lunes, 24 de agosto de 2009

Las viudas de los jueves - Texto completo

Las viudas de los jueves” nos muestra las rutinas de “gente bien”; ese tipo de personas que tiene la posibilidad de disfrutar los privilegios de un country, y que se empeña en mantener su status social a cualquier costo.

Resguardados por los inmensos muros perimetrales y las garitas de vigilancia, la realidad se empeña en modificar los planes y quedan al descubierto las miserias de ese estilo de vida, que más de uno envidia por considerarlo perfecto.

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viernes, 21 de agosto de 2009

Las viudas de los jueves - Página 01

Las Viudas De Los Jueves - Claudia Piñeiro

Capítulo 1

Abrí la heladera, y me quedé así, descansando con la mano apoyada en la manija, frente a esa luz fría que iluminaba los estantes, con la mente en blanco y la mirada inútil. Hasta que la alarma que indicaba que la puerta abierta dejaba escapar el frío empezó a sonar, y me recordó por qué estaba ahí, parada frente a la heladera. Busqué algo que comer. Junté en un plato algunas sobras del día anterior, las calenté en el microondas y las llevé a la mesa. No puse mantel apenas un individual de rafia de aquellos que había traído hacía un par de años de Brasil, de las últimas vacaciones que pasamos los tres juntos. En familia. Me senté frente a la ventana, no era mi lugar habitual en la mesa, pero me gustaba comer mirando el jardín cuando estaba sola. Ronie esa noche, la noche en cuestión, cenaba en la casa del Tano Scaglia. Como todos los jueves. Aunque ese jueves fuera distinto. Un jueves de septiembre de 2001. Veintisiete de septiembre de 2001. Ese jueves, todavía seguíamos espantados por la caída de las Torres Gemelas, y abríamos las cartas con guantes de goma por temor a encontrarnos con un polvo blanco. Juani había salido. No le había preguntado con quién ni adonde. A Juani no le gustaba que le preguntara. Pero igual yo sabía. O me imaginaba, y entonces creía que sabía.

Casi no ensucié platos. Ya hacía unos años había aceptado que no podíamos pagar más personal doméstico de jornada completa, y sólo venía una mujer dos veces por semana a hacer el trabajo grueso. Desde entonces aprendí a ensuciar lo mínimo posible, aprendí a no arrugarme, a casi no desarmar la cama. No por la carga de la tarea en sí misma, sino porque lavar los platos, hacer las camas o planchar la ropa me recordaban lo que alguna vez había tenido, y ya no tenía más.

Pensé en salir a caminar, pero me detenía el temor de cruzarme con Juani y que él creyera que lo estaba espiando. Hacía calor, era una noche estrellada y luminosa. No tenía ganas de acostarme y empezar a dar vueltas en la cama, sin sueño, pensando en alguna operación inmobiliaria que no terminaba de poder concretar. Por aquel entonces parecía que todas las operaciones estaban destinadas a caerse antes de que yo pudiera cobrar una comisión. Veníamos de varios meses de crisis económica, algunos lo disimulaban mejor que otros, pero a todos de una manera u otra nos había cambiado la vida. O nos estaba por cambiar. Fui a mi cuarto a buscar un cigarrillo, iba a salir a pesar de Juani, y me gustaba caminar fumando. Cuando pasé frente al dormitorio de mi hijo pensé en entrar y buscar ahí un cigarrillo. Pero sabía que no habría encontrado lo que buscaba, que hubiera sido sólo una excusa para entrar y mirar, y ya había estado mirando esa mañana cuando había hecho su cama y ordenado su cuarto, y tampoco entonces había encontrado lo que buscaba. Seguí, en mi mesa de luz tenía un atado nuevo, lo abrí, saqué un cigarrillo, lo prendí y bajé la escalera dispuesta a salir. En ese momento entró Ronie, y mis planes cambiaron. Esa noche todo fue distinto de lo planeado. Ronie fue directo al bar. "Qué raro tan temprano...", le dije al pie de la escalera. "Sí", dijo él y subió con un vaso y la botella de whisky. Esperé un momento, parada ahí, y luego lo seguí. Pasé por nuestro dormitorio, pero no estaba. Tampoco en el baño. Había ido a la terraza y se había instalado ahí, en una reposera, dispuesto a beber. Me acerqué una silla, me senté junto a él, y esperé mirando en la misma dirección, callada.

Quería que me contara algo. Nada importante, ni divertido, ni siquiera necesitaba que me dijera algo con sentido, sólo que me hablara, que hiciera la parte que le correspondía en esa charla mínima en la que se habían convertido nuestras conversaciones con el paso del tiempo. Un pacto tácito de frases hechas encadenadas, palabras que iban llenando el silencio, con el propósito de ni siquiera tener que hablar del silencio. Palabras huecas, caparazones de palabras. Cuando me quejaba, Ronie argumentaba que hablábamos poco porque pasábamos demasiado tiempo juntos, que no podía haber mucho que contar si no nos separábamos durante buena parte del día. Y eso era así desde que Ronie se había quedado sin trabajo seis años atrás, y no había vuelto a tener otra ocupación, a excepción de un par de proyectos que nunca terminaban de concretarse. A mí no me importaba tanto descubrir por qué la relación se había ido descascarando de palabras, sino por qué yo recién me di cuenta cuando el silencio se había instalado en la casa, como un pariente lejano al que no queda más remedio que hospedar y atender. Y por qué no me dolía. Tal vez porque el dolor fue ganando su lugar de a poco, en silencio. Igual que el silencio. "Me voy a buscar un vaso", dije. "Trae hielo, Virginia", me gritó Ronie cuando ya había salido.

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Las viudas de los jueves - Página 02

Fui a la cocina y mientras cargaba la hielera, especulé con distintas alternativas acerca del regreso temprano de Ronie. Me incliné por la alternativa de que habría discutido con alguien. Con el Tano Scaglia, o con Gustavo seguramente. Con Martín Urovich no, Martín hacía rato que había dejado de pelear con nadie, ni siquiera con él mismo. Cuando volví a la terraza se lo pregunté directamente, no quería enterarme al día siguiente en un partido de tenis, y por la mujer de otro. Desde que se había quedado sin trabajo, Ronie guardaba cierto resentimiento que afloraba en el momento menos oportuno. Ese mecanismo de adaptación social que hace que no digamos lo que no tenemos que decir, en mi marido hacía rato que fallaba. "No, no me peleé con nadie." "¿Y por qué volviste tan temprano? Nunca venís un jueves antes de las tres de la mañana." "Hoy sí", dijo. Y ya no dijo otra cosa ni dejó lugar para que yo dijera. Se levantó y acomodó la reposera más cerca de la baranda, casi dándome la espalda. No fue un desaire sino la actitud de un espectador que está buscando el mejor lugar desde donde ver un escenario. Nuestra casa está ubicada en diagonal a la de los Scaglia, enfrentada, con dos o tres casas de por medio, pero como la nuestra es más alta, y a pesar de los álamos de los Iturria que entorpecían la visión, desde esa ubicación se podían ver los techos, el parque y la pileta casi en su totalidad. Ronie miraba hacia la pileta. Las luces estaban apagadas y no se veía gran cosa. Sí las formas, el contorno; se podía adivinar el agua moviéndose y dibujando distintas sombras sobre los azulejos turquesa.

