sábado, 25 de diciembre de 2010

Ascasubi y el choping de Cacuí

Por Mempo Giardinelli

La Estación Cacuí es un símbolo de la decadencia del ferrocarril en el Chaco. A unos 10 kilómetros al oeste de Resistencia, apenas pasando Fontana, durante años fue sólo una casa con techo a dos aguas, abandonada u ocupada por familias errantes y demorada en la historia junto a vías que sólo eran testigos del paso de los años y el crecimiento de los yuyos.

Allí, una Navidad –no ésta; digamos cualquier otra– un gringo llegado de Santa Fe se largó con un emprendimiento: compró y refaccionó unos galpones aledaños y limpió malezas, instaló baños, puso vidrieras, pintó todo y lo dejó impecable y empezó a alquilar locales a los lugareños, que se entusiasmaron con la idea de un choping, a quinientos mangos el local.

Dos semanas antes del 24, el gringo hizo tapizar el techo con una sobrecubierta de algodón que debía representar la nieve europea. Sobre las ventanas amontonó gruesos manojos de algodón, con hilachas en caída imitando matutinas nieves congeladas. Y en la puerta lo puso a Ascasubi, un changarín de pésima fortuna al que todos en la zona miran como si no existiese, disfrazado de Papá Noel.

Verdadera misión imposible, porque Ascasubi es flaco como palo de escoba y tiene la gracia de los esqueléticos caballos de piqueteros que cada tanto cruzan la ciudad a paso cansino, como para concentrar el odio de los ricos.

El gringo le prometió quince pesos por día y le entregó el típico traje rojo de Papá Noel. Pero el traje era tan grande que no hubo modo de que Ascasubi lo llenara, ni aun envolviéndose en los cuatro almohadones que el gringo le ordenó sujetar con una piola y a cuya espalda tiene amarrada la faca.

Así Ascasubi sale a escena, se podría decir, pero el problema es que es flaco como tararira de laguna urbana, y aunque ya no tiene ni qué sudar igual se cocina de calor adentro del bombachón y la casaca. Encima se le despega la barba de algodón y cada tanto se marea porque además tiene hambre y sed, apenas si ha comido en todo el día un sánguche de salame que compró en el kiosco de Antenor el Paraguayo, con un vaso de cerveza fría.

Débil y jadeante como todo flaco que tiene que andar de gordo y encima cargando una enorme bolsa de cajas vacías, Ascasubi aguanta cada tarde y cada noche, de 16 a 24, en la puerta del choping. Por momentos siente que no da más, sobre todo cuando algunos chicos le tiran cascotes o frutitas de paraíso escupidas dentro de canutos de mamón. Pero aguanta porque ni se pregunta por qué, especie de granadero en desdicha, de garza magra al borde de la cuneta.

Cada tarde Ascasubi cruza el pueblo con 40 grados a la sombra, desde la tapera que nadie llamaría casa y hasta el choping, respirando entre los dientes que le quedan y los que le faltan. Mientras se ata los almohadones para sumergirse en el disfraz de Papá Noel, escucha los lamentos de los puesteros que se quejan porque no hay ventas, no viene nadie a este lugar de mierda.

Ascasubi termina de calzarse los zapatones pensando que ahora todos están mejor pero no lo reconocen, y eso porque les quedó el resentimiento. No saben lo que es estar en el fondo del pozo, piensa tragándose unos mocos para frenar las súbitas ganas que siente de llorar. El supo trabajar el campo antes de la soja y las máquinas. Y acá lo trajo el tren, cuando había tren. Y si no volvió fue por los gobiernos. Y allá quedó su guaina, llena de panza y de promesas, y carajo, masculla, sólo carajo mientras se manda al garguero el último trago de la cerveza de litro que compró en el kiosco de Antenor el Paraguayo. Se calentó en minutos, la guacha, con este sol. Después se pasa por la boca el antebrazo sudado y enseguida lo emboca en el sacón de gabardina roja que le proveyó el gringo.

–Te lo ponés y te quedás quieto como rulo de estatua –le dijo, riendo de su propio chiste–, no vas a andar haciendo macanas, Ascasubi.

Y no, macanas nunca hizo. Apenas chupar cervezas por las tardes y como para ver si a la noche está lo suficientemente mamado para dormirse donde cuadre. A veces llega a la tapera, donde lo espera el Colita, que es flaco como él y se las arregla removiendo basuras en las veredas del pueblo. Pero las más de las veces no consigue pasar de la plaza, o se duerme en la entrada de la Escuela Martín Buber, ahí cerquita de la Municipalidad.

Y así hasta la mismísima mañana del 24 –otro 24, digamos, no éste– en que por las radios se oyen villancicos y canciones en inglés y en el choping hay apenas más movimiento. Ascasubi piensa que no tiene dónde ir esa noche y siente algo raro en la garganta, como si hubiera tragado sin querer una piedra seca. Y justo recibe un cascotazo lanzado desde las vías, escucha una burla imprecisa y ve unos pendejos que rajan como lagartijas, como si él fuera a hacerles algo. Y qué les va a hacer él.

Aunque esta vez podría cambiar, murmura para sí, sintiendo nítidas la rabia, las ganas que siente de carnearlo al gringo en cuanto aparezca. Esta vez tiene la faca que le robó al Paragua, escondida entre los almohadones.

Piensa en los malos que conoce: el Tito Junco que viola a sus propias hijas y todos lo saben, el Roque Pedreira que dirige la bandita de sus hijos, drogones y rateros todos, motochorros los más grandes en la Zanella del Mauro. Tipos jodidos, de dobles vidas. Pero el infeliz es él, que no tiene laburo desde que salió de Monte Quemado y lleva años mendigando changas como ésta de Papá Noel. Mira sobre el techo la falsa nieve oscurecida por la lluvia de anoche, que pareciera decirle que su vida no sirve ni para ser una vida inútil. Y entonces carraspea y gime sin poder contenerse, justo cuando el gringo llega y le pregunta qué le pasa, por qué está tan pálido. Ascasubi mira al patrón como mira un borracho, pero no está borracho. Apenas una cervecita y los cuarenta grados, porque así anochece. “Si no estás bien, mejor andate”, dice el gringo y le da los quince pesos. Ascasubi lo mira como miraría un ciego. Da un paso y otro y luego regresa, mareado por el sol, el calor y la rabia. “Sacáte esa ropa y andate, dale, volvé el año que viene.”

Ascasubi se quita la ropa, mecánica, despaciosamente. Está tan sudado que no aguanta más, y hasta el cuchillo le parece caliente cuando desanuda la piola y deja caer los almohadones.

El gringo termina de contar la plata y se acomoda la billetera en el bolsillo del culo.

–Andá nomás, Ascasubi, y feliz Navidad –le dice, agachándose para recoger el paco de ropas rojas.

Como en un ramalazo de luz, el sacón de gabardina, pesadísimo y caliente, le parece tan rojo que de pronto él también ve todo rojo, el mundo entero se vuelve rojo, el color del fuego, de la ira, del dolor.

Del otro lado de las vías estallan unos cuetes y empieza la alegría, la fiesta de los otros. Ascasubi mira todo como a través del gringo, como si el tipo fuera de vidrio. Y camina hacia el kiosco del Paragua sin saber todavía si va a devolver la faca. Primero va a comprar un tinto de tetrabrik.

domingo, 12 de diciembre de 2010

Haciendo boludeces

Por José Playo

A lo largo de esta vida me han ocurrido cosas extrañas y he sufrido accidentes de todo tipo, algunos por imprudencia, otros porque tenían que ocurrir. Con o sin secuelas, a todos los recuerdo y contabilizo con precisión. A los seis años me rompí el codo en una carrera de cincuenta metros sin obstáculos en un pasillo del colegio, por ejemplo; a los doce me operaron de urgencia para extirparme un apéndice a punto de explotar; a los quince me sacaron un lunar enorme de la espalda y al día siguiente se me abrieron los puntos en un partido de volley; a los veintipico se me rompió el culo. Creo en la importancia de algunas experiencias, porque con ellas entendemos lo maravilloso que es estar bien. Digo esto pensando en esa máxima hipocrática que define a la salud con sencillez supina: “estar sano es no sentir el cuerpo”. Escribo este post con dificultad, con mucho dolor (físico) después de lo que me ocurrió hace unas horas en el patio de mi casa. De todos los imponderables, de todos los accidentes, de todas las intervenciones fortuitas del destino, lo que me pasó hoy es, lejos, lo más humillante.

Estamos en Córdoba, a los cuatro días del mes de Agosto y hace un frío de cagarse encima. Desde la mañana que vengo pensando en un par de laburos que me tienen preocupado. No me los puedo sacar de la cabeza y recaigo sistemáticamente frente a la computadora para rebotar a los diez minutos, harto de no sacar ni una línea coherente.

Mi mujer aprovecha que parece que estoy al pedo y me manda al mecánico. Por alguna extraña razón, ella entiende mucho de mecánica, así que me hace repetir la lista de los desperfectos para que se la recite de memoria a Mario, nuestro hombre de motores. Mario no tiene idea de lo animal que soy yo, y cada vez que voy se pasa un buen rato restregándose las manos en un trapo engrasado mientras me explica cuál es el problema:

—Son bujías del doce —ponele que me dice—, y por eso se empastan más rápido.

—Ah… con razón.

Con esta temperatura las mangueras de refrigeración (o de calefacción, no sé) pierden, el caño de escape larga una humareda de la gran puta y todo está andando mal. Para peor de males, nunca sé qué contestarle a Mario, así que me limito a subir y bajar la cabeza entrecerrando los ojos, con cara de “Ah… con razón”. Ir al mecánico significa para mí un esfuerzo sobrehumano, porque carezco del más mínimo interés en los tópicos universales para entablar conversación con mis pares masculinos: el fútbol me aburre sobremanera, de autos no entiendo un sorete, y no me gusta hablar de cómo culeo. Ergo: en un taller mecánico en el que sólo hay fotos de minas en pelotas, afiches de Belgrano/Talleres y autos destripados, voy muerto. Por eso respiré aliviado cuando pude emprender el regreso a casa, y me prometí no volver a salir en todo el día, o al menos hasta que pudiera llenar una hoja con algo que me resultara placentero.

Paréntesis: Hay una cosa que nadie dice respecto de la paternidad y es que los hijos —no sé bien por qué— atraen gente. Son como imanes que acercan abuelos, tíos, amigos, conocidos, vendedores de biblias, carteros perdidos y soderos. A mi casa caen a montones y se turnan para golpear la puerta uno tras otro sin cesar. Las interrupciones me dan por el centro de las pelotas, no porque me crea Miguel Ángel o Dalí, sino porque me cuesta un huevo y la mitad del otro concentrarme. Soy como Homero Simpson, que ve pasar una mosca y grita “IUJÚ” y sale corriendo, entonces cuando el chispazo de una idea se me cruza por la cabeza y no clavo culo en silla en el acto para trabajarla, la pierdo. Eso me genera mucha angustia. Vivo muy angustiado por las cosas que olvido, pero estoy empezando a acostumbrarme. Mi hija (quien más me interrumpe) me ablanda con sus sonrisas y sus entradas en mi estudio para ponerme muñecas de trapo sobre las rodillas. Encima tiene la delicadeza de cerrar la puerta al retirarse y siempre me saluda con un:

—¡Adió púpi! (que significa: Adiós, papi).

Así que con ella está todo bien. Y con el resto de la gente, también. Tengo muy en claro que el que tiene que acostumbrarse a que vivimos en sociedad soy yo. Por eso hoy, después de varias visitas, después de varios trámites e intermitencias, decidí que lo último que haría antes de pegarme una encerrada final a escribir sería encender un fueguito para mantener la casa caliente, por lo que salí al patio para traer algunas maderas.

