan todas las miserias".

Capítulo 9

Romina ya había salido para el colegio. La llevaba un remís. A Mariana la ponía de mal humor levantarse tan temprano, y si lo hacía, se aseguraba una mañana cruzada. Tampoco Romina amanecía de mejor talante. Cuando tuviera que llevar a Pedro sí que se levantaría, pero hasta para la nena, ahora su hija, Romina, era más agradable viajar en remís con Antonia que aguantar su fastidio matutino, pensaba. Mariana entró en la ducha y se quedó bajo el chorro de agua hasta que la modorra empezó a ceder. Cuando salió del baño, envuelta en una toalla, Antonia ya había regresado del colegio, había hecho su cuarto, dejado una bandeja con su desayuno sobre la mesa de luz, y estaba juntando la ropa abollada al pie de la cama. Evidentemente estas mujeres tienen otro biorritmo, pensó Mariana, son mulas de carga. Y se tiró otros cinco minutos sobre la cama. Antonia se agachó a levantar del piso la remera de spandex y piedritas brillantes que Mariana había usado la noche anterior y notó que tenía un pequeño agujero. "Señora, ¿usted vio esto?" Mariana se acercó e inspeccionó la remera. "Parece una chispa", dijo Antonia. "Esto fue el cigarrillo de algún pelotudo. Cien dólares chamuscados en una postura..." Mariana devolvió la remera al bollo de ropa sucia que llevaba Antonia y se empezó a desenredar el pelo. Antonia inspeccionó el pequeño agujero debajo de la axila. "¿Quiere que trate de zurcirla?", dijo con timidez. Mariana la miró. "¿Alguna vez me viste usar algo zurcido?"

Antonia salió y fue al lavadero. Estaba contenta. Cuando Mariana dejaba de usar alguna ropa se la regalaba, y esa remera era mucho más de lo que hubiera soñado regalarle a su hija el próximo cumpleaños. La revisó antes de lavarla a mano. Sobre la tela negra, las piedras brillantes formaban círculos concéntricos que casi la mareaban. Estaban todas las piedritas, intactas, y con dos puntadas el agujero desaparecería.

Cuando la remera cumplió su ciclo de lavado y planchado, Antonia la subió al vestidor de Mariana, la dobló, y la dejó en el casillero de las remeras negras. Sabía que pronto sería suya, ojalá antes de que Paulita cumpla años, pensó, pero no podía tomarse el atrevimiento de quedársela sin que su patrona se lo dijera.

Unos días después Mariana recibió a tres vecinas a tomar el té. Las mujeres manejaban, entre otras cosas, el comedor infantil que estaba a unas cuadras de la entrada de Altos de la Cascada. "Las Damas de los Altos", se hacían llamar, y estaban armando una fundación. Teresa Scaglia, Carmen Insúa y Nane Pérez Ayerra. Trataban de interesar a Mariana para que se sumara a su cruzada. "Lo que más necesitamos son zapatillas, si no, cuando llueve, la mitad de los chicos no viene a comer porque no pueden pasar por el barro descalzos, ¿vos podes creer?", dijo la que había elegido té de mango y frutilla. "Qué increíble...", dijo Mariana, mientras Antonia le alcanzaba una tetera con más agua caliente. "Tenes que venir un día, Mariana, y tenés que traer a tus chicos, para que vean lo que es la realidad, porque si no los criamos como en una burbuja." Y Mariana asintió y se quedó pensando qué le pasaría a Romina cuando los viera, porque Romina había sido como ellos, o peor que ellos, pensó, había sido Ramona, seguía siéndolo en el fondo de esos ojos oscuros que le daban miedo. En cambio Pedro siempre fue de ella, desde el primer momento. "Gracias, Antonia, por ahí está bien", le indicó a la empleada parada junto a ella con el agua de recambio para la tetera.

Pasaron unos días y una mañana, cuando Antonia entró en el cuarto de Mariana, encontró sobre el baúl, al pie de la cama, una pila de ropa doblada. La segunda prenda empezando de abajo hacia arriba era la remera negra con piedras brillantes. El resto era ropa de Mariana y de los chicos en desuso, y dos remeras de golf de Ernesto, descoloridas por el sol. "Poneme esa ropa en una bolsa que la va a pasar a buscar Nane Ayerra." Antonia no entendió, no era lo que Mariana solía hacer con su ropa en desuso, si siempre le daba todo a ella para que lo llevara a Misiones y lo repartiera con la familia. "¿Sabes quién es Nane, no? Esa rubia mona que estuvo tomando el té el otro día." Antonia asintió aunque no sabía, ni escuchaba, ni entendía por qué esa remera que era casi suya iba a terminar en manos de una mona rubia. Si una señora así tampoco usaría ropa zurcida. No se atrevió a preguntar, buscó una bolsa y metió todo adentro. Cuando estaba por salir del cuarto, Mariana la detuvo. "Ah, y si querés, el viernes al medio día en la casa de Nane hacemos una feria americana para juntar fondos para el comedor infantil. Es exclusiva para empleadas domésticas, así que quédate tranquila que van a ser precios reconvenientes. Todos, con mucho o con poco, tenemos que ser más solidarios, ¿no te parece?" Antonia asintió, pero no sabía si le parecía porque mucho no había entendido. O no había escuchado, sólo pensaba en la remera negra de brillitos. A lo mejor se la podía comprar. Precios convenientes, había dicho la señora. Ella no sabía qué era precios convenientes para su patrona. Hasta diez, ella podía. O hasta quince, porque la remera era muy fina, la señora la había comprado en Miami, y con dos puntadas el agujerito ni se vería.

(Ver página 14)
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