Me paré y me apoyé detrás de la reposera de Ronie. El silencio de la noche era confirmado por el ruido de los álamos de los Iturria, que se movían cada tanto con el viento caliente y sonaban como si estuviera lloviendo en medio de esa noche estrellada. Dudé de si quedarme o irme porque, más allá de su actitud ausente, Ronie no había insinuado que me fuera, y eso para mí ya era mucho. Lo observaba desde atrás, por sobre el respaldo de madera. Se movía cada tanto en la reposera sin encontrar la posición adecuada, estaba nervioso. Más tarde supe que no eran nervios sino miedo, pero entonces no lo sabía. Y era difícil sospecharlo, Ronie nunca le había tenido miedo a nada. Ni siquiera a lo que yo le tenía miedo, al miedo que había aparecido hacía unos meses y que no me dejaba ni de día ni de noche. Ese que hacía que parada frente a la heladera me olvidara de lo que estaba haciendo. El miedo que me acompañaba siempre aunque fingiera, aunque me riera, aunque hablara de lo que fuera, aunque jugara al tenis o estuviera firmando una escritura. El que esa noche, y a pesar de la distancia que había impuesto Ronie, me hizo decir con fingida naturalidad: "Juani salió". "¿Con quién?", quiso saber. "No le pregunté." "¿A qué hora vuelve?" "No sé. Se fue en los rollers." Otra vez el silencio, y luego dije: "Había un mensaje de Romina en el contestador, decía que lo esperaba para salir de ronda. ¿Ronda será alguna palabra clave de ellos?". "Ronda es ronda, Virginia." "¿No me preocupo entonces?" "No." "Estará con ella." "Estará con ella." Y otra vez los dos quedamos en silencio.

Después hubo más palabras, creo, pero que no recuerdo. Fórmulas repetidas del pacto tácito. Ronie se sirvió otro whisky, le acerqué el hielo. El agarró un puñado de cubitos y algunos se cayeron al piso y resbalaron hasta la baranda. Los siguió con la mirada, parecía como si por un instante se hubiera olvidado de la casa de enfrente. Él miraba los hielos, y yo lo miraba a él. Y tal vez hubiéramos seguido así, encadenando miradas, pero en ese mismo momento se encendieron las luces en la pileta de los Scaglia y se oyeron voces en medio de la lluvia de álamos. La risa del Tano. Música; sonaba algo así como un jazz contemporáneo y triste. "¿Diana Krall?", pregunté, pero Ronie no contestó. Se puso tenso otra vez, se paró, pateó los hielos, se volvió a sentar, se llevó los puños cerrados a la boca, apretó los dientes. Supe que me ocultaba algo, lo que apretaba en esa boca para que no saliera. Algo que tenía que ver con lo que no podía dejar de mirar. Una discusión, celos, algún desprecio que no pudo tolerar. Una humillación disfrazada de chiste; la especialidad del Tano, pensé. Ronie se paró otra vez y fue a la baranda para ver mejor. Vació su whisky. Parado entre los álamos, miraba y no dejaba que yo pudiera ver. Pero oí un chapuzón, e imaginé que alguien se había zambullido en la pileta de los Scaglia. "¿Quién se tiró?", pregunté. No hubo respuesta. Y no me importaba quién se hubiera tirado sino el silencio, una pared contra la que chocaba cada vez que quería acercarme. Harta de esfuerzos inútiles, bajé. No estaba enojada, pero era evidente que Ronie no estaba ahí conmigo sino allá, calle por medio, zambulléndose en la pileta de los Scaglia con sus amigos. Apenas empecé a bajar la escalera, el jazz que llegaba desde la casa del Tano dejó de sonar partiendo al medio un compás, dejándolo quebrado.

Bajé a la cocina y enjuagué el vaso con más detenimiento del necesario, otra vez mi cabeza se llenaba de pensamientos que parecían no caber en ella. Pensaba en Juani, no en Ronie. Aunque trataba de no hacerlo y buscaba artilugios. Como esa gente que cuenta ovejas para dormirse, traía a mi mente las operaciones inmobiliarias pendientes, a quién le mostraría la casa de los Gómez Pardo, cómo lograría que le financiaran la compra a los Canetti, el depósito que me había olvidado de cobrarle a los Abrevaya. Y otra vez aparecía Juani, no Ronie. Juani más nítido, más intenso. Sequé el vaso y lo guardé, pero lo volví a sacar para cargarlo con agua, iba a necesitar tomar algo para dormir esa noche. Algo que me desplomara sobre la cama. En mi botiquín debía haber una pastilla que sirviera. Por suerte no llegué a tomar nada porque fue entonces cuando sentí los pasos apurados en la escalera, y luego el grito y el golpe, seco, duro, contra la madera. Salí corriendo y me encontré con mi marido caído, con un hueso de la pierna saliendo a través de la carne, envuelto en sangre. Me mareé, sentí que todo daba vueltas a mi alrededor, pero tenía que recuperar el control porque estaba sola, y tenía que atenderlo, y agradecí no haber tomado nada, porque también tenía que hacerle un torniquete, y no sabía cómo se hace un torniquete, atarle un trapo aunque sea, una servilleta limpia, parar la sangre, y llamar a una ambulancia; no, ambulancia no porque tarda mucho, mejor directo al sanatorio, y dejarle una nota a Juani. "Nos fuimos con papá a hacer algo pero enseguida volvemos, cualquier cosa llámame al celular. Está todo bien. Espero que vos también. Un beso. Mamá.