La casa donde estamos tiene partes sin terminar y entonces hay listones por todos los rincones, palos que se usaron, se ve, para apuntalar. Busqué entre unas bolsas donde acomodamos la mayoría de ellos y tomé el primero. Era largo y firme, así que lo apoyé en diagonal a la pared y le metí una patada para quebrarlo. Tomé los trozos partidos y los puse a un lado, después busqué otro más. El segundo que saqué era un poco más largo y de otro color. “Será pino misionero”, pensé. Repetí el procedimiento, lo apoyé en diagonal contra la pared y lo pateé. Efectivamente, la madera era dura, porque el golpe me hizo retroceder, pero el palo no se rompió. Decidí que necesitaba más fuerza, así que me acomodé el pantalón, tomé distancia y salté con ambas piernas sobre la tabla. Para mi sorpresa, la madera, lejos de quebrarse, se dobló en un ángulo imposible, formando una medialuna tensa con la panza en el sócalo y los extremos enganchados en el suelo y la pared.

Intrigado y con cara de colimba que ve una teta, me agaché para estudiar el fenómeno, no sin antes mover la madera con el pie. Ahora entiendo que eso fue un error garrafal. El listón salió disparado hacia arriba apenas lo toqué a una velocidad muy importante. El proyectil impactó de punta y de lleno en mis dientes de adelante con un ruido seco y tronador. Nunca en mi vida he sentido un dolor y un ruido así. Pero, claro, jamás me había pegado semejante palazo en la boca. Aturdido y tambaleante me incorporé para llevarme las manos a la cara, porque estaba seguro de que había perdido un ojo.

Descubrí con alivio que tenía los ojos bien, pero a la vez noté que no podía juntar la mandíbula con la cabeza y hacer una mordida como lo había hecho toda mi vida hasta dos segundos antes: algo no coincidía. Enseguida empecé a sentir un latido entre las orejas, entonces tanteé con un dedo el interior de la boca y descubrí que uno de mis dientes se había hundido en la encía y se había doblado hacia atrás. No podía morder porque había un diente que no estaba en su lugar.

Al comienzo de este post dije que me han ocurrido cosas extrañas, pero nada se compara a mirarte en el espejo y ver que tenés los dientes fuera de lugar. Con una mano sobre la boca para no impresionarla (dicen que no hay que impresionar a las embarazadas) le hice señas a mi mujer para que viniera y le expliqué como pude:

—… u iénte… co e palo… ¡U PALA-HO!

Ni lerda ni perezosa, mi chica, la que me acompaña en las buenas y en las malas, la que me alienta para que siga adelante, la que se banca mi malhumor todos los días, llamó al consultorio y luego me repitió las indicaciones:

—Tenés que enderezarte los dientes porque si pasa el tiempo con eso doblado así es peor, te los tenés que poner de nuevo donde estaban y salir en un taxi ya.

—Noooo, ¡E UÉLE! —alcancé a balbucear.

Mientras ella me llamaba un remisse, yo me puse frente al espejo y empujé las piezas de vuelta a su lugar con los dientes de abajo. Una vez en el consultorio (en cuya sala de espera hay un libro de Peinate primera edición todo manoseado y hermoso), la doctora me acomodó la jeta y me puso como un paragolpe del lado de adentro para que no se me pianten los dientes.

El día de hoy ha sido muy raro y las cosas han pasado muy rápido. No puedo masticar bien, tengo que comer cosas blandas y usar un protector bucal para que no se me mueva el arreglo, al menos por unos días.

Estoy de muy mal humor, peor que el de costumbre, pero decidido a encontrarle el lado positivo a esta experiencia: con ese palazo me podría haber vaciado un ojo. O podría haber perdido la nariz. No saben, insisto, la fuerza con la que salió disparado el coso ese (lástima que no tenga un videíto de YouTube, que en estos casos son de gran utilidad).

También pienso en el calibre de algunas fatalidades, en lo putas que son las casualidades y en la buena fortuna que tengo. Lo de hoy, lo sé muy bien, fue puro ocote, porque ni el labio me corté.

Este post, y por esta única vez, será una zona liberada para los “qué boludo”, frase que tiene que estar sí o sí en el comentario que dejen. No importa si es un saludo o una ironía, en algún lado tienen que meter: “qué boludo”; es menester.

Ahora José Palazo los deja porque necesita relajarse mientras se soba el orgullo, la zona que más me lastimé.

Fuente: Recibirse de boludo

miércoles, 8 de diciembre de 2010

Los putos razonamientos

Por José Playo

En mis años escolares, allá por los comienzos del ochenta, contraje una afección milenaria y difícil de tratar. Se la conoce comúnmente como “alergia a los amanerados”. El síntoma por excelencia es el que te hace gritarle MARICÓN al compañerito de voz aflautada en el recreo.

Como buen enfermo crónico, aprendí a convivir con esos estornudos sin reflexionar. Los exabruptos salían en piloto automático.

Hoy, ya un poco más grandecito, sé que aquellos viejos colegios de varones (colegios homosexuales, bah) funcionaban con la mecánica selvática de las prisiones estatales: recintos testosterónicos en los que sobrevivían a duras penas los diferentes (el gordo, el petizo o el puto, por ejemplo), martirizados por el matón que se afeitaba los bigotes desde tercer grado.

Creo que todos, si nos esforzamos por recordar, hallaremos vestigios del mismo contagio en nuestro pasado. Pongo, para ilustrar, el himno extraoficial de mi escuela —cantito que hasta las autoridades sabían corear en voz baja— y que rezaba:

[nombre] colegio de varones,
[nombre] colegio sin igual,
[nombre] no cría mariquitas,
ni nenitas de mamita como todos los demás!

Las secuelas de esta enfermedad dejaron cicatrices profundas y difíciles de borrar. Y las recaídas eran constantes: silbatinas que llovían desde las obras en construcción sobre los peatones que caminaban “raro”; programas de tele en los que el blanco de las burlas es “un mariposón” que deambulaba por los sketches a la caza de un remate homofóbico.

La historia de mi vida heterosexual está plagada de refuerzos. Un vecino solía decir:

—Si vos te dejás el pelo largo es porque estás buscando alguien que te peche los vagones.

Me inclino a pensar que el origen de esta pandemia —cultural, hereditaria y altamente contagiosa— es siempre el miedo.

Terminé de entender todo este rollo cuando uno de mis mejores amigos me confesó que era homosexual, a comienzos de esta década. Yo ya estaba lejos del tortuoso secundario, esto era real y tenía el nombre y el apellido de una persona que yo apreciaba.

—¿Cómo que sos puto?

—Me gustan los tipos, boludo. O sea, no ando vistiéndome de vieja loca, ni voy a los boliches a saltar sobre los parlantes todo pintarrajeado. Soy el de siempre, nada más que puto.

En esa conversación entendí que gran parte de mi temor radicaba en la posibilidad de que nuestra amistad se desarmara. Si él era puto, ¿podíamos seguir siendo amigos? ¿Qué había que cambiar?

—Soy el de siempre.

Sólo en ese momento comprendí los malos ratos que algunas personas pasan gratuitamente. Y empezaron a dolerme los patios de los colegios donde la confusión se sumaba al descubrimiento, las pasiones silenciadas, los secretos guillotinados por el labio del temor. ¿Cómo tolera una persona postergarse tanto?

—En la vida —me aclaró mi amigo— se es puto fulltime. Lo más doloroso es asumir que todo lo que hagas será cuestionado.

Me pregunté por qué, y me lo pregunto ahora, que la discusión sobre el matrimonio gay está en boca de todos.

Hay algunos puntos que me parece interesante destacar:

  • a) La ley no promueve que una legión de travestis escandalosos con el pito afuera entren vestidos de blanco a una iglesia para tocarles el culo a los santos. La ley habla de reconocer derechos…
  • b) Los heterosexuales somos tremendamente hipócritas. Sobre todo aquellos que disfrutamos del porno gay lésbico (ni hablar de los que se calientan con mujeres disfrazadas de colegialas) y nos escandalizamos si dos flacos se comen la boca a la salida de un civil bajo una lluviecita de arroz.
  • c) Nadie “se hace puto”. Nadie “ejerce la homosexualidad”. Es como si uno pudiera elegir, de hoy para mañana, que lo calientan las tetonas o las minas medio chatas. Eso viene con cada uno. A algunos nos gustan las mujeres, a otros las personas del mismo sexo.
  • d) Ser homosexual no significa ser degenerado. Los violadores no son todos homosexuales, los pedófilos tampoco. Manzanas podridas hay en los dos bandos. Incluido el de la iglesia.
Estas animaladas (por citar algunas de las tantas que la gente escupe cuando le ponen un micrófono bajo el bigote) son parte de un mismo fenómeno que tiene que ver con el condicionamiento discursivo y cultural. Estamos acostumbrados a lo que en lingüística se conoce como “jibarismo salvaje”, que es reducir todo a lo bestia para que nos quede cómodo.

Esto da como resultado un silogismo que, además de trunco, es bastante pelotudo:

La degeneración es contagiosa…
los putos son degenerados…
con los putos no me tengo que juntar…


Y ya desde tiempos inmemoriales, lo que viene quedando en claro es que si hay un grupo que tiene que revisar un poco su forma de pensar y de sentir, es el de los heterosexuales.

Hoy veo resucitar el debate otra vez en mi país, Argentina, donde las diferencias se dirimen siempre desde dos plateas y a los gritos. Este es un país de blanco o negro, una nación bipolar e intransigente con habitantes doctorados en argumentología que fracturan la razón por la mitad.

Lo que vale en mi país es que el otro reconozca su derrota, el debate no sirve jamás para construir, sino para humillar:

—¿Viste, puto, que yo tenía razón?

Sobre la homosexualidad, adhiero a lo que dijo un psicólogo los otros días en la radio (voy a citarlo mal):

—El número de homosexuales, históricamente, no ha variado tanto desde los comienzos de la humanidad hasta hoy.

Esto quiere decir que en el Imperio Romano había un número de putos per cápita más o menos proporcional al que hay hoy en día en nuestras ciudades modernas. ¿Por qué, entonces, recrudece esta resistencia, esta cosa tan poco ejemplificadora para las nuevas generaciones que nos escuchan decir tantas estupideces?

Si algo aprendí en el colegio fueron variantes socialmente aceptadas de crueldad.

Nuestros mayores (por desconocimiento) nos enseñaron a vivir en una batalla de precalentamiento interminable que nos prepara para una guerra que no vamos a combatir nunca: hay que resistirse, porque cambiar está mal.

En vez de ablandar el mundo para hacerlo un lugar más ameno, más tolerante, nos seguimos tratando como si viviéramos en una selva donde los más débiles nos avergüenzan y nos dan la excusa perfecta para ejercer nuestra bestialidad.

No puedo dejar de preguntarme, ¿a qué le temen los que son tan fuertes, a qué le temen los que siempre lastiman?

Mientras los ultra católicos marchan para abolir la posibilidad de un mundo más justo, mientras los discursos nos siguen saliendo peyorativos, señaladores, mientras seguimos levantando la voz para mostrar disconformidad, un montón de gente sigue resistiendo en silencio, como lo ha venido haciendo desde el Imperio Romano y desde el colegio primario.

A pesar de que estoy molesto, me consuela saber que este texto es inútil, porque los homosexuales no necesitan defensores. La historia nos ha demostrado que han resistido los embates de la estupidez con la frente siempre en alto.

Admiro esa resistencia.

Yo sueño a veces con un mundo más tranquilo, donde dos hombres o dos mujeres que se quieren puedan cocinarse, leerse en voz alta, tejerse un pulóver frente a la estufa y, por qué no, garchar.

Confío en la posibilidad de un mundo menos feroz, menos hostil.

Es el mundo que me gusta imaginar para mis hijas. Un espacio donde todos puedan ser felices y pelear por perpetuar esa felicidad.

Putos ha habido siempre.

Tal vez tememos que, a pesar de sentirlos inferiores, antinaturales, débiles y degenerados, resistiendo a lo largo de la historia nos han demostrado que son más tolerantes, más inteligentes, y mucho más sensibles que los que marchan para no dejarlos casar.

