viernes, 21 de agosto de 2009

Las viudas de los jueves - Página 40

Capítulo 31

La primera invitación formal de los Llambías a los Urovich fue poco después de que Beto Llambías se enterara de que Martín estaba desempleado y con graves problemas económicos. Los invitaron a comer un chivito que él mismo había hecho traer del campo para la ocasión. Y los Urovich fueron puntuales: nueve y media estaban tocando el timbre de una de las casas más grandes y llamativas de Altos de la Cascada, con dos grandes columnas en la entrada, escalera de mármol que se ve a través de la puerta vidriada, y balaustrada en todas las ventanas. El chivito lo hizo un asador, y durante toda la noche dos empleadas acercaron y retiraron cosas de la mesa con la naturalidad de un actor que repite la misma obra durante varias temporadas. "Mario es un fenómeno", le dijo Beto aquella vez señalando al señor que trabajaba en la parrilla, "por cincuenta pesos te hace el mejor asado que hayas comido en tu vida, y vos no te tenés que preocupar ni por prender el carbón, ¿no es cierto, Marito?". Y Llambías levantó la copa hacia la parrilla pidiendo un brindis. "Que cada uno haga lo que sepa hacer, ¿no te parece?", y esta vez brindó con Martín.

A aquella primera invitación siguieron muchas, de todo tipo y costo, todas las imaginables. Torneo de Copa Davis en el palco oficial, salir a volar en el ultraliviano de los Llambías, recital de algún cantante extranjero, el que fuera, fin de semana en Punta del Este. Martín no estaba de acuerdo en aceptar tantos programas que ellos nunca podrían retribuir, pero Lala insistía, "hay que dejarse querer", decía, y esas salidas la ponían de tan buen humor que él terminó aceptándolas casi sin cuestionar. Así fue como los Urovich experimentaron por un tiempo la fantasía no sólo de que nada había cambiado sino de que su situación estaba mejor que nunca. A los pocos meses los dos matrimonios, más que amigos, parecían parte de una misma familia. Los Llambías ya no tenían hijos pequeños que vivieran con ellos, pero nunca tuvieron problema en integrar a los hijos de los Urovich cuando el programa lo aceptaba. Siempre les sobraba alguna empleada que se podía ocupar de ellos. Hasta les habían armado en su casa un cuarto con televisión y video para que los chicos no molestaran.

Durante tres o cuatro meses los dos matrimonios cenaron juntos todos los martes, iban al cine todos los viernes, y los sábados a la noche se juntaban en casa de los Llambías a ver una película en su home theatre. Sólo seguían respetando la noche del jueves, que Martín tenía comprometida en la casa del Tano, y Lala salía con las "viudas de los jueves" al cine.

Uno de esos sábados, Lala llegó con la película que Beto le había pedido que consiguiera, Ultimo tango en París, a ella le sonaba, pero no la había visto. Le costó conseguirla; en Blockbuster no la tenían y no había muchos otros videos por la zona. Había tenido que ir hasta San Isidro. No sabía ni quién la dirigía ni quién actuaba, sólo el nombre. Y por la caja en el estante le pareció vieja y pasada de moda. Pero se lo había pedido Beto. La había llamado al celular. "Sálvame, Lala, hoy necesito ver eso." Y los Llambías eran siempre tan atentos con ellos que no se atrevió a fallarles. Dorita entró cuando Beto estaba a punto de poner la película. Fue a buscarlo y lo besó. Lo besó más efusivamente de lo que Lala estaba acostumbrada a verlos, y eso la puso incómoda. Ella y Martín no se besaban en público, y eran diez años más jóvenes y hacía mucho menos tiempo que estaban casados. Ninguno de sus amigos se besaba así en público. Vieron la película sentados en el sillón grande. Lala en una punta y Beto a su lado, demasiado pegado a ella, dejando un espacio a continuación que nadie ocupó. Martín dormitaba en un sillón reclinable, detrás de ellos. Dorita iba y venía trayendo cosas de la cocina. Café, masas, más café, licor. Era evidente que la película no le interesaba o la sabía de memoria. Mientras tanto Brando le daba placer a su compañera en la pantalla. Y ella a él. No se había equivocado cuando pensó que se trataba de una película vieja, la imagen era poco nítida, incómoda de ver. Beto se fue hundiendo en el sillón, cada vez más recostado. Cuando le hacía comentarios sobre la película, se incorporaba apenas del respaldo apoyándose sobre su pierna, y la miraba. Y ella no sabía qué le decía, pero sentía que se apoyaba. En una de esas oportunidades Beto dejó su mano en el muslo de Lala y no la sacó más. Lala no se movió, y esperó, el calor de la mano de Beto calentaba su pierna. Hasta que empezó a acariciarla, ella se puso tensa y la corrió, él se detuvo y la miró. Lala le sostuvo la mirada, simplemente porque no sabía qué decir. No quería hacer un escándalo delante de su marido, y le pareció que su mirada podía ser lo suficientemente clara. Pero no debe haber sido así, porque Beto la siguió mirando, sonrió, y sin dejar de mirarla buscó otra vez su pierna y empezó a subir por su muslo. Dorita, que todo el tiempo había parecido ausente, trajo una silla y se sentó frente a ellos, tapando la pantalla. Les sonrió, se acercó un poco más, y acompañó la mano de su marido con la suya. Lala se paró como un resorte y fue a la ventana. No se atrevía a mirarlos, ni a gritar, ni a salir corriendo. Sólo podía hacer eso, mirar por la ventana. Cuando pudo, giró apenas y los miró de reojo. Dorita y Beto se besaban exageradamente en el sillón que antes ocupaba ella. Martín seguía durmiendo en el sillón reclinable.