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Las viudas de los jueves - Página 03

"Mientras lo arrastraba hasta el auto, Ronie gritó del dolor, y ese grito me despabiló. "Virginia, llévame a lo del Tano", gritó. No le hice caso, supuse que era una especie de delirio por la situación y lo subí al asiento de atrás como pude. "Llévame a lo del Tano, la puta madre", volvió a gritar y después se desmayó. Del dolor, me dijeron más tarde en el sanatorio, pero no. Manejé a toda velocidad, de la peor manera, sin respetar carteles de "Cuidado. Niños jugando", ni lomos de burro. Ni siquiera me detuve cuando vi cruzar por una calle transversal a Juani a toda velocidad corriendo descalzo. Detrás de él, Romina. Como huyendo de algo, esos dos siempre huyendo de algo, pensé. Y olvidando en alguna parte sus patines. Juani siempre pierde sus cosas. Pero no podía ocuparme de pensar en Juani. Esa noche no. En el camino hacia la entrada, Ronie se despertó. Todavía mareado, miró por la ventana tratando de ver dónde estaba, pero parecía no terminar de entender. Ya no gritaba. Dos calles antes de salir de La Cascada nos cruzamos con la camioneta de Teresa Scaglia. "¿Esa es Teresa?", preguntó Ronie. "Sí." Ronie se agarró la cabeza y empezó a llorar, primero bajo, como un lamento, y después ahogado. Lo miré por el espejo retrovisor, acurrucado, lastimado. Intenté calmarlo con palabras, pero no fue posible, y me fui acostumbrando a su letanía. Como al dolor que se instala de a poco, como a las conversaciones llenas de palabras huecas. Cuando llegué al sanatorio ya no escuchaba el llanto de mi marido. Pero el llanto estaba. "¿Por qué llora así?", le preguntó el médico de guardia. "¿Duele mucho?" "Tengo miedo", respondió Ronie.

Capítulo 2

Virginia siempre decía que aunque la casa de los Scaglia no era la mejor de Altos de la Cascada, era la que más llamaba la atención de los clientes de su inmobiliaria. Y si había alguien que sabía de mejores y peores casas en nuestro barrio, esa era ella. Sin duda la casa del Tano era una de las más grandes del country, y eso también marcaba una diferencia. Muchos de nosotros la mirábamos con cierta envidia, aunque ninguno se atrevería a confesarlo. De ladrillo enrasado, con techo de teja pizarra negra a varias aguas y carpintería de madera blanca, tenía dos plantas, seis dormitorios, ocho baños, sin contar el de la pieza de servicio. Salió en dos o tres revistas de decoración gracias a los contactos del arquitecto que la construyó. En la planta alta funcionaba un home theatre, y junto a la cocina, un family con muebles de ratán y una mesa de madera y hierro patinado color óxido. El living estaba frente a la pileta de natación y desde los sillones color arena, frente al ventanal que iba de pared a pared y del piso al techo, uno tenía la sensación de que estaba en el deck de madera que se extendía en cuanto terminaba la galería.

En el jardín cada arbusto había sido puesto en un lugar predeterminado de acuerdo con su color, altura, espesor, movimiento. "Es mi carta de presentación", decía Teresa, que al poco tiempo de mudarse a La Cascada abandonó grafología para empezar a estudiar paisajismo y, aunque no necesitaba trabajar, siempre parecía a la búsqueda de nuevos clientes, como si conquistarlos representara para ella mucho más que un nuevo jardín que atender. En su casa no había plantas marchitas ni apestadas, no había plantas que hubieran nacido porque sí, porque voló una semilla y allí cayó, no se veían hormigueros ni babosas. El pasto era como una alfombra de un verde intenso, inmaculado, sin matices. En una línea imaginaria, en el punto exacto donde cambiaba el color del pasto, terminaba el jardín y comenzaba la cancha de golf, el hoyo 17; un bunker de arena sobre el costado izquierdo, y un hazard, un pequeño espejo de agua artificial, sobre la derecha, completaban la vista desde la casa.

Teresa entró por la puerta que da al estacionamiento. No necesitó usar llaves, en Altos de la Cascada no echamos llave a las puertas. Dice que le llamó la atención no oír las risotadas típicas de su marido y sus amigos. Nuestros amigos. Risotadas ahogadas en alcohol. Y se alegró de no tener que ir a saludarlos, estaba demasiado cansada como para tolerar los mismos chistes de siempre, dijo. Como todos los jueves, se habían juntado a comer y a jugar a las cartas y por tradición, desde tiempo atrás, ese día sus mujeres tenían que ir al cine. Excepto Virginia, que hacía tiempo había dejado de ir con excusas de distinto tipo que nadie se molestaba en analizar demasiado, y en voz baja todos atribuíamos su alejamiento a sus problemas económicos. Los hijos de los Scaglia tampoco estaban esa noche; Matías dormía en casa de los Florín, y Sofía, muy a su pesar, por la insistencia de su padre había ido a dormir a la casa de sus abuelos maternos. Y la mucama de franco, el propio Tano había establecido que se tomara su descanso los jueves para que ese día nadie en la casa pudiera molestarlo ni a él ni a sus amigos, interrumpiendo por lo que fuera su partida de cartas.

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Las viudas de los jueves - Página 04

Subió la escalera con el temor de que, tal vez, después de mucho vino o champán, los hombres hubieran terminado durmiendo la mona en el home theatre mientras fingían ver una película o algún evento deportivo. No estaban allí, y de camino a su cuarto ya no había riesgo de cruzarse con ellos. La casa parecía desierta. No estaba preocupada, sí intrigada. A menos que los amigos de su marido se hubieran ido caminando, pensó, no podían estar muy lejos; al entrar había tenido que esquivar las camionetas de Gustavo Masotta y de Martín Urovich estacionadas en la entrada de su casa. Se asomó al balcón, y en la oscuridad de la noche le pareció ver algunas toallas en el deck de madera. Era una noche agradable, a pesar de que apenas terminaba septiembre, y desde que el Tano había mandado instalar la caldera para calefaccionar el agua de la pileta, las especulaciones en cuanto al clima y la natación no seguían los patrones establecidos. Seguramente terminaron su mona en la pileta y están cambiándose en el vestuario del quincho, pensó. Y como no tenía más ganas de pensar, se puso el camisón y se metió en la cama.