Fuente: La evolución de una enfermedad nefasta

lunes, 6 de diciembre de 2010

Intervenciones médicas

Por José Playo

Era febrero, me había salido algo en el culo y el dolor era insoportable, así que hablé por teléfono con un primo que estudiaba medicina:

—¿Cómo empezó?
—No sé, ayer fui al baño, hice fuerza y me desfondé.
—¿Serán hemorroides?
—¿Y yo qué mierda sé? No doy más del dolor, recetame un calmante, o algo.
—No. Vas a tener que ir a que te revisen, por teléfono es imposible diagnosticar nada.
—Es un dolor de culo.
—Con más razón. Hay que ver qué tenés ahí abajo.

Mi frustración era demoledora. Odio los hospitales, los médicos, las salas de espera, el olor del alcohol. La primera vez que pisé uno fue porque me había roto el brazo en el jardín de infantes. Me enyesaron mal y después tuvieron que operarme y ponerme clavos. El codo nunca me quedó bien, me hace un ruido horrible cuando hay humedad.

—Hoy es sábado, ¿a dónde carajo se supone que vaya?

Llegué a la guardia pasado el mediodía. Estaba en ayunas desde hacía dos días, la idea de comer y pasar después al baño me aterrorizaba. Antes de entrar fumé tres cigarrillos en la vereda del frente para juntar coraje.

Buenosdíasnecesitounmédico —dije.
—¿Cuál es el problema?
—Me duele una cosa.
La mujer me miró por sobre sus anteojos y me indicó que me sentara a esperar. Le dije que prefería aguardar parado y estuve un buen rato dando vueltas, viendo cómo ingresaban un montón de esguinzados en partidos de fútbol. La mayoría venía saltando en una pata, del brazo de algún amigo. La sala de espera olía a vestuario.
Cuando el dolor de culo me estaba empezando a nublar la vista, me llamaron:

—¿Playo?

Era una doctora rubia de unos veinticinco. Me impactaron por igual sus ojos celestes y la curva de sus tetas debajo del guardapolvo. Era una chica muy linda y me hizo pasar a una sala donde había varias camillas separadas del resto por cortinas. Avancé entre gritos de parturientas, quejas de suturados, puteadas de maridos que se caen por las escaleras, hasta que llegamos a la última camilla, en el fondo, y nos metimos detrás de la cortina.

—¿Cuál es el problema?
—¿No hay un médico hombre?
—¿Prefiere que lo atienda un médico hombre
—No sé. Me da un poco de vergüenza.
—Soy profesional, de lo contrario no estaría acá.

¿Qué podía hacer? Tenía ante mí a la única posibilidad de acabar con ese sufrimiento y ella seguramente había previsto el riesgo de cruzarse en una guardia con ojetes como el mío.

—Es el culo. Tengo un dolor de culo que no le puedo explicar lo que es.
Sus ojos inmaculados estudiaron mi expresión abatida, las ojeras, el pelo desgreñado. Recuerdo que iba vestido con una bermuda holgada, una camisa con botones faltantes y un par de zapatos viejos.
—Voy a necesitar que te desvistas y te subas a la camilla a cuatro patas, para poder revisarte.

Mientras ella completaba unos datos en la planilla, me saqué la camisa, el pantalón y el calzoncillo. Me dejé, andá a saber por qué, los zapatos puestos, y subí para acomodarme. Desde donde estaba podía ver entre las cortinas a un viejito al que le estaban metiendo una inyección en el brazo en las camillas del frente. Le mantuve la mirada un instante y justo cuando la médica ponía sus manitos delicadas en cada uno de mis cachetes, bajé la cabeza.

—Ay —dije.
—Tenés una vena trombosada, flaco.
—¿Y eso?
—Seguramente has estado comiendo mal, o con nervios. Cuando estás así, lo peor que se puede hacer es fuerza para ir al baño.

Pensé en los exámenes que estaba preparando, en toda la mierda que había comido en los últimos meses mientras no despegaba el upite de la silla.

—Voy a traer un bisturí. Abrimos un poco, drenamos y suturamos.

Me volví sobre mi hombro. Su cabellera rubia asomaba por encima de mis cachetes blancos:

—¿Vos pensás meterme un bisturí en el culo ahora?
—Es la única forma. Con un poco de anestesia local ni lo sentís. Te corto la vena que te está molestando así te podés ir tranquilo.

Me incorporé como pude y bajé de la camilla haciéndole señas para que se diera vuelta y así poder vestirme.

—¿Adónde vas?
—A mi casa. Vos estás loca si creés que me voy a dejar cortar el culo arriba de una camilla en una guardia, un sábado a la tarde.
—Es la única forma.
—Será. Pero en las películas, cuando pasa algo como esto, avisan a los padres, a algún familiar, no sé.
—Es un procedimiento de rutina, flaco.
—Porque no es tu culo sino el mío. La idea me parece una locura. Yo ni-en-pe-do me dejo cortar acá. Menos con el viejo aquel mirándome. Esto es humillante y prefiero morirme solo en mi casa, como hacían los caciques viejos.

Intentó un par de argumentos más, algo que me disuadiera, pero ya era tarde. Corrí las cortinas y salí rengueando de ahí, mientras ella me observaba con la planilla en una mano y el estetoscopio hecho un bollo en la otra.
Aguanté a lo gaucho, durmiendo de costado, hasta el lunes. Le pedí a mi hermano que me acompañara a ver a un especialista. Apenas entramos al consultorio y le explicamos qué pasaba, el médico le pidió que me esperara afuera y me indicó que repitiera el procedimiento de subir en cuatro patas a la camilla.

—Esto te va a doler —dijo poniéndose un guante en la mano.

Según cuenta mi hermano, los gritos se escuchaban desde la sala de espera. El diagnóstico fue algo parecido a lo que me dijo la médica rubia de buenas tetas, pero este viejo, con años de culos entre sus manos, descartó la idea de meter bisturí:
—Eso es una burrada. Con ungüentos y una buena dieta, en un par de días estás curado. Meter cuchillo ahí atrás no tiene nada que ver, no sé quién será el animal que te dijo eso.

La dieta funcionó y en los exámenes me hicieron bosta
De toda esa experiencia aprendí que el cuerpo de uno es sagrado y que las segundas opiniones te pueden salvar el culo, literalmente. Mi hermano, mucho más pragmático, ganó una historia para contar en todas las reuniones hasta que se muera: cómo lo miró el médico cuando yo dije “me duele atrás”, creyéndolo responsable.
A la médica me la crucé una vez en un casamiento y estuve a esto de putearla, pero me hice el boludo y me limité a preguntar por su nombre y apellido. No quisiera correr el riesgo de volver a cruzarla.

Fuente: Las intervenciones médicas

domingo, 15 de agosto de 2010

La dificultad de comprar un libro

por Hernán Casciari

Las cosas empezaron con mal pie. Un grupo de editoriales en castellano encabezadas por Planeta, Random House Mondadori, Santillana, Wolters Kluwer, SM, Grup62, Roca Editorial, Anagrama, Maeva y Siruela se unieron en un portal de Internet llamado Libranda para ofrecer al público el mayor catálogo de libros electrónicos en idioma español.

Hasta aquí ningún problema, incluso al contrario. Pero resulta que, durante estas primeras semanas, el proyecto fue recibido con terribles críticas por la comunidad digital de los países interesados, España, la Argentina y México a la cabeza. Está medio mundo enojadísimo con las editoriales de habla hispana y su nueva propuesta de venta para libros electrónicos. Quizás decir "medio mundo" es exagerado: estamos enojadísimos los que leemos muchos libros, y los que queremos probar con las versiones digitales (es decir, leer en el iPad o en un lector tipo Kindle) para ver qué se siente y para decidir si vale la pena. Y es que no hay manera de poder comprar e-books en castellano con comodidad.

Vemos las facilidades que tienen los usuarios de lengua inglesa, francesa o alemana, y nos morimos de envidia. Según los usuarios que lo han intentado, comprar un libro es complicadísimo a raíz de la imperiosa necesidad editorial de no perder intermediarios. Y también caro. Y sobre todo engorroso. Las editoriales, por miedo a las descargas, intentan vender los libros con DRM, el mismo candado que intentaron poner, sin suerte, a los CD. El DRM es un método anticopia que provoca que el libro comprado sea inutilizable en los gadgets más populares: el iPad de Apple, y el lector Kindle de Amazon. Para los poco entendidos, es como si te compraras un libro tradicional en una librería y pudieras leerlo en el comedor, pero no en el baño de tu casa, ni en la playa. Los usuarios de libros en castellano están recurriendo cada vez más a la descarga de contenidos ilegales (escaneados por los mismos lectores) para calmar la demanda de literatura en soportes digitales.

Así están las cosas con el e-book en idioma castellano. Caro, inútil y difícil de comprar por lo fastidioso del proceso. No son pocos los expertos que ven en esta desidia empresarial de las editoriales una estrategia. No es estupidez ni falta de miras, sospechamos muchos, sino un modo de decir, dentro de uno o dos años, "lo intentamos, pero la gente rechazó la oferta y prefirió la piratería". Y para pedir subsidios y ayuda a los gobiernos, y para señalar a los que intentan acabar con la cultura. Al mismo tiempo, en el mercado anglosajón la empresa Amazon ya despachó más libros digitales que de papel en el último mes, mientras que Apple lleva vendidos millones y millones de tablets en todo el mundo.

La industria editorial está mirando el futuro con la mismísima miopía que, hace algunos años, miró el futuro la industria discográfica. Pero esta vez es peor, porque muchísima gente está alzando las manos, avisando del error, pidiendo libros, mostrándose dispuesta a consumir. No escuchan. No ven. Están más preocupados por conservar lo poquito que les queda que por reinventarse.

Fuente: Orsai

lunes, 9 de agosto de 2010

Educación y Medios

Mi amiga July C. planteó su inquietud sobre una materia que se llama Educación y Medios, y le interesan opiniones sobre las llamadas "nuevas tecnologias", pero no solo en la educación sino en la vida en general.


Considerando que, con lo que sé podría escribir un librito, y con lo que ignoro llenaría varias bibliotecas, esbozaré mi punto de vista.
  • Tema 1: Educación:
El modo de enseñar cambió -y sigue cambiando- porque los funcionarios del Ministerio (como casi todos los funcionarios) son ineptos. Antes se explicaba la NECESIDAD de tener un conocimiento, y con ello se incentivaba la curiosidad del alumno. Hoy se obliga a saber las fórmulas o el procedimiento, sin explicitar para que sirven.
En historia padecimos profesores que nos obligaban a aprender de memoria (o hacer un "machete" con) fechas, nombres y otros datos sin explicarnos las RAZONES ni cuestiones políticas de las epopeyas.

Anécdota real en la ENET Nº1 "Enrique Mosconi" de Quilmes, a dos meses de iniciado el año lectivo:
El Ingeniero Juan Carlos Casabona (excelente profesional y persona) terminó su cátedra sobre trigonometría con el consabido "¿Quien no entendió?".
Levanté la mano:
- ¿Que no entendió, alumno?
-Para serle franco... de principio de año hasta acá, nada.
- ¿Quien puede repetir lo que he explicado?
Mis compañeros se escondían bajo los pupitres.

Guardó sus bártulos en el portafolio, dijo un "Buenas tardes" y se retiró del aula.
Faltó las dos clases siguientes, y soporté humillaciones y agresiones de los otros discípulos.