Capítulo 32

Romina no sabe de qué trabaja Ernesto. Le pidieron en el colegio un essay sobre la actividad o profesión paterna. Pero ella no sabe. Sabe lo que le dicen, pero eso no es cierto. Lo llama a Juani. Él tampoco sabe. Se ríe, si tuviera que escribir sobre el trabajo de su padre sería muy sencillo para él. Sólo cuatro palabras. Myfather doesn´t work. Pero no le pidieron ese essay. Se lo pidieron a Romina, y él trata de averiguar. Pero su madre, que sabe todo de todos, le contesta con evasivas. "Dale, mamá, ¿no lo tenes anotado en tu libreta roja?" Le dice que no, pero Juani no le cree. "Vos tenes anotado todo lo que pasa en La Cascada." "Sabes la cantidad de cosas que no tengo anotadas y pasan. De la droga, por ejemplo, no tengo ni un renglón escrito." Juani se enoja. "Qué jodida sos." Da un portazo y se va a lo de Romina. Le va a fallar. Había prometido que lo averiguaría, pero no pudo. Ella le pregunta a Antonia. "Tu papá trabaja mucho, ¿no viste que se va muy temprano y vuelve muy tarde?", le dice. Pero no le dice de qué trabaja. "Tu papá trabaja mucho", repite, y se va. La respuesta de Mariana ya la conoce: "Papá es abogado". Por eso no intenta preguntarle. Todos en Altos de la Cascada creen que es abogado, pero ella sabe que no. Mariana también tiene que saberlo. Es su mujer. Pero Mariana miente. En un essay no se miente. Por lo menos no se miente con mentiras de otros, para eso inventa las propias. Su padre se hace llamar "doctor". Y no es doctor, como tampoco es su padre. Si alguien le hace una consulta jurídica le tira una o dos generalidades, dice que él en ese tema específico no está, pero que se lo va a averiguar. Y se lo averigua. Nadie sospecha. Doctor Ernesto J. Andrade, dicen sus tarjetas. Pensar que apenas si terminó el secundario. Eso sí lo sabe, porque una vez se le escapó a su abuela, a la mamá de Ernesto. "Le va tan bien, tiene tan buen pasar, y pensar que no pudo terminar el secundario." Romina sabe que tiene una oficina en el centro, alguna vez fue. Con chapa de bronce en la puerta. Y una secretaria y dos abogados que trabajan para él, aunque tampoco está segura de que sean abogados. La chapa dice "Estudio Andrade y Asociados", y lo mismo dice la secretaria cuando atiende. El teléfono de Ernesto suena todo el día. Celular, la línea general de la casa, la línea reservada que tiene para "asuntos de trabajo". Un día Romina atiende la línea privada, y del otro lado le dicen: "Decile al hijo de puta de Andrade que se cuide el orto, que atrás de las barreras también se lo vamos a romper". No se lo dice, para hacerlo tendría que blanquear que atendió el teléfono que no debía. Y no cree que el orto de Ernesto esté en real peligro, por más que quieran no van a poder pasar por las barreras. Nadie puede, piensa Romina. Por un tiempo no atendió ese teléfono. Después se le pasó, o no hubo más llamados. No se acuerda.

(Ver página 41)
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