A las cuatro de la mañana se despertó sola. El lado izquierdo de su cama estaba intacto. Caminó hasta el frente de la casa y a través de la ventana vio que las camionetas todavía estaban allí. La casa seguía muda. Bajó, pasó por el living y verificó que lo que había visto desde su balcón eran toallas y remeras. Pero no había luz en la pileta y le costó distinguirlo. Fue al family, todo estaba en su lugar: las botellas descorchadas, los ceniceros llenos de puchos, las cartas revueltas sobre la mesa como si recién hubieran terminado una partida. Siguió hasta el quincho y en el vestuario encontró la ropa de los hombres tirada sobre el banco, un calzoncillo hecho un bollo en el piso, una media sin su compañera colgada de la canilla de la ducha. Sólo la ropa del Tano había sido doblada prolijamente, y acomodada sobre una punta del banco, junto a sus zapatos. No podían haber ido a caminar a esa hora y en traje de baño, pensó. Entonces fue hacia la pileta. Intentó prender la luz, pero en ese sector estaba cortada, como si hubiera saltado el disyuntor, pensó, y luego supo que no había sido el disyuntor sino la llave térmica. El agua estaba calma. Tocó las toallas y se dio cuenta de que no habían sido usadas, estaban secas, apenas húmedas del rocío. Sobre el borde de la pileta, ordenadas en una fila perfecta, tres copas de champán vacías la desorientaron. No porque los hombres hubieran bebido ahí, lo hacían donde fuera, sino porque eran las copas de cristal del juego de casamiento, las que les había regalado el padre del Tano, y que el mismo Tano reservaba para ocasiones muy especiales. Teresa se acercó a levantarlas antes de que la brisa de la mañana, un gato o un sapo acabaran con ellas. Si no fuera por ciertos accidentes provocados por elementos de la naturaleza como esos, en La Cascada no corremos demasiados riesgos. Eso creíamos.

Mientras recogía las copas, Teresa apenas miró el agua inmóvil. Al tomarlas dos se chocaron y el ruido a cristal la estremeció. Las revisó y verificó que estaban intactas. Y se alejó hacia la casa. Caminó despacio, tratando de que las copas no volvieran a chocarse y sin saber lo que recién sabríamos todos al día siguiente: que debajo de esa agua tibia, en el fondo de su pileta, se hundían los cuerpos de su marido y dos de sus amigos, muertos.

Capítulo 3

Altos de la Cascada es el barrio donde vivimos. Todos nosotros. Primero se mudaron Ronie y Virginia Guevara, casi al mismo tiempo que los Urovich; unos años después, el Tano; Gustavo Masotta fue de los últimos en llegar. Unos antes, otros después, nos convertimos en vecinos. El nuestro es un barrio cerrado, cercado con un alambrado perimetral disimulado detrás de arbustos de distinta especie. Altos de la Cascada Country Club, o club de campo. Aunque la mayoría de nosotros acorte el nombre y le diga La Cascada, y otros pocos elijan decirle Los Altos. Con cancha de golf, tenis, pileta, dos club house. Y seguridad privada. Quince vigiladores en los turnos diurnos, y veintidós en el de la noche. Algo más de doscientas hectáreas protegidas a las que sólo pueden entrar personas autorizadas por alguno de nosotros.

Para entrar al barrio hay tres opciones. Por un portón con barreras, si uno es socio, poniendo junto al lector una tarjeta magnética y personalizada. Por una puerta lateral, también con barreras si es visita autorizada, y previa entrega de ciertos datos como el número de documento, patente, y otros números identifícatenos. O por un molinete donde se retiene el documento y se revisan bolsos y baúles, si se trata de proveedores, empleadas domésticas, jardineros, pintores, albañiles, o cualquier otro tipo de trabajadores.

Todo alrededor, bordeando el perímetro, y cada cincuenta metros, hay instaladas cámaras que giran ciento ochenta grados. Años atrás se habían instalado cámaras que giraban trescientos sesenta grados, pero fueron desactivadas y reemplazadas porque invadían la intimidad de algunos socios cuyas casas se encontraban cerca de los límites.

Las casas se separan unas de otras con cerco vivo. O sea, arbustos. No cualquier arbusto. Ya no están de moda ni la ligustrina, ni las campanillas violetas de otra época, típicas de los ferrocarriles. No hay cercos rectos, cortados con prolijidad semejando paredes verdes. Mucho menos arbustos redondeados. Los cercos se cortan desparejos, como desmechados, para que parezcan naturales, aunque el corte haya sido meticulosamente estudiado. A la vista parecería que esas plantas fueran más bien un accidente geográfico casual entre vecinos que una barrera puesta a propósito para marcar un límite. Aunque lo fuera y ese límite sólo pudieran insinuarlo plantas. No están permitidos alambrados, rejas, ni mucho menos paredes. Excepto el alambrado perimetral de dos metros de altura que corre por cuenta de la administración del barrio, y que pronto será reemplazado por un muro que cumpla con nuevas normas de seguridad. Los parques de las casas que dan al golf no tienen permitido poner ni siquiera cerco vivo en el lateral que da a la cancha; acercándose al borde uno puede deducir dónde terminan esos parques porque cambia el tipo de pasto, pero la mirada desde más lejos se pierde en el verde que continúa, y se lleva de la mano la ilusión de que la propiedad privada y propia abarca todo.

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Las viudas de los jueves - Página 05

Las calles tienen nombre de pájaros. Golondrina, Batibú, Mirlo. No guardan un trazado lineal típico. Abundan los cul-de-sac, calles sin salida que terminan en una pequeña rotonda parquizada. Una especie de callejón más cotizado que el resto por ser menos transitado, más tranquilo. Todos quisiéramos vivir en un cul-de-sac. En un barrio no cerrado, un callejón así desvelaría el sueño de quien lo tuviera que transitar, sobre todo de noche; temería ser asaltado, emboscado. En La Cascada no, no sería posible, uno puede caminar a la hora que sea, por donde sea, absolutamente tranquilo porque nada puede pasarle.

No hay veredas. La gente va en auto, moto, cuatriciclo, bicicleta, carro de golf, scooter o rollen. Y si camina, camina por la calzada. En general, cualquier persona caminando que no lleve equipo de entrenamiento es empleada doméstica o jardinero. "Parquista" decimos en Altos de la Cascada en lugar de jardinero, seguramente porque ningún terreno baja de los mil quinientos metros cuadrados, y con ese tamaño un jardín se convierte automáticamente en parque.

Si uno levanta la cabeza no ve cables. Ni de luz, ni de teléfono, ni de televisión. Y por supuesto que hay de las tres cosas, sólo que corren bajo tierra, ocultos, para preservar a Los Altos y sus habitantes de la contaminación visual. Los cables corren junto a la cloaca, en un zanjado paralelo. Los dos ocultos bajo tierra.

Tampoco se permite dejar a la vista tanques de agua, que son camuflados detrás de falsas paredes que los envuelven. Ni ropa tendida. La Oficina Técnica del barrio debe aprobar, junto con los planos de la casa, el lugar elegido para tender la ropa, y si con posterioridad el vecino usa un sector que permite ver la ropa lavada desde las casas lindantes y alguien lo denuncia, es multado.