En la tercera, reapareció, me miró y dijo...
- Veamos... ¿Que es lo que no se entiende?
Me puse de pié como correspondía (¡y corresponde!) y contesté:
- Para que sirve el seno, coseno y tangente...
- Bueno. Supongamos que le pidiera medir el obelisco. ¿Como lo haría
Me agrandé, y con mis 15 años, dije:
- ¿Con que elementos cuento?
Contrariamente a lo que esperaba, me dijo:
- ¿Que necesita?
- La llave para ingresar, por la escalinata interna, hasta arriba.
- Concedido. ¿Que más?
- Un listón para apoyar en la punta, un nivel y una cinta métrica hasta el suelo.
- Bien. Ahora debe medir una montaña, sin hacer un túnel ni perforarla.
- ¿...?
- Tome asiento. Lo obtiene con un teodolito y la aplicación de las funciones trigonométricas.

Nos despertó la curiosidad y estudiamos con ahínco tal, que todos salimos expertos en esa materia.
  • Tema 2: Tecnología
Hoy vivimos aferrados a los artefactos. El ordenador (computadora), teléfonos móviles y televisores, reemplazaron al contacto real entre amigos.
Ningún artefacto es bueno o malo por si mismo. Depende el uso que se les dé. Ese es el quid de la cuestión. Un revólver puede usarse para atacar o para defender. El teléfono es útil para comunicarse, pero nos desquician con llamadas ofertando lo que no precisamos, a cualquier hora.

Una computadora nos facilita información y conocimientos, pero usada con juegos agresivos que no incitan a pensar, es deformante. Muchos pasan horas con los video juegos "combatiendo y matando" por diversión (?).
El chateo por msn, en charlas banales y sin sentido, nos impide analizar gestos y/o silencios de nuestro interlocutor; y escribiendo "kmo ands?" le hacemos un flaco favor al idioma. Ídem celulares.
La TV es un excelente método audiovisual, pero ¿que nos ofertan las teledifusoras?
Programas basura, violencia callejera, culos, personajes mediáticos, farándula y violentas peliculas yankies ocupan el 95% del tiempo, y hay que agregarle la publicidad desquiciante que nos trata como compradores compulsivos.
En ese entorno se crían los chicos y jóvenes.

¿Cuándo se debe empezar la instrucción?
Una madre preguntó al especialista:
–¿Cuándo debo comenzar a enseñar a mi hijo?
–¿Cuándo nacerá el niño?
–¿Nacer? –respondió la mujer, ¡ya tiene cinco años!
–Estimada señora –respondió– lleva usted cinco años de retraso.

Conclusiones:
El respeto en el aula, se extravió junto al axioma "Si debes enseñar algo a alguien, primero enseñale a obedecer, y luego aprenderá lo que tu quieras", citado en Nuestro modo de vida.
La exaltación de un campeonato mundial de fútbol, genera más conocimiento sobre Maradona o Messi que sobre accidentes geográficos o historia.
Padres que no disponen de tiempo para sus hijos...

Contra esto deben lidiar los docentes.

¿Me equivoco? Hay otros motivos, sin duda.

Todas las opiniones -coincidan o no- son bienvenidas.

Textos relacionados:
Educación Siglo XXI
Deserción cero
Nuestro modo de vida
CASO Nº271: CASABONA Carlos María

domingo, 27 de junio de 2010

El entierro prematuro

Por Edgar Allan Poe

Hay ciertos temas de interés absorbente, pero demasiado horribles para ser objeto de una obra de mera ficción. Los simples novelistas deben evitarlos si no quieren ofender o desagradar. Sólo se tratan con propiedad cuando lo grave y majestuoso de la verdad los santifican y sostienen. Nos estremecemos, por ejemplo, con el más intenso "dolor agradable" ante los relatos del paso del Beresina, del terremoto de Lisboa, de la peste de Londres y de la matanza de San Bartolomé o de la muerte por asfixia de los ciento veintitrés prisioneros en el Agujero Negro de Calcuta. Pero en estos relatos lo excitante es el hecho, la realidad, la historia. Como ficciones, nos parecerían sencillamente abominables. He mencionado algunas de las más destacadas y augustas calamidades que registra la historia, pero en ellas el alcance, no menos que el carácter de la calamidad, es lo que impresiona tan vivamente la imaginación. No necesito recordar al lector que, del largo y horrible catálogo de miserias humanas, podría haber escogido muchos ejemplos individuales más llenos de sufrimiento esencial que cualquiera de esos inmensos desastres generales. La verdadera desdicha, la aflicción última, en realidad es particular, no difusa. ¡Demos gracias a Dios misericordioso que los horrorosos extremos de agonía los sufra el hombre individualmente y nunca en masa!
Ser enterrado vivo es, sin ningún género de duda, el más terrorífico extremo que jamás haya caído en suerte a un simple mortal. Que le ha caído en suerte con frecuencia, con mucha frecuencia, nadie con capacidad de juicio lo negará. Los límites que separan la vida de la muerte son, en el mejor de los casos, borrosos e indefinidos... ¿Quién podría decir dónde termina uno y dónde empieza el otro? Sabemos que hay enfermedades en las que se produce un cese total de las funciones aparentes de la vida, y, sin embargo, ese cese no es más que una suspensión, para llamarle por su nombre. Hay sólo pausas temporales en el incomprensible mecanismo. Transcurrido cierto período, algún misterioso principio oculto pone de nuevo en movimiento los mágicos piñones y las ruedas fantásticas. La cuerda de plata no quedó suelta para siempre, ni irreparablemente roto el vaso de oro. Pero, entretanto, ¿dónde estaba el alma? Sin embargo, aparte de la inevitable conclusión a priori de que tales causas deben producir tales efectos, de que los bien conocidos casos de vida en suspenso, una y otra vez, provocan inevitablemente entierros prematuros, aparte de esta consideración, tenemos el testimonio directo de la experiencia médica y del vulgo que prueba que en realidad tienen lugar un gran número de estos entierros. Yo podría referir ahora mismo, si fuera necesario, cien ejemplos bien probados. Uno de características muy asombrosas, y cuyas circunstancias igual quedan aún vivas en la memoria de algunos de mis lectores, ocurrió no hace mucho en la vecina ciudad de Baltimore, donde causó una conmoción penosa, intensa y muy extendida. La esposa de uno de los más respetables ciudadanos -abogado eminente y miembro del Congreso- fue atacada por una repentina e inexplicable enfermedad, que burló el ingenio de los médicos. Después de padecer mucho murió, o se supone que murió. Nadie sospechó, y en realidad no había motivos para hacerlo, de que no estaba verdaderamente muerta. Presentaba todas las apariencias comunes de la muerte. El rostro tenía el habitual contorno contraído y sumido. Los labios mostraban la habitual palidez marmórea. Los ojos no tenían brillo. Faltaba el calor. Cesaron las pulsaciones. Durante tres días el cuerpo estuvo sin enterrar, y en ese tiempo adquirió una rigidez pétrea. Resumiendo, se adelantó el funeral por el rápido avance de lo que se supuso era descomposición.

La dama fue depositada en la cripta familiar, que permaneció cerrada durante los tres años siguientes. Al expirar ese plazo se abrió para recibir un sarcófago, pero, ¡ay, qué terrible choque esperaba al marido cuando abrió personalmente la puerta! Al empujar los portones, un objeto vestido de blanco cayó rechinando en sus brazos. Era el esqueleto de su mujer con la mortaja puesta.

Una cuidadosa investigación mostró la evidencia de que había revivido a los dos días de ser sepultada, que sus luchas dentro del ataúd habían provocado la caída de éste desde una repisa o nicho al suelo, y al romperse el féretro pudo salir de él. Apareció vacía una lámpara que accidentalmente se había dejado llena de aceite, dentro de la tumba; puede, no obstante, haberse consumido por evaporación. En los peldaños superiores de la escalera que descendía a la espantosa cripta había un trozo del ataúd, con el cual, al parecer, la mujer había intentado llamar la atención golpeando la puerta de hierro. Mientras hacía esto, probablemente se desmayó o quizás murió de puro terror, y al caer, la mortaja se enredó en alguna pieza de hierro que sobresalía hacia dentro. Allí quedó y así se pudrió, erguida.

En el año 1810 tuvo lugar en Francia un caso de inhumación prematura, en circunstancias que contribuyen mucho a justificar la afirmación de que la verdad es más extraña que la ficción. La heroína de la historia era mademoiselle [señorita] Victorine Lafourcade, una joven de ilustre familia, rica y muy guapa. Entre sus numerosos pretendientes se contaba Julien Bossuet, un pobre littérateur [literato] o periodista de París. Su talento y su amabilidad habían despertado la atención de la heredera, que, al parecer, se había enamorado realmente de él, pero el orgullo de casta la llevó por fin a rechazarlo y a casarse con un tal Monsieur [señor] Rénelle, banquero y diplomático de cierto renombre. Después del matrimonio, sin embargo, este caballero descuidó a su mujer y quizá llegó a pegarle. Después de pasar unos años desdichados ella murió; al menos su estado se parecía tanto al de la muerte que engañó a todos quienes la vieron. Fue enterrada, no en una cripta, sino en una tumba común, en su aldea natal. Desesperado y aún inflamado por el recuerdo de su cariño profundo, el enamorado viajó de la capital a la lejana provincia donde se encontraba la aldea, con el romántico propósito de desenterrar el cadáver y apoderarse de sus preciosos cabellos. Llegó a la tumba. A medianoche desenterró el ataúd, lo abrió y, cuando iba a cortar los cabellos, se detuvo ante los ojos de la amada, que se abrieron. La dama había sido enterrada viva. Las pulsaciones vitales no habían desaparecido del todo, y las caricias de su amado la despertaron de aquel letargo que equivocadamente había sido confundido con la muerte. Desesperado, el joven la llevó a su alojamiento en la aldea. Empleó unos poderosos reconstituyentes aconsejados por sus no pocos conocimientos médicos. En resumen, ella revivió. Reconoció a su salvador. Permaneció con él hasta que lenta y gradualmente recobró la salud. Su corazón no era tan duro, y esta última lección de amor bastó para ablandarlo. Lo entregó a Bossuet. No volvió junto a su marido, sino que, ocultando su resurrección, huyó con su amante a América. Veinte años después, los dos regresaron a Francia, convencidos de que el paso del tiempo había cambiado tanto la apariencia de la dama, que sus amigos no podrían reconocerla. Pero se equivocaron, pues al primer encuentro monsieur Rénelle reconoció a su mujer y la reclamó. Ella rechazó la reclamación y el tribunal la apoyó, resolviendo que las extrañas circunstancias y el largo período transcurrido habían abolido, no sólo desde un punto de vista equitativo, sino legalmente la autoridad del marido.

La Revista de Cirugía de Leipzig, publicación de gran autoridad y mérito, que algún editor americano haría bien en traducir y publicar, relata en uno de los últimos números un acontecimiento muy penoso que presenta las mismas características.

Un oficial de artillería, hombre de gigantesca estatura y salud excelente, fue derribado por un caballo indomable y sufrió una contusión muy grave en la cabeza, que le dejó inconsciente. Tenía una ligera fractura de cráneo pero no se percibió un peligro inmediato. La trepanación se hizo con éxito. Se le aplicó una sangría y se adoptaron otros muchos remedios comunes. Pero cayó lentamente en un sopor cada vez más grave y por fin se le dio por muerto.

Hacía calor y lo enterraron con prisa indecorosa en uno de los cementerios públicos. Sus funerales tuvieron lugar un jueves. Al domingo siguiente, el parque del cementerio, como de costumbre, se llenó de visitantes, y alrededor del mediodía se produjo un gran revuelo, provocado por las palabras de un campesino que, habiéndose sentado en la tumba del oficial, había sentido removerse la tierra, como si alguien estuviera luchando abajo. Al principio nadie prestó demasiada atención a las palabras de este hombre, pero su evidente terror y la terca insistencia con que repetía su historia produjeron, al fin, su natural efecto en la muchedumbre. Algunos con rapidez consiguieron unas palas, y la tumba, vergonzosamente superficial, estuvo en pocos minutos tan abierta que dejó al descubierto la cabeza de su ocupante. Daba la impresión de que estaba muerto, pero aparecía casi sentado dentro del ataúd, cuya tapa, en furiosa lucha, había levantado parcialmente. Inmediatamente lo llevaron al hospital más cercano, donde se le declaró vivo, aunque en estado de asfixia. Después de unas horas volvió en sí, reconoció a algunas personas conocidas, y con frases inconexas relató sus agonías en la tumba.