Las casas son diferentes, ninguna casa pretende ser abiertamente copia de otra. Aunque lo sea. Imposible no parecerse cuando se deben respetar estéticas semejantes. O porque lo dice el código edilicio, o la moda. A todos nos gustaría que nuestra casa fuera la más linda. O la más grande. O la mejor construida. Por estatuto, todo el barrio está dividido en sectores donde sólo puede hacerse un tipo de casas, definido por su aspecto exterior. Está el sector de las casas blancas. El sector de las casas de ladrillo. El sector del techo pizarra negro. Uno no puede construir una casa de un tipo en un sector determinado como de otro. En una vista aérea el club se ve repartido en tres manchas: una roja, una blanca y una negra.

En el sector de ladrillo están los dormís, especie de departamentos donde duermen los socios que sólo vienen los fines de semana y no quieren mantener una casa. Vistos desde lejos, los dormís parecen tres grandes chalets, y sin embargo son muchos cuartos pequeños, distribuidos en las tres moles, con un cuidado jardín al frente.

Y una característica más, tal vez de las más llamativas del barrio donde vivimos: los olores. Los olores del barrio cambian con las estaciones. En septiembre todo huele a jazmín de leche. Y no es una frase poética, sino puramente descriptiva. Todos los jardines de La Cascada tienen por lo menos un jazmín de leche para que florezca en primavera. Trescientas casas, con trescientos jardines, con trescientos jazmines de leche, encerradas dentro de un predio de doscientas hectáreas, con alambrado perimetral y seguridad privada, no es un dato poético. Por eso en primavera el aire se siente pesado, dulce. Empalaga a quien no está acostumbrado. Pero en algunos de nosotros genera una especie de adicción, o atracción, o nostalgia, y cuando nos vamos estamos deseando volver para respirar otra vez ese olor a flores dulces. Como si no se pudiera respirar bien en ningún otro lado. El aire en Altos de la Cascada pesa, se siente, quienes vivimos aquí es porque nos gusta respirar así, con las abejas zumbando detrás de algún jazmín. Y aunque con cada estación cambia el perfume, la sensación de querer respirar ese aire se mantiene intacta. En verano La Cascada huele a pasto recién cortado y regado, y a cloro de las piletas. El verano es la estación de los ruidos. Chapuzones, gritos de chicos que juegan, chicharras, pájaros quejándose del calor, música que se cuela por las ventanas abiertas, algún solitario tocando la batería. Ventanas sin rejas, en La Cascada no hay rejas. No hacen falta rejas. Mosquiteros sí, para que no molesten los insectos. El otoño huele a ramas podadas, recién cortadas pero frescas, nunca dejar que se pudran, hay hombres con buzo verde y el logo de Altos de la Cascada recogiendo hojas y ramas después de cada tormenta de lluvia o viento. Las huellas de las tormentas desaparecen muchas veces antes de que hayamos tomado el desayuno y salido para el trabajo, la escuela o una caminata matutina. Apenas si nos enteramos por el piso húmedo, y el olor a tierra mojada. Hasta a veces dudamos de si la tormenta que nos despertó la noche anterior realmente existió o la soñamos. Y en invierno, el olor de los leños quemándose en las chimeneas. Olor a humo y eucaliptos; y el olor más privado y más secreto, el de la propia casa. El que se compone de una mezcla que sólo cada uno de nosotros conoce.

Los que venimos a vivir a Altos de la Cascada decimos que lo hacemos buscando "el verde", la vida sana, el deporte, la seguridad. Excusados en eso, inclusive ante nosotros mismos, no terminamos de confesar por qué venimos. Y con el tiempo ya ni nos acordamos. El ingreso a La Cascada produce cierto mágico olvido del pasado. El pasado que queda es la semana pasada, el mes pasado, el año pasado "cuando jugamos el intercountry y lo ganamos". Se van borrando los amigos de toda la vida, los lugares que antes parecían imprescindibles, algunos parientes, los recuerdos, los errores. Como si fuera posible, a cierta edad, arrancar las hojas de un diario y empezar a escribir uno nuevo.

Capítulo 4

Nosotros nos mudamos a La Cascada a fines de los ochenta. Teníamos nuevo presidente. Tendríamos que haberlo tenido a partir de diciembre pero la hiperinflación y los saqueos a los supermercados hicieron que el anterior dejara el sillón antes de terminar el mandato. Por aquella época, la movida hacia los barrios cerrados de la periferia del gran Buenos Aires ni siquiera había arrancado. Eran pocos los que vivían en forma permanente en Altos de la Cascada, o en cualquier otro barrio cerrado o country. Ronie y yo fuimos de los primeros que nos atrevimos a dejar para siempre el departamento en la Capital a cambio de instalarnos allí con toda la familia. Ronie al principio dudó. Mucho viaje, decía. Fui yo la que insistí, estaba segura de que vivir en La Cascada nos iba a cambiar la vida, de que necesitábamos cortar con la ciudad. Y Ronie terminó aceptando.

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Las viudas de los jueves - Página 06

Vendimos una casa de fin de semana que habíamos heredado de la familia de Ronie, una de las pocas cosas de esa herencia que nos quedaba por vender, y compramos la casa de los Antieri. Fue, como me gusta decir a mí, "un negocio redondo". Y el primer indicio de que la cosa de comprar y vender casas me gustaba, lo llevaba adentro. Aunque por ese entonces no sabía tanto del negocio como ahora. Antieri se había suicidado dos meses atrás. La viuda estaba desesperada por dejar cuanto antes la casa donde su marido, y padre de sus cuatro hijas, se había volado los sesos. En el living. Un living chico, con el comedor incorporado en ele. Casi todas las casas de las primeras épocas en Altos de la Cascada y en otros countries similares tenían livings pequeños. Es que en aquella época, hablemos de los 50, los 60 o hasta los 70, no se tenía una casa tan lejos de Buenos Aires para recibir gente y hacer reuniones sociales. La Panamericana como la conocemos hoy, con su doble carril y asfalto impecable, no existía ni en sueños. Si se invitaba a amigos o parientes, era a la aventura de pasar un día de campo, se aprovechaba el jardín, la zona de deportes, se los llevaba a andar a caballo o a jugar al golf. La época de mostrar alfombras importadas y sillones comprados en las mejores casas de Buenos Aires llegaría varios años después. Nosotros nos mudamos en un tiempo intermedio, no eran los 60, pero tampoco se habían instalado los 90. Aunque era fácil darse cuenta de que estábamos mucho más cerca de éstos que de aquéllos, no sólo por una cuestión cronológica. Terminamos tirando una pared y agrandamos unos metros el living aprovechando un escritorio que sabíamos que no íbamos a utilizar.

Lo de Antieri fue un domingo al mediodía. Los gritos de la mujer se escucharon desde la cancha de golf. La casa está casi frente a la salida del hoyo 4, y todavía hoy Paco Pérez Ayerra, en aquella temporada capitán de la cancha, cuenta cada tanto la historia del long drive que tiró fuera de límite porque los gritos estallaron justo cuando su madera 1 impactaba en la pelota. Decían que Antieri había sido militar o de la marina, o algo así. Nadie sabía muy bien qué. Pero de uniforme. No se daban mucho con sus vecinos, no hacían deporte, no iban a las fiestas. Sus nenas sí, poco, cada tanto se las veía. Pero ellos no tenían vida social. Venían los fines de semana y se encerraban en esa casa. Los últimos tiempos él se quedaba toda la semana, solo, con las persianas bajas, dicen que limpiando su colección de armas. No hablaba con nadie. Por eso no creo que haya que buscar motivos concretos ni darle demasiado crédito a esa versión que corrió por el barrio que cuenta que Antieri había amenazado volarse los sesos según el resultado de las elecciones del 89. Esa amenaza la había hecho un actor y la había cumplido, salió en todos los noticieros; alguien juntó una anécdota con la otra y echó a andar el rumor.

Cuando vi la casa por primera vez, lo que más me llamó la atención fue el escritorio de Antieri, ese que después terminamos tirando. El orden y la limpieza que había ahí adentro me intimidaban. Una biblioteca llena de libros forraba todas las paredes. Lomos perfectos, intactos, de cuero color bordó o verde. Y dos vitrinas donde guardaba sus armas, de distintos calibres y modelos. Lustradas, sin un resto de polvo, brillantes. Mientras recorríamos el escritorio, Juani, que tenía apenas cinco años, se acercó a la biblioteca, sacó un libro, lo tiró al piso y se paró encima. El lomo del libro se venció. Ronie lo corrió de un tirón de pelo. Se lo llevó afuera a retarlo sin testigos, estaba furioso. Yo me ocupé del libro, le sacudí la huella del zapato de Juani. Traté de acomodarlo, lo sentí liviano y lo di vuelta. Era hueco. No había páginas adentro, sólo las tapas duras, una caja de falsa literatura. Leí sobre el lomo Fausto de Goethe. Lo dejé en su lugar. Entre La vida es sueño, de Calderón de la Barca, y Crimen y castigo, de Dostoievski. Todos huecos. Hacia la derecha seguían dos o tres clásicos más, y luego se repetía, La vida es sueño, Fausto, Crimen y castigo, en letras doradas de filigrana. La misma serie en todos los estantes.

La casa la sacamos por nada. Las ofertas de varios interesados anteriores se fueron cayendo a medida que se enteraban de que alguien se había pegado un tiro ahí. La viuda no lo decía, ni la persona de la inmobiliaria preocupada por venderla. Pero el rumor corría y por algún lado llegaba. A mí, de verdad, no me importó; yo no soy supersticiosa. Y para colmo, en el momento de firmar aparecieron algunos problemas de papeles en la sucesión, así que la viuda corrió con todos los gastos, incluidos los que nos correspondían a nosotros, los Guevara. Hasta recuperé doscientos pesos más cuando le vendí a Rita Mansilla los lomos de libros huecos que la viuda no se había querido llevar y que no hacían más que juntar polvo en el depósito del fondo.

Finalmente la casa nos terminó costando apenas unos quince mil dólares más que la de fin de semana que vendimos, y la nueva tenía dos mil metros de terreno, con doscientos cincuenta metros cubiertos, tres baños en suite, dependencias de servicio. Luminosa, si no fuera porque Antieri cerraba todas las persianas. Antes de mudarnos pintamos los ambientes de blanco para que pareciera más luminosa todavía. Un truco de inmobiliaria de Buenos Aires; con el tiempo supe que en La Cascada no hacían falta esos artilugios. En La Cascada el sol entra en la casa por las ventanas abiertas, no hay edificios que hagan sombra, ni medianeras que no dejen llegar la luz. Sólo en parques muy arbolados puede haber problemas de luz y sombra, pero no era el caso.

Fue el primer buen negocio inmobiliario que concreté en mi vida. Y desde entonces me fui entusiasmando con el tema. Casi como un juego. Si me enteraba de que alguien andaba mal de dinero, que alguna pareja se separaba o que a algún marido desocupado le salía un trabajo en el exterior y emigraban, o que emigraban aunque no le hubiera salido ningún trabajo, cansado de ser un desocupado con cancha de golf y pileta que mantener, enseguida pensaba a quién le podía interesar esa casa y los contactaba.

Fue así como dos años más tarde les vendía el terreno a los Scaglia. A los pocos días de que el ministro, que había sido de Relaciones Exteriores, ocupara el sillón de Economía, para el que verdaderamente lo habían convocado, y consiguiera que el Congreso le aprobara la ley de convertibilidad. Un dólar, un peso. El famoso "uno a uno" que nos hizo creer que otra vez podíamos, y facilitó el éxodo a lugares como Altos de la Cascada.

Hay hechos, sólo algunos, menos de los que uno cree, que de no haber ocurrido, nuestras historias serían otras. Haberle vendido ese terreno a los Scaglia, en aquel marzo de 1991, fue sin lugar a duda uno de ellos.

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Las viudas de los jueves - Página 07

Capítulo 5

Me acuerdo como si fuera hoy. Unos zapatos de croco, marrones, bajaron del auto antes que ella. Ni bien Teresa Scaglia avanzó, el taco aguja de uno de ellos se hundió en el terreno que les quería vender. Noté que Teresa se incomodó, y yo traté de restarle importancia al inconveniente. "A todas las que venimos de la ciudad nos pasó alguna vez", le dije. "Cuesta abandonar el taco. Créeme que es una de las cosas que más cuesta. Pero es el taco, o esto...", exageré señalando los árboles y el paisaje que nos rodeaban.