Por lo que dijo, estaba claro que la víctima mantuvo la conciencia de vida durante más de una hora después de la inhumación, antes de perder los sentidos. Habían rellenado la tumba, sin percatarse, con una tierra muy porosa, sin aplastar, y por eso le llegó un poco de aire. Oyó los pasos de la multitud sobre su cabeza y a su vez trató de hacerse oír. El tumulto en el parque del cementerio, dijo, fue lo que seguramente lo despertó de un profundo sueño, pero al despertarse se dio cuenta del espantoso horror de su situación. Este paciente, según cuenta la historia, iba mejorando y parecía encaminado hacia un restablecimiento definitivo, cuando cayó víctima de la charlatanería de los experimentos médicos. Se le aplicó la batería galvánica y expiró de pronto en uno de esos paroxismos estáticos que en ocasiones produce.

La mención de la batería galvánica, sin embargo, me trae a la memoria un caso bien conocido y muy extraordinario, en que su acción resultó ser la manera de devolver la vida a un joven abogado de Londres que estuvo enterrado dos días. Esto ocurrió en 1831, y entonces causó profunda impresión en todas partes, donde era tema de conversación.

El paciente, el señor Edward Stapleton, había muerto, aparentemente, de fiebre tifoidea acompañada de unos síntomas anómalos que despertaron la curiosidad de sus médicos. Después de su aparente fallecimiento, se pidió a sus amigos la autorización para un examen postmórtem (autopsia), pero éstos se negaron. Como sucede a menudo ante estas negativas, los médicos decidieron desenterrar el cuerpo y examinarlo a conciencia, en privado. Fácilmente llegaron a un arreglo con uno de los numerosos grupos de ladrones de cadáveres que abundan en Londres, y la tercera noche después del entierro el supuesto cadáver fue desenterrado de una tumba de ocho pies de profundidad y depositado en el quirófano de un hospital privado.

Al practicársele una incisión de cierta longitud en el abdomen, el aspecto fresco e incorrupto del sujeto sugirió la idea de aplicar la batería. Hicieron sucesivos experimentos con los efectos acostumbrados, sin nada de particular en ningún sentido, salvo, en una o dos ocasiones, una apariencia de vida mayor de la norma en cierta acción convulsiva.

Era ya tarde. Iba a amanecer y se creyó oportuno, al fin, proceder inmediatamente a la disección. Pero uno de los estudiosos tenía un deseo especial de experimentar una teoría propia e insistió en aplicar la batería a uno de los músculos pectorales. Tras realizar una tosca incisión, se estableció apresuradamente un contacto; entonces el paciente, con un movimiento rápido pero nada convulsivo, se levantó de la mesa, caminó hacia el centro de la habitación, miró intranquilo a su alrededor unos instantes y entonces habló. Lo que dijo fue ininteligible, pero pronunció algunas palabras, y silabeaba claramente. Después de hablar, se cayó pesadamente al suelo.

Durante unos momentos todos se quedaron paralizados de espanto, pero la urgencia del caso pronto les devolvió la presencia de ánimo. Se vio que el señor Stapleton estaba vivo, aunque sin sentido. Después de administrarle éter volvió en sí y rápidamente recobró la salud, retornando a la sociedad de sus amigos, a quienes, sin embargo, se les ocultó toda noticia sobre la resurrección hasta que ya no se temía una recaída. Es de imaginar la maravilla de aquellos y su extasiado asombro.

El dato más espeluznante de este incidente, sin embargo, se encuentra en lo que afirmó el mismo señor Stapleton. Declaró que en ningún momento perdió todo el sentido, que de un modo borroso y confuso percibía todo lo que le estaba ocurriendo desde el instante en que fuera declarado muerto por los médicos hasta cuando cayó desmayado en el piso del hospital. "Estoy vivo", fueron las incomprendidas palabras que, al reconocer la sala de disección, había intentado pronunciar en aquel grave instante de peligro.

Sería fácil multiplicar historias como éstas, pero me abstengo, porque en realidad no nos hacen falta para establecer el hecho de que suceden entierros prematuros. Cuando reflexionamos, en las raras veces en que, por la naturaleza del caso, tenemos la posibilidad de descubrirlos, debemos admitir que tal vez ocurren más frecuentemente de lo que pensamos. En realidad, casi nunca se han removido muchas tumbas de un cementerio, por alguna razón, sin que aparecieran esqueletos en posturas que sugieren la más espantosa de las sospechas. La sospecha es espantosa, pero es más espantoso el destino. Puede afirmarse, sin vacilar, que ningún suceso se presta tanto a llevar al colmo de la angustia física y mental como el enterramiento antes de la muerte. La insoportable opresión de los pulmones, las emanaciones sofocantes de la tierra húmeda, la mortaja que se adhiere, el rígido abrazo de la estrecha morada, la oscuridad de la noche absoluta, el silencio como un mar que abruma, la invisible pero palpable presencia del gusano vencedor; estas cosas, junto con los deseos del aire y de la hierba que crecen arriba, con el recuerdo de los queridos amigos que volarían a salvarnos si se enteraran de nuestro destino, y la conciencia de que nunca podrán saberlo, de que nuestra suerte irremediable es la de los muertos de verdad, estas consideraciones, digo, llevan el corazón aún palpitante a un grado de espantoso e insoportable horror ante el cual la imaginación más audaz retrocede. No conocemos nada tan angustioso en la Tierra, no podemos imaginar nada tan horrible en los dominios del más profundo Infierno. Y por eso todos los relatos sobre este tema despiertan un interés profundo, interés que, sin embargo, gracias a la temerosa reverencia hacia este tema, depende justa y específicamente de nuestra creencia en la verdad del asunto narrado. Lo que voy a contar ahora es mi conocimiento real, mi experiencia efectiva y personal..

Durante varios años sufrí ataques de ese extraño trastorno que los médicos han decidido llamar catalepsia, a falta de un nombre que mejor lo defina. Aunque tanto las causas inmediatas como las predisposiciones e incluso el diagnóstico de esta enfermedad siguen siendo misteriosas, su carácter evidente y manifiesto es bien conocido. Las variaciones parecen serlo, principalmente, de grado. A veces el paciente se queda un solo día o incluso un período más breve en una especie de exagerado letargo. Está inconsciente y externamente inmóvil, pero las pulsaciones del corazón aún se perciben débilmente; quedan unos indicios de calor, una leve coloración persiste en el centro de las mejillas y, al aplicar un espejo a los labios, podemos detectar una torpe, desigual y vacilante actividad de los pulmones. Otras veces el trance dura semanas e incluso meses, mientras el examen más minucioso y las pruebas médicas más rigurosas no logran establecer ninguna diferencia material entre el estado de la víctima y lo que concebimos como muerte absoluta. Por regla general, lo salvan del entierro prematuro sus amigos, que saben que sufría anteriormente de catalepsia, y la consiguiente sospecha, pero sobre todo le salva la ausencia de corrupción. La enfermedad, por fortuna, avanza gradualmente. Las primeras manifestaciones, aunque marcadas, son inequívocas. Los ataques son cada vez más característicos y cada uno dura más que el anterior. En esto reside la mayor seguridad, de cara a evitar la inhumación. El desdichado cuyo primer ataque tuviera la gravedad con que en ocasiones se presenta, sería casi inevitablemente llevado vivo a la tumba.

Mi propio caso no difería en ningún detalle importante de los mencionados en los textos médicos. A veces, sin ninguna causa aparente, me hundía poco a poco en un estado de semisíncope, o casi desmayo, y ese estado, sin dolor, sin capacidad de moverme, o realmente de pensar, pero con una borrosa y letárgica conciencia de la vida y de la presencia de los que rodeaban mi cama, duraba hasta que la crisis de la enfermedad me devolvía, de repente, el perfecto conocimiento. Otras veces el ataque era rápido, fulminante. Me sentía enfermo, aterido, helado, con escalofríos y mareos, y, de repente, me caía postrado. Entonces, durante semanas, todo estaba vacío, negro, silencioso y la nada se convertía en el universo. La total aniquilación no podía ser mayor. Despertaba, sin embargo, de estos últimos ataques lenta y gradualmente, en contra de lo repentino del acceso. Así como amanece el día para el mendigo que vaga por las calles en la larga y desolada noche de invierno, sin amigos ni casa, así lenta, cansada, alegre volvía a mí la luz del alma. Pero, aparte de esta tendencia al síncope, mi salud general parecía buena, y no hubiera podido percibir que sufría esta enfermedad, a no ser que una peculiaridad de mi sueño pudiera considerarse provocada por ella. Al despertarme, nunca podía recobrar en seguida el uso completo de mis facultades, y permanecía siempre durante largo rato en un estado de azoramiento y perplejidad, ya que las facultades mentales en general y la memoria en particular se encontraban en absoluta suspensión.

En todos mis padecimientos no había sufrimiento físico, sino una infinita angustia moral. Mi imaginación se volvió macabra. Hablaba de "gusanos, de tumbas, de epitafios". Me perdía en meditaciones sobre la muerte, y la idea del entierro prematuro se apoderaba de mi mente. El espeluznante peligro al cual estaba expuesto me obsesionaba día y noche. Durante el primero, la tortura de la meditación era excesiva; durante la segunda, era suprema, Cuando las tétricas tinieblas se extendían sobre la tierra, entonces, presa de los más horribles pensamientos, temblaba, temblaba como las trémulas plumas de un coche fúnebre. Cuando mi naturaleza ya no aguantaba la vigilia, me sumía en una lucha que al fin me llevaba al sueño, pues me estremecía pensando que, al despertar, podía encontrarme metido en una tumba. Y cuando, por fin, me hundía en el sueño, lo hacía sólo para caer de inmediato en un mundo de fantasmas, sobre el cual flotaba con inmensas y tenebrosas alas negras la única, predominante y sepulcral idea. De las innumerables imágenes melancólicas que me oprimían en sueños elijo para mi relato una visión solitaria. Soñé que había caído en un trance cataléptico de más duración y profundidad que lo normal. De repente una mano helada se posó en mi frente y una voz impaciente, farfullante, susurró en mi oído: "¡Levántate!"

Me incorporé. La oscuridad era total. No podía ver la figura del que me había despertado. No podía recordar ni la hora en que había caído en trance, ni el lugar en que me encontraba. Mientras seguía inmóvil, intentando ordenar mis pensamientos, la fría mano me agarró con fuerza por la muñeca, sacudiéndola con petulancia, mientras la voz farfullante decía de nuevo:

-¡Levántate! ¿No te he dicho que te levantes?

-¿Y tú - pregunté- quién eres?

-No tengo nombre en las regiones donde habito -replicó la voz tristemente-. Fui un hombre y soy un espectro. Era despiadado, pero soy digno de lástima. Ya ves que tiemblo. Me rechinan los dientes cuando hablo, pero no es por el frío de la noche, de la noche eterna. Pero este horror es insoportable. ¿Cómo puedes dormir tú tranquilo? No me dejan descansar los gritos de estas largas agonías. Estos espectáculos son más de lo que puedo soportar. ¡Levántate! Ven conmigo a la noche exterior, y deja que te muestre las tumbas. ¿No es este un espectáculo de dolor?... ¡Mira!