Creo que el Tano ni se dio cuenta del hundimiento de su mujer. Caminaba dos o tres metros delante de ella. No sé si decir que lo hacía de apurado sería correcto. O apurado sí, pero no de apuro de tiempo que no alcanza, sino más bien de premura, de ansiedad, como si no tuviera voluntad para esperarla, a ella ni a nadie. El Tano se fue alejando y yo me detuve un instante a esperar a Teresa. Y pensar que esta mujer terminó siendo paisajista. Cuando llegó a Altos de la Cascada lo único que sabía del tema era que le gustaban las plantas. Teresa sacaba el taco hundido de la tierra blanda, e intentaba limpiarlo en el pasto mientras, irremediablemente, se hundía el otro taco. Todo lo que hacía era en vano. El taco que había limpiado se volvería a hundir, el otro saldría sucio, y por más que lo limpiara, se volvería a ensuciar. Decírselo y no respetar su propio mecanismo de aprendizaje del nuevo terreno me resultaba tan ansioso e irrespetuoso como los pasos de su marido. Ansiedad no me faltaba, la comisión por la venta de ese terreno me iba a ayudar a concretar varios arreglos pendientes en mi propia casa. Especulé sobre qué opción terminaría eligiendo. La primera vez que me hundí en La Cascada, me saqué los zapatos y terminé recorriendo el terreno en panty de seda. Éramos jóvenes, y Ronie se reía; los dos nos reíamos. Pero Teresa y yo somos muy distintas. Todas acá somos muy distintas, aunque algunos se confundan y crean que vivir en un lugar así hace que las mujeres terminemos pareciéndonos. Mujer country, nos llaman. La falsedad del estereotipo. Sí es cierto que vivimos cosas parecidas, que nos pasan cosas parecidas. O que no nos pasan ciertas cosas y en eso nos parecemos. Por ejemplo, a todas nos cuesta al principio abandonar algunas costumbres adquiridas: acá, ni zapatos de taco, ni medias de seda, ni cortinas que arrastren por el piso. Cualquiera de esos detalles que en otro contexto denotarían elegancia, en Altos de la Cascada terminan denotando mugre. Porque los tacos se hunden en el jardín y emergen llenos de pasto y barro, porque las panty se corren al contacto con cualquier planta áspera, machimbre o muebles de jardín de ratán, porque en las casas entra mucha más tierra que en los departamentos y lo que arrastre por el piso, sea cortina, niño, o perro, se ensucia feo.

A Teresa le llevó unos metros aceptar que no había solución posible. Decidió caminar en puntas de pie, opción intermedia que le he visto elegir a varias mujeres citadinas, y conformarse con mirar de lejos sin recorrer el lote palmo a palmo como su marido. El Tano en cambio daba pasos firmes, con las manos en los bolsillos y los pies apoyados plenos sobre el terreno. Con cada paso marcaba el territorio; era evidente. Si hubiera sido un animal lo habría meado. Su actitud no dejaba lugar a duda, ese era el lote que estaba buscando. Pero su actitud, en lugar de alegrarme por la comisión casi ganada, me intimidó, y le dije que tenía que confirmar con el dueño que el terreno siguiera a la venta. "¿Y si no está a la venta, para qué me lo mostrás?" "No, sí, a la venta está, o estaba. Caviró padre, el dueño, se lo dio a mi inmobiliaria hace un par de meses, pero no sé, me gustaría chequearlo." "Si se lo dio a una inmobiliaria es porque está a la venta." Y eso podía ser cierto en muchos lugares, pero no en La Cascada. En La Cascada hay que aprender a manejarse con cierta flexibilidad. A veces te aseguran que lo quieren vender y después aparece un hijo que se lo pide para ellos, o les da vergüenza social venderlo, o no se ponen de acuerdo con la mujer. Y termina poniendo la cara la inmobiliaria. En este caso, yo, Virginia, o "Mavi Guevara", mi razón comercial. Algunos ponen su casa o terreno en venta sólo para saber efectivamente cuánto dinero vale, cuánto aumentó su valor desde que lo compraron, porque nos les alcanza la abstracción de una tasación sino que necesitan tener frente a ellos a quien quiera lo que poseen con el dinero en la mano para llevárselo. Y entonces dicen que no, no la venden. "Quiero este terreno", volvió a decir el Tano. "Lo voy a intentar", recuerdo que le contesté. "No me alcanza", me dijo con una voz calma pero a la vez firme que me paralizó, tanto como a su mujer la paralizaban los tacos que se hundían en el barro. No supe qué decirle. El Tano insistió como quien acerca la punta de la espada a un adversario que ya ha caído al piso y está a punto de abandonar la pelea. "Quiero este terreno." Dudé un instante más, sólo un instante, porque después, como una revelación, me encontré a mí misma diciéndole: "Dalo por hecho, este terreno va a ser tuyo". Y no fue una frase hecha, ni una expresión de deseo, ni siquiera tenía que ver con mis posibilidades concretas de lograrlo. Todo lo contrario. Fue la convicción absoluta de que ese hombre parado frente a mí, el Tano Scaglia, al que acababa de conocer, obtenía siempre de la vida lo que quisiera. Y de la muerte.

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Las viudas de los jueves - Página 08

Capítulo 6

El auto se detuvo frente a la barrera. Ernesto bajó la ventanilla, pasó por primera vez la tarjeta electrónica por el visor, y la barrera se levantó. El encargado de vigilancia los saludó con una sonrisa. La nena lo miraba desde su asiento. El guardia agitó la mano frente a la ventanilla, pero la nena no le respondió. Mariana bajó también su ventanilla y respiró exageradamente, como si ese aire fuera mejor que cualquier otro. No era dulce, como lo había sentido hacía dos años cuando había entrado por primera vez a La Cascada. Aquella vez había entrado por otra puerta, por la de visita. Y era primavera, no otoño como esta vez. Le habían pedido hasta el número de documento antes de dejarla pasar. La habían demorado más de quince minutos porque no encontraban a nadie que autorizara su ingreso. En aquel entonces habían ido a un asado en la casa de un cliente de Ernesto. Alguien que le debía un favor, la posibilidad de hacer un negocio para el que no habría calificado sin su ayuda. Y esos favores eran una deuda como cualquier otra, pensaba Ernesto. Sobre todo si le permitían a su deudor ganar mucho dinero. Aquel día, el de ese asado, decidieron que Altos de la Cascada era el lugar donde querrían vivir el día que tuvieran hijos. Y ahora los tenían. Eran dos, ellos hubieran querido uno, pero era eso o seguir esperando. Y Mariana no tenía más fuerzas para esperar. Desde hacía poco más de un mes que el juez se los había dado, y ya no esperaba. Habían estado a punto de comprar un chico en el Chaco, les habían hablado de una partera, pero por suerte apareció otro cliente de Ernesto que conocía al juez en cuestión y la cosa se encaminó mejor.