Miré, y la figura invisible que aún seguía apretándome la muñeca consiguió abrir las tumbas de toda la humanidad, y de cada una salían las irradiaciones fosfóricas de la descomposición, de forma que pude ver sus más escondidos rincones y los cuerpos amortajados en su triste y solemne sueño con el gusano. Pero, ¡ay!, los que realmente dormían, aunque fueran muchos millones, eran menos que los que no dormían en absoluto, y había una débil lucha, y había un triste y general desasosiego, y de las profundidades de los innumerables pozos salía el melancólico frotar de las vestiduras de los enterrados. Y, entre aquellos que parecían descansar tranquilos, vi que muchos habían cambiado, en mayor o menor grado, la rígida e incómoda postura en que fueron sepultados. Y la voz me habló de nuevo, mientras contemplaba:

-¿No es esto, ¡ah!, acaso un espectáculo lastimoso?

Pero, antes de que encontrara palabras para contestar, la figura había soltado mi muñeca, las luces fosfóricas se extinguieron y las tumbas se cerraron con repentina violencia, mientras de ellas salía un tumulto de gritos desesperados, repitiendo: "¿No es esto, ¡Dios mío!, acaso un espectáculo lastimoso?"

Fantasías como ésta se presentaban por la noche y extendían su terrorífica influencia incluso en mis horas de vigilia. Mis nervios quedaron destrozados, y fui presa de un horror continuo. Ya no me atrevía a montar a caballo, a pasear, ni a practicar ningún ejercicio que me alejara de casa. En realidad, ya no me atrevía a fiarme de mí lejos de la presencia de los que conocían mi propensión a la catalepsia, por miedo de que, en uno de esos ataques, me enterraran antes de conocer mi estado realmente. Dudaba del cuidado y de la lealtad de mis amigos más queridos. Temía que, en un trance más largo de lo acostumbrado, se convencieran de que ya no había remedio. Incluso llegaba a temer que, como les causaba muchas molestias, quizá se alegraran de considerar que un ataque prolongado era la excusa suficiente para librarse definitivamente de mí. En vano trataban de tranquilizarme con las más solemnes promesas. Les exigía, con los juramentos más sagrados, que en ninguna circunstancia me enterraran hasta que la descomposición estuviera tan avanzada, que impidiese la conservación. Y aun así mis terrores mortales no hacían caso de razón alguna, no aceptaban ningún consuelo. Empecé con una serie de complejas precauciones. Entre otras, mandé remodelar la cripta familiar de forma que se pudiera abrir fácilmente desde dentro. A la más débil presión sobre una larga palanca que se extendía hasta muy dentro de la cripta, se abrirían rápidamente los portones de hierro. También estaba prevista la entrada libre de aire y de luz, y adecuados recipientes con alimentos y agua, al alcance del ataúd preparado para recibirme. Este ataúd estaba acolchado con un material suave y cálido y dotado de una tapa elaborada según el principio de la puerta de la cripta, incluyendo resortes ideados de forma que el más débil movimiento del cuerpo sería suficiente para que se soltara. Aparte de esto, del techo de la tumba colgaba una gran campana, cuya soga pasaría (estaba previsto) por un agujero en el ataúd y estaría atada a una mano del cadáver. Pero, ¡ay!, ¿de qué sirve la precaución contra el destino del hombre? ¡Ni siquiera estas bien urdidas seguridades bastaban para librar de las angustias más extremas de la inhumación en vida a un infeliz destinado a ellas!

Llegó una época -como me había ocurrido antes a menudo- en que me encontré emergiendo de un estado de total inconsciencia a la primera sensación débil e indefinida de la existencia. Lentamente, con paso de tortuga, se acercaba el pálido amanecer gris del día psíquico. Un desasosiego aletargado. Una sensación apática de sordo dolor. Ninguna preocupación, ninguna esperanza, ningún esfuerzo. Entonces, después de un largo intervalo, un zumbido en los oídos. Luego, tras un lapso de tiempo más largo, una sensación de hormigueo o comezón en las extremidades; después, un período aparentemente eterno de placentera quietud, durante el cual las sensaciones que se despiertan luchan por transformarse en pensamientos; más tarde, otra corta zambullida en la nada; luego, un súbito restablecimiento. Al fin, el ligero estremecerse de un párpado; e inmediatamente después, un choque eléctrico de terror, mortal e indefinido, que envía la sangre a torrentes desde las sienes al corazón. Y entonces, el primer esfuerzo por pensar. Y entonces, el primer intento de recordar. Y entonces, un éxito parcial y evanescente. Y entonces, la memoria ha recobrado tanto su dominio, que, en cierta medida, tengo conciencia de mi estado. Siento que no me estoy despertando de un sueño corriente. Recuerdo que he sufrido de catalepsia. Y entonces, por fin, como si fuera la embestida de un océano, el único peligro horrendo, la única idea espectral y siempre presente abruma mi espíritu estremecido.

Unos minutos después de que esta fantasía se apoderase de mí, me quedé inmóvil. ¿Y por qué? No podía reunir valor para moverme. No me atrevía a hacer el esfuerzo que desvelara mi destino, sin embargo algo en mi corazón me susurraba que era seguro. La desesperación -tal como ninguna otra clase de desdicha produce-, sólo la desesperación me empujó, después de una profunda duda, a abrir mis pesados párpados. Los levanté. Estaba oscuro, todo oscuro. Sabía que el ataque había terminado. Sabía que la situación crítica de mi trastorno había pasado. Sabía que había recuperado el uso de mis facultades visuales, y, sin embargo, todo estaba oscuro, oscuro, con la intensa y absoluta falta de luz de la noche que dura para siempre.

Intenté gritar, y mis labios y mi lengua reseca se movieron convulsivamente, pero ninguna voz salió de los cavernosos pulmones, que, oprimidos como por el peso de una montaña, jadeaban y palpitaban con el corazón en cada inspiración laboriosa y difícil. El movimiento de las mandíbulas, en el esfuerzo por gritar, me mostró que estaban atadas, como se hace con los muertos. Sentí también que yacía sobre una materia dura, y algo parecido me apretaba los costados. Hasta entonces no me había atrevido a mover ningún miembro, pero al fin levanté con violencia mis brazos, que estaban estirados, con las muñecas cruzadas. Chocaron con una materia sólida, que se extendía sobre mi cuerpo a no más de seis pulgadas de mi cara. Ya no dudaba de que reposaba al fin dentro de un ataúd.

Y entonces, en medio de toda mi infinita desdicha, vino dulcemente la esperanza, como un querubín, pues pensé en mis precauciones. Me retorcí e hice espasmódicos esfuerzos para abrir la tapa: no se movía. Me toqué las muñecas buscando la soga: no la encontré. Y entonces mi consuelo huyó para siempre, y una desesperación aún más inflexible reinó triunfante pues no pude evitar percatarme de la ausencia de las almohadillas que había preparado con tanto cuidado, y entonces llegó de repente a mis narices el fuerte y peculiar olor de la tierra húmeda. La conclusión era irresistible. No estaba en la cripta. Había caído en trance lejos de casa, entre desconocidos, no podía recordar cuándo y cómo, y ellos me habían enterrado como a un perro, metido en algún ataúd común, cerrado con clavos, y arrojado bajo tierra, bajo tierra y para siempre, en alguna tumba común y anónima.

Cuando este horrible convencimiento se abrió paso con fuerza hasta lo más íntimo de mi alma, luché una vez más por gritar. Y este segundo intento tuvo éxito. Un largo, salvaje y continuo grito o alarido de agonía resonó en los recintos de la noche subterránea.

-Oye, oye, ¿qué es eso? -dijo una áspera voz, como respuesta.

-¿Qué diablos pasa ahora? -dijo un segundo..

-¡Fuera de ahí! -dijo un tercero.

-¿Por qué aúlla de esa manera, como un gato montés? -dijo un cuarto.

Y entonces unos individuos de aspecto rudo me sujetaron y me sacudieron sin ninguna consideración. No me despertaron del sueño, pues estaba completamente despierto cuando grité, pero me devolvieron la plena posesión de mi memoria.

Esta aventura ocurrió cerca de Richmond, en Virginia. Acompañado de un amigo, había bajado, en una expedición de caza, unas millas por las orillas del río James. Se acercaba la noche cuando nos sorprendió una tormenta. La cabina de una pequeña chalupa anclada en la corriente y cargada de tierra vegetal nos ofreció el único refugio asequible. Le sacamos el mayor provecho posible y pasamos la noche a bordo. Me dormí en una de las dos literas; no hace falta describir las literas de una chalupa de sesenta o setenta toneladas. La que yo ocupaba no tenía ropa de cama. Tenía una anchura de dieciocho pulgadas. La distancia entre el fondo y la cubierta era exactamente la misma. Me resultó muy difícil meterme en ella. Sin embargo, dormí profundamente, y toda mi visión -pues no era ni un sueño ni una pesadilla- surgió naturalmente de las circunstancias de mi postura, de la tendencia habitual de mis pensamientos, y de la dificultad, que ya he mencionado, de concentrar mis sentidos y sobre todo de recobrar la memoria durante largo rato después de despertarme. Los hombres que me sacudieron eran los tripulantes de la chalupa y algunos jornaleros contratados para descargarla. De la misma carga procedía el olor a tierra. La venda en torno a las mandíbulas era un pañuelo de seda con el que me había atado la cabeza, a falta de gorro de dormir.

Las torturas que soporté, sin embargo, fueron indudablemente iguales en aquel momento a las de la verdadera sepultura. Eran de un horror inconcebible, increíblemente espantosas; pero del mal procede el bien, pues su mismo exceso provocó en mi espíritu una reacción inevitable. Mi alma adquirió temple, vigor. Salí fuera. Hice ejercicios duros. Respiré aire puro. Pensé en más cosas que en la muerte. Abandoné mis textos médicos. Quemé el libro de Buchan. No leí más pensamientos nocturnos, ni grandilocuencias sobre cementerios, ni cuentos de miedo como éste. En muy poco tiempo me convertí en un hombre nuevo y viví una vida de hombre. Desde aquella noche memorable descarté para siempre mis aprensiones sepulcrales y con ellas se desvanecieron los achaques catalépticos, de los cuales quizá fueran menos consecuencia que causa. Hay momentos en que, incluso para el sereno ojo de la razón, el mundo de nuestra triste humanidad puede parecer el infierno, pero la imaginación del hombre no es Caratis para explorar con impunidad todas sus cavernas. ¡Ay!, la torva legión de los terrores sepulcrales no se puede considerar como completamente imaginaria, pero los demonios, en cuya compañía Afrasiab hizo su viaje por el Oxus, tienen que dormir o nos devorarán..., hay que permitirles que duerman, o pereceremos.

Fuente: Ciudad Seva

domingo, 10 de enero de 2010

"Martín Fierro" - Selección

Versos seleccionados del "Martín Fierro"
Nota: Algunas palabras han sido corregidas, para hacer más sencilla su lectura.

12
No me hago al lao de la güeya
Aunque vengan degollando,
Con los blandos yo soy blando
Y soy duro con los duros
,
Y ninguno en un apuro
Me ha visto andar titubiando.

13
En el peligro, ¡qué Cristos!
El corazón se me ensancha,
Pues toda la tierra es cancha,
Y de eso nadie se asombre:
El que se tiene por hombre
Donde quiere hace pata ancha.


18
Y sepan cuantos escuchan
De mis penas el relato,
Que nunca peleo ni mato
Sino por necesidad,
Y que a tanta adversidad
Sólo me arrojó el mal trato.


20
Ninguno me hable de penas,
porque yo penando vivo,
y nadie se muestre altivo
aunque en el estribo esté:
que suele quedarse a pie
el gaucho mas advertido
.

239
Para el son los calabozos,
para el las duras prisiones,
en su boca no hay razones
aunque la razón le sobre;
que son campanas de palo
las razones de los pobres.

291
Amigazo, pa sufrir
han nacido los varones;
estas son las ocasiones
de mostrarse un hombre juerte,
hasta que venga la muerte
y lo agarre a coscorrones.

302
¡Quién es de una alma tan dura
que no quiera una mujer!
Lo alivia en su padecer:
si no sale calavera
es la mejor compañera

que el hombre puede tener.

303
Si es güena, no lo abandona
cuando lo ve desgraciao,
lo asiste con su cuidao,
y con afán cariñoso,
y usté tal vez ni un rebozo
ni una pollera le ha dao.

311
No me gusta que otro gallo
le cacaree a mi gallina;
yo andaba ya con la espina,
hasta que en una ocasión
lo pillé junto al fogón
abrazándome a la china.

319
¡Es zonzo el cristiano macho
cuando el amor lo domina!
Él la miraba a la indigna,
y una cosa tan jedionda
sentí yo, que ni en la fonda
he visto tal jedentina.

321
Cuando la mula recula,
señal que quiere cociar,
ansí se suele portar
aunque ella lo disimula;
recula como la mula
la mujer, para olvidar.

322
Alcé mis ponchos y mis prendas
y me largué a padecer
por culpa de una mujer
que quiso engañar a dos;
al rancho le dije adiós,
para nunca más volver.

323
Las mujeres, dende entonces,
conocí a todas en una;
ya no he de probar fortuna
con carta tan conocida:
mujer y perra parida,
¡no se me acerca ninguna!.

358
Y dejo rodar la bola,
que algún día ha de parar
tiene el gaucho que aguantar
hasta que lo trague el hoyo,
o hasta que venga algún criollo
en esta tierra a mandar
.

365
De los males que sufrimos
hablan mucho los puebleros,
pero hacen como los teros
para esconder sus niditos:
en un lao pegan los gritos
y en otro tienen los güevos.

369
Dios formó lindas las flores,
delicadas como son;
le dio toda perfeción
y cuanto él era capaz,
pero al hombre le dio más
cuando le dio el corazón.

370
Le dio claridá a la luz,
juerza en su carrera al viento,
le dio vida y movimiento
desde el águila al gusano;
pero más le dio al cristiano
al darle el entendimiento.

375
Yo sé que allá los caciques
amparan a los cristianos,
y que los tratan de "hermanos"
cuando se van por su gusto.
¡A qué andar pasando sustos!
Alcemos el poncho y vamos.

378
No hemos de perder el rumbo:
los dos somos buena yunta.
El que es gaucho ve ande apunta
aunque inora ande se encuentra;
pa el lao en que el sol se entra
doblan los pastos la punta
.

388
En este punto el cantor
buscó un porrón pa consuelo,
echó un trago como un cielo,
dando fin a su argumento;
y de un golpe el instrumento
lo hizo astillas contra el suelo.

389
Rompo, dijo, la guitarra,
pa no volverme a tentar;
ninguno la ha de tocar,
por siguro tengaló;
pues naides ha de cantar
cuando este gaucho cantó.

391
Cruz y Fierro de una estancia
una tropilla se arriaron;
por delante se la echaron
como criollos entendidos,
y pronto sin ser sentidos
por la frontera cruzaron.

393
Y siguiendo el fiel del rumbo
se entraron en el desierto,
no sé si los habrán muerto
en alguna correría,
pero espero que algún día
sabré de ellos algo cierto.

394
Y ya con estas noticias
mi relación acabé;
por ser ciertas las conté,
todas la desgracias dichas:
es un telar de desdichas
cada gaucho que usté ve.

395
Pero ponga su esperanza
en el Dios que lo formó;
y aquí me despido yo
que he relatao a mi modo
MALES QUE CONOCEN TODOS,
PERO QUE NADIE CONTÓ
.

Fuente: El gaucho Martín Fierro" de José Hernández.

Continuación: "Martín Fierro" - Selección de la segunda parte

"Martín Fierro" - Selección de la segunda parte

Versos seleccionados de "La vuelta de Martín Fierro"
Nota: Algunas palabras han sido corregidas, para hacer más sencilla su lectura.
Algunas palabras gauchescas tienen su definición [] debajo del artículo.

406
Yo he conocido cantores
que era un gusto el escuchar;
mas no quieren opinar
y se divierten cantando;
pero yo canto opinando,
que es mi modo de cantar.

408
Lo que pinta este pincel
ni el tiempo lo ha de borrar;
ninguno se ha de animar
a corregirme la plana;
no pinta quien tiene gana
sino quien sabe pintar
.

409
Y no piensen los oyentes
que del saber hago alarde;
he conocido aunque tarde,
sin haberme arrepentido,
que es pecado cometido
el decir ciertas verdades
.

422
Déjenmé tomar un trago:
estas son otras cuarenta
mi garganta esta sedienta,
y de esto no me abochorno,
pues el viejo, como el horno,
por la boca se calienta.

436
Se debe ser mas prudente
cuando el peligro es mayor;
siempre se salva mejor
andando con advertencia
porque no está la prudencia
reñida con el valor
.

453
El mal es árbol que crece
y que cortado retoña;
la gente esperta o bisoña
sufre de infinitos modos;
la tierra es madre de todos,
pero también da ponzoña.

454
Mas todo varón prudente
sufre tranquilo sus males;
yo siempre los hallo iguales
en cualquier senda que elijo;
la desgracia tiene hijos,
aunque ella no tiene madre.

455
Y al que le toca la herencia,
donde quiera halla su ruina:
lo que la suerte destina
no puede el hombre evitar,
porque el cardo ha de pinchar
es que nace con espinas
.

470
En semejante ejercicio
se hace diestro el cazador:
cai el piche engordador,
cai el pájaro que trina;
todo bicho que camina
va a parar al asador
.

472
El que vive de la caza
a cualquier bicho se atreve,
que pluma o cáscara lleve,
pues, cuando la hambre se siente,
el hombre le clava el diente
a todo lo que se mueve.

474
Y aves y bichos y peces
se mantienen de mil modos:
pero el hombre, en su acomodo
es curioso de observar:
es el que sabe llorar
y es el que los come a todos
.



510
Cuando el hombre es mas salvaje
trata pior a la mujer:
yo no sé que pueda haber
sin ella dicha ni goce.
¡Feliz el que la conoce
y logra hacerse querer!

511
Todo el que entiende la vida
busca a su lao los placeres;
justo es que las considere
el hombre de corazón;
sólo los cobardes son
valientes con sus mujeres.


513
No se hallará una mujer
a la que esto no le cuadre;
yo alabo al Eterno Padre,
no porque las hizo bellas,
sino porque a todas ellas
les dió corazón de madre.


528
Quien recibe beneficios
jamás los debe olvidar
;
y al que tiene que rodar
en su vida trabajosa,
le pasan a veces cosas
que son duras de pelar.


644
¡Todo es cielo y horizonte
en inmenso campo verde!
¡Pobre de aquel que se pierde
o que su rumbo extravea!
Si alguien cruzarlo desea,
este consejo recuerde:

645
Marque su rumbo de día
con toda fidelidad;
marche con puntualidad,
siguiéndoló con fijeza,
y, si duerme, la cabeza
ponga para el lao que va
.

646
Oserve con todo esmero
adonde el sol aparece;
si hay neblina y le entorpece
y no lo puede oservar,
guárdese de caminar,
pues quien se pierde perece.

647
Dios le dió instintos sutiles
a toditos los mortales;
el hombre es uno de tales,
y en las llanuras aquellas,
lo guían el sol, las estrellas,
el viento y los animales.



656 (El hijo mayor de Martín Fierro)
Aunque el gajo se parece
al árbol de donde sale,
solía decirlo mi madre,
y en su razón estoy fijo:
"Jamás puede hablar el hijo
con la autoridad del padre"
.


670
"A la justicia ordinaria
voy a mandar a los tres."
Tenia razón aquel Juez,
y cuantos ansí amenacen;
ordinaria... Es como la hacen:
lo he conocido después.

671
Nos remitió, como digo,
a esa justicia ordinaria,
y fuimos con la sumaria
a esa cárcel de malevos
que, por un bautismo nuevo,
le llaman penitenciaria.

672
El porqué tiene ese nombre
naides me lo dijo a mí,
mas yo me lo esplico ansí:
le diran penitenciaria
por la penitencia diaria,
que se sufre estando allí.


725 (El hijo segundo de Martín Fierro)
El Juez vino sin tardanza
cuanto falleció la vieja.
"De los bienes que te deja",
me dijo, "Yo he de cuidar:
es un rodeo regular
y dos majadas de ovejas".


731
Me llevó consigo un viejo
que pronto mostró la hilacha,
dejaba ver por la facha
que era medio cimarrón,
muy renegao, muy ladrón,
y le llamaban Vizcacha.


752
Cuando mozo fué casao,
aunque yo lo desconfío,
y decía un amigo mío
que, de arrebatao y malo,
mató a su mujer de un palo
porque le dió un mate frío
.




755
siempre andaba retobao:
con ninguno solía hablar;
se divertía en escarbar
y hacer marcas con el dedo,
y en cuanto se ponía en pedo
me empezaba a aconsejar.

756 (Con el Viejo Vizcacha)
Me parece que lo veo
con su poncho calamaco,
despues de echar un güen taco,
ansí principiaba a hablar:
"Jamás llegues a parar
ande veas perros flacos."

757
"El primer cuidao del hombre
es defender el pellejo.
Lleváte de mi consejo,
fijáte bien en lo que hablo:
el diablo sabe por diablo,
pero más sabe por viejo."


758
"Hacéte amigo del Juez;
no le des de que quejarse;
y cuando quiera enojarse
vos te debés encoger,
pues siempre es güeno tener
palenque ande ir a rascarse."

759
"Nunca le llevés la contra,
porque él manda la gavilla:
allí sentao en su silla,
ningún güey le sale bravo;
a uno le da con el clavo
y a otro con la cantramilla."

760
"El hombre, hasta el más soberbio,
con más espinas que un tala,
aflueja andando en la mala
y es blando como manteca:
hasta la hacienda baguala
cai al jagüel con la seca."


761
"No andés cambiando de cueva;
hacé las que hace el ratón.
Conserváte en el rincón
en que empezó tu esistencia:
vaca que cambia querencia
se atrasa en la parición."

762
Y menudiando los tragos
aquel viejo, como cerro,
"No olvidés", me decía,"Fierro,
que el hombre no debe crer
en lágrimas de mujer
ni en la renguera del perro
."

763
"No te debes afligir
aunque el mundo se desplome.
Lo que más precisa el hombre
tener, según yo discurro,
es la memoria del burro,
que nunca olvida ande come
.

764
"Deja que caliente el horno
el dueño del amasijo;
lo que es yo, nunca me aflijo
y a todito me hago el sordo:
el cerdo vive tan gordo,
y se come hasta los hijos."

765
"El zorro que ya es corrido
dende lejos la olfatea;
no se apure quien desea
hacer lo que le aproveche
la vaca que más rumea
es la que da mejor leche."

766
"El que gana su comida
bueno es que en silencio coma;
ansina, vos, ni por broma
querás llamar la atención:
nunca escapa el cimarrón
si dispara por la loma."

767
"Yo voy donde me conviene
y jamás me descarrío;
lleváte el ejemplo mío,
y llenarás la barriga:
aprendé de las hormigas:
no van a un noque vacío."

768
"A naides tengás envidia:
es muy triste el envidiar;
cuando veás a otro ganar,
a estorbarlo no te metas:
cada lechón en su teta
es el modo de mamar."


769
"Ansí se alimentan muchos
mientras los pobres lo pagan;
como el cordero hay quien lo haga
en la puntita, no niego;
pero otros, como el borrego,
todo entera se la tragan."

770
"Si buscás vivir tranquilo
dedicate a solteriar
más si te querés casar,
con esta alvertencia sea:
que es muy difícil guardar
prenda que otros codicean."

771
"Es un bicho la mujer
que yo aquí no lo destapo,
siempre quiere al hombre guapo;
mas fijate en la elección,
porque tiene el corazón
como barriga de sapo."


772
Y gangoso con la tranca,
me solia decir: "Potrillo,
recién te apunta el cormillo,
mas te lo dice un toruno:
no dejés que hombre ninguno
te gane el lao del cuchillo."

773
"Las armas son necesarias,
pero naides sabe cuándo;
ansina, si andás pasiando,
y de noche sobre todo,
debés llevarlo de modo
que al salir, salga cortando."

774
"Los que no saben guardar
son pobres aunque trabajen;
nunca, por más que se atajen,
se librarán del cimbrón:
al que nace barrigón
es al ñudo que lo fajen."


775
"Donde los vientos me llevan
allí estoy como en mi centro;
cuando una tristeza encuentro
tomo un trago pa alegrarme:
a mí me gusta mojarme
por ajuera y por adentro
."

776
"Vos sos pollo, y te convienen
toditas estas razones;
mis consejos y lecciones
no echés nunca en el olvido:
en las riñas he aprendido
a no peliar sin puyones [1]"

777
Con estos consejos y otros
que yo en mi memoria encierro,
y que aquí no desentierro,
educándome seguía,
hasta que al fin se dormía
mesturao entre los perros.


795
"Se llevaba mal con todos:
era su costumbre vieja
el mesturar las ovejas,
pues al hacer el aparte
sacaba la mejor parte,
y despues venía con quejas.
"


884
Comete un error inmenso
quien de la suerte presuma;
otro mas hábil lo fuma,
en un dos por tres lo pela,
y lo larga que no vuela,
porque le falta una pluma.

885
Con un socio que lo entiende
se arman partidas muy buenas;
queda allí la plata ajena,
quedan prendas y botones:
siempre caen a esas riuniones
zonzos con las manos llenas.

886
Hay muchas trampas legales,
recursos del jugador;
no cualquiera es sabedor
a lo que un naipe se presta:
con una cincha bien puesta
se la pega uno al mejor.

887
Deja a veces ver la boca,
haciendo el que se descuida;
juega el otro hasta la vida
y es seguro que se ensarta,
porque uno muestra una carta
y tiene otra prevenida.

888
Al monte, las precauciones
no han de olvidarse jamás;
debe afirmarse además
los dedos para el trabajo,
y buscar asiento bajo
que le dé la luz de atrás
.

889
Pa tallar, tome la luz;
dé la sombra al alversario;
acomódese al contrario
en todo juego cartiado:
tener ojo ejercitado
es siempre muy necesario.

890
El contrario abre los suyos,
pero nada ve el que es ciego:
dandole soga, muy luego
se deja pescar el tonto;
todo chapetón cree pronto
que sabe mucho en el juego.

891
Hay hombres muy inocentes
y que a las carpetas van;
cuando azariados están
-les pasa infinitas veces-
pierden en puertas y en treses,
y dándoles, mamarán.

892
El que no sabe no gana
aunque ruegue a Santa Rita;
en la carpeta a un mulita
se le conoce al sentarse,
y conmigo era matarse:
no podían ni a la manchita.

893
En el nueve y otros juegos
llevo ventaja y no poca,
y siempre que dar me toca
el mal no tiene remedio,
porque sé sacar del medio
y sentar la de la boca.

894
En el truco, al más pintao
solía ponerlo en apuro;
cuando aventajar procuro,
sé tener, como fajadas,
tiro a tiro el as de espadas,
o flor, o envite siguro.

895
Yo sé defender mi plata
y lo hago como el primero:
el que ha de jugar dinero
preciso es que no se atonte;
si se armaba una de monte,
tomaba parte el fondero.

896
Un pastel, como un paquete,
se llevarlo con limpieza;
dende quc a salir empiezan
no hay carta que no recuerde;
sé cuál se gana o se pierde
en cuanto cain en la mesa.

897
También por estas jugadas
suele uno verse en aprietos;
mas yo no me comprometo
porque sé hacerlo con arte,
y aunque les corra el descarte
no se descubre el secreto.

898
Si me llamaban al dao,
nunca me solía faltar
un cargado que largar,
un cruzao para el mas vivo,
y hasta atracarles un chivo
sin dejarlos maliciar.

899
Cargaba bien una taba,
porque la sé manejar;
no era manco en el billar,
y por fin de lo que esplico,
digo que hasta con pichicos
era capaz de jugar.

900
Es un vicio de mal fin
el de jugar, no lo niego;
todo el que vive del juego
anda a la pesca de un bobo,
y es sabido que es un robo
ponerse a jugarle a un ciego.

901
Y esto digo claramente
porque he dejao de jugar;
y le puedo asigurar,
como que fuí del oficio:
más cuesta aprender un vicio
que aprender a trabajar
.


961
El que sabe ser güen hijo
a los suyos se parece;
y aquel que a su lado crece
y a su padre no hace honor,
como castigo merece
de la desdicha el rigor
.


997
Y he de decir ansí mismo
porque de adentro me brota
que no tiene patriotismo
quien no cuida al compatriota
.


1057
Yo tiro cuando me tiran;
cuando me aflojan, aflojo;
no se ha de morir de antojo
quien me convide a cantar;
para conocer a un cojo
lo mejor es verlo andar
.


1091
Dende que elige a su gusto,
lo más espinoso elige;
pero esto poco me aflige
y le contesto a mi modo:
la ley se hace para todos,
mas sólo al pobre le rige.

1092
La ley es tela de araña
–en mi inorancia lo esplico–.
No la tema el hombre rico;
nunca la tema el que mande;
pues la ruempe el bicho grande
y sólo enrieda a los chicos
.


1144 (Consejos de Martín Fierro a sus hijos)
-Un padre que da consejos
más que padre es un amigo;
ansi como tal les digo
que vivan con precaución:
naides sabe en que rincón
se oculta el que es su enemigo.

1145
Yo nunca tuve otra escuela
que una vida desgraciada:
no estrañen si en la jugada
alguna vez me equivoco,
pues debe saber muy poco
aquel que no aprendió nada.

1146
Hay hombres que de su cencia
tienen la cabeza llena;
hay sabios de todas menas,
mas digo, sin ser muy ducho:
es mejor que aprender mucho
el aprender cosas gúenas
.

1147
No aprovechan los trabajos
si no han de enseñarnos nada;
el hombre, de una mirada,
todo ha de verlo al momento:
el primer conocimiento
es conocer cuándo enfada.

1148
Su esperanza no la cifren
nunca en corazón alguno;
en el mayor infortunio
pongan su confianza en Dios;
de los hombres, sólo en uno;
con gran precaución en dos
.

1149
Las faltas no tiene límites
como tienen los terrenos;
se encuentran en los mas güenos,
y es justo que les prevenga:
aquel que defetos tenga,
disimule los ajenos
.

1150
Al que es amigo, jamás
lo dejen en la estacada,
pero no le pidan nada
ni lo aguarden todo de el:
siempre el amigo más fiel
es una conducta honrada.

1151
Ni el miedo ni la codicia
es güeno que a uno le asalten,
ansi, no se sobresalten
por los bienes que perezcan;
al rico nunca le ofrezcan
y al pobre jamás le falten
.

1152
Bien lo pasa, hasta entre pampas,
el que respeta a la gente;
el hombre ha de ser prudente
para librarse de enojos:
cauteloso entre los flojos,
moderado entre valientes
.

1153
El trabajar es la ley,
porque es preciso alquirir;
no se espongan a sufrir
una triste situación:
sangra mucho el corazón
del que tiene que pedir.

1154
Debe trabajar el hombre
para ganarse su pan;
pues la miseria, en su afán
de perseguir de mil modos,
llama en la puerta de todos
y entra en la del haragán.

1155
A ningún hombre amenacen,
porque naides se acobarda;
poco en conocerlo tarda
quien amenaza imprudente:
que hay un peligro presente
y otro peligro se aguarda.

1156
Para vencer un peligro,
salvar de cualquier abismo
-por esperencia lo afirmo-,
más que el sable y que la lanza
suele servir la confianza
que el hombre tiene en si mismo
.

1157
Nace el hombre con la astucia
que ha de servirle de guía;
sin ella sucumbiría:
pero, sigún mi esperencia,
se vuelve en unos prudencia
y en los otros picardía.

1158
Aprovecha la ocasión
el hombre que es diligente;
y, tenganló bien presente:
si al compararla no yerro,
la ocasión es como el Fierro:
se ha de machacar caliente
.

1159
Muchas cosas pierde el hombre
que a veces las vuelve a hallar;
pero les debo enseñar,
y es gúeno que lo recuerden:
si la verguenza se pierde,
jamás se vuelve a encontrar
.

1160
Los hermanos sean unidos
porque ésa es la ley primera
tengan unión verdadera
en cualquier tiempo que sea,
porque, si entre ellos pelean,
los devoran los de ajuera
.

1161
Respeten a los ancianos:
el burlarlos no es hazaña;
si andan entre gente estraña
deben ser muy precavidos,
pues por igual es tenido
quien con malos se acompaña
.

1162
La cigüeña, cuando es vieja,
pierde la vista, y procuran
cuidarla en su edá madura
todas sus hijas pequeñas:
apriendan de las cigüeñas
este ejemplo de ternura.

1163
Si les hacen una ofensa,
aunque la echen en olvido,
vivan siempre prevenidos;
pues ciertamente sucede
que hablará muy mal de ustedes
aquel que los ha ofendido
.

1164
El que obedeciendo vive
nunca tiene suerte blanda,
mas con su soberbia agranda
el rigor en que padece:
obedezca al que obedece
y será gúeno el que manda.

1165
Procuren de no perder
ni el tiempo ni la vergüenza;
como todo hombre que piensa,
procedan siempre con juicio;
y sepan que ningún vicio
acaba donde comienza
.

1166
Ave de pico encorvado
le tiene al robo afición;
pero el hombre de razón
no roba jamás un cobre,
pues no es vergúenza ser pobre
y es vergúenza ser ladrón
.

1167
El hombre no mate al hombre
ni pelé por fantasía;
tiene en la desgracia mía
un espejo en que mirarse;
saber el hombre guardarse
es la gran sabiduría.

1168
La sangre que se redama
no se olvida hasta la muerte;
la impresión es de tal suerte,
que, a mi pesar, no lo niego,
cai como gotas de juego
en la alma dei que la vierte.

1169
Es siempre, en toda ocasión,
el trago el pior enemigo;
con cariño se los digo,
recuérdenlo con cuidado:
aquel que ofiende embriagado
merece doble castigo
.

1170
Si se arma algun revolutis,
siempre han de ser los primeros,
no se muestren altaneros,
aungue la razón les sobre:
en la barba de los pobres
aprienden pa ser barberos.

1171
Si entriegan su corazón
a alguna mujer querida,
no le hagan una partida
que la ofienda a la mujer:
siempre los ha de perder
una mujer ofendida.

1172
Procuren, si son cantores,
el cantar con sentimiento,
ni tiemplen el estrumento
por sólo el gusto de hablar,
y acostúmbrense a cantar
en cosas de jundamento.

1173
Y les doy estos consejos
que me ha costado alquirirlos,
porque deseo dirigirlos;
pero no alcanza mi cencia
hasta darles la prudencia
que precisan pa seguirlos.

1174
Estas cosas y otras muchas
medité en mis soledades;
sepan que no hay falsedades
ni error en estos consejos:
es de la boca del viejo
de ande salen las verdades
.


1184
Mas Dios ha de permitir
que esto llegue a mejorar;
pero se ha de recordar,
para hacer bien el trabajo,
que el juego, pa calentar,
debe ir siempre por abajo.


1192
Es la memoria un gran don,
calidá muy meritoria;
y aquellos que en esta historia
sospechen que les doy palo
,
sepan que olvidar lo malo
también es tener memoria.

1193
Mas naides se crea ofendido
pues a ninguno incomodo,
y si canto de este modo,
por encontrarlo oportuno,
no es para mal de ninguno
sino para bien de todos
.




Aclaraciones:
[1] Puyones: Espolones artificiales de plástico, carey, hueso de pescado, acero, etc. que se coloca a los gallos de riña.


Fuentes:El gaucho Martín Fierro
Diccionario Gaucho