El auto de los Andrade avanzó lento por la calle arbolada que rodeaba la cancha de golf. Las calles de La Cascada competían en rojos y amarillos. Ningún cuadro del mejor pintor del mundo podría compararse con lo que veían por la ventana, pensó Mariana. Liquidámbares rojos, ginkgos biloba amarillos, robles marrón rojizos. Junto a la nena, en su sillita, dormía Pedro. La nena sintió que hacía un poco de frío con la ventana abierta, y le acomodó la mantita. Ella misma dobló sus piernas y las metió debajo de su pollera nueva. Miró por la ventanilla y vio un cartel que decía "Niños jugando. Velocidad máxima 20 kilómetros", pero no pudo leerlo porque no sabía.

Mariana abandonó el paisaje y los miró por el espejo, simulando acomodarse un mechón de pelo; pensó cómo sería ese vínculo fraterno entre esos niños que apenas conocía. El nombre del bebé lo sabía de mucho antes, de cuando Ernesto y ella eran novios. La nena traía puesto un nombre: Ramona. Mariana no se explicaba cómo alguien, en esta época, podía haberle puesto ese nombre a una nena. Ramona era nombre de otra cosa, no de nena. En tantos años de tratamientos y esperas ella había pensado varios. Camila, Victoria, Sofía, Delfina, Valentina, hasta Inés, como su abuela paterna. Pero la nena traía el propio. Y el juez no autorizó cambiarlo. Por eso Mariana había decidido decirle Romina, sin pedirle autorización a nadie, como si el cambio se debiera tan sólo a un error en las vocales. Por suerte la nena no supo decirle al juez el nombre del bebé, si es que lo tenía, y lo llamaba así, "bebe", sin acento.

Cuando llegaron, Antonia los esperaba en la puerta; había terminado recién de acomodar en un jarrón las flores que había enviado Virginia Guevara. Lo había puesto en el centro de la mesa nueva de pinotea. Llevaba un uniforme celeste con broderí blanco en los puños. Era de estreno, cuando vivían en Palermo no usaba uniforme. Tampoco trabajaba con cama. Pero con la mudanza y la llegada de los chicos, aceptaba el cambio o se quedaba sin trabajo. Al entrar por el camino de grava, el auto hizo un ruido a lluvia de verano, y la nena se estremeció. Miró por la ventanilla el día de sol. "Llueven piedras invisibles", pensó. Mariana fue la primera en bajar. Se acercó a Antonia y le dio la cartera y un bolso con la poca ropa que no había venido en la mudanza el día anterior. Enseguida fue hacia el auto, abrió la puerta trasera y desabrochó el cinturón que ataba el bebé a la sillita. La nena la miró mientras levantaba a su hermano. Mariana dijo algo así como "venga acá mi chiquito", y lo sacó fuera del auto. La mantita se cayó sobre el camino de piedras. "¿Viste qué lindo está hoy Pedrito, Antonia?" Antonia asintió. "Anda a hacerle una mamadera que debe estar muerto de hambre." Antonia se metió dentro de la casa con el bolso y la cartera. Mariana, con Pedro en brazos, miró hacia el auto buscando algo. "¿Ernesto?", dijo, y Ernesto apareció de detrás del baúl cargando unas raquetas de tenis y un portatrajes sobre el cochecito de Pedro. Se les unió y entraron en la casa. La nena vio cómo la puerta se cerraba detrás de ellos. A través de la luneta polarizada miró la casa. Le pareció la casa más linda del mundo. Parecía hecha de crema y caramelo, como la de ese cuento que le habían contado un vez en la parroquia en Caá Catí. Habría salido del auto a correr por el pasto que parecía una alfombra, pero no podía, no sabía cómo sacarse el cinturón de seguridad. Lo intentó, pero no pudo, y tuvo miedo de que se rompiera y alguien le terminara pegando, ya no quería que nadie le pegara.

Pasó un rato. La nena se entretuvo mirando la calle. Una señora que llevaba un perro encadenado, una mujer con el mismo uniforme de Antonia que paseaba a un bebé en un cochecito, un chico que andaba en bicicleta, y una nena en patines. A ella también le gustaría andar en patines alguna vez, pensó. Nunca vio un par de patines de cerca, y la chica pasó demasiado rápido. Eran color rosa, eso sí alcanzó a ver. Su color preferido.

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Las viudas de los jueves - Página 09

La puerta de la casa se abrió y salió Antonia. Fue hasta al auto. "¿Y vos qué te quedaste haciendo acá? Vení, vení", dijo mientras le sacaba el cinturón con torpeza, ella tampoco estaba acostumbrada a desabrochar cinturones. La agarró de la mano y la metió en la casa. En su casa.

El lunes siguiente a la mudanza la nena empezaba el colegio. Nunca había ido al colegio antes. En el Lakelands, un colegio inglés que Mariana y Ernesto habían soñado para cuando llegara su primer hijo, consiguieron que la tomaran en primer grado aunque no tuviera ningún conocimiento previo del idioma. Y cuando hablaban del idioma se referían al inglés. No iba a ser fácil para la nena. Hacía casi dos meses que habían empezado las clases. La directora les dijo que tenían que encarar el desafío en forma conjunta: ellos se ocuparían de darle una atención personalizada para que adquiriera las English skills del resto de sus compañeros, pero Mariana se debía comprometer a reforzar lo aprendido con apoyo escolar extra. No hablaron de maestra particular sino de coach. Mariana estuvo de acuerdo. Tenían que intentarlo. Pedro iría sí o sí al Lakelands, desde la sala de dos, como cualquier otro chico. Y por motivos prácticos, era mejor que Pedro y la nena fueran al mismo colegio.

Mariana no tenía demasiadas expectativas acerca de esos primeros pasos escolares de Romina. Aprendió a no generar expectativas para no frustrarse en años de tratamiento de fertilidad en los que mes a mes iba al baño temiendo que sucediera lo que sucedía. La mancha que teñía todo de bronca, y el calendario que volvía a correr otra vez. Hasta que en los Estados Unidos le diagnosticaron "huevos vacíos, sin posibilidad de reversión", y ella les agradeció la franqueza. Con la escuela de la nena quiso hacer lo mismo, borrar cualquier expectativa, estar convencida de que todo iba a salir mal, y aliviar la futura decepción anticipándola. Pero cuando llegó el momento, se sintió, de todos modos, nerviosa. La noche anterior preparó todo, ella misma repasó el uniforme con la plancha para asegurarse de que las tablas de la pollera estuvieran absolutamente simétricas, y dejó la ropa recién planchada sobre una silla. La blusa blanca, el suéter azul con vivo rojo y verde, la pollera escocesa. La nena dormía. Su pelo negro brillaba aun en la oscuridad del cuarto.

Mariana bajó al comedor diario y prendió el televisor y un cigarrillo. Ernesto trabajaba en la computadora. Pasó de un canal al otro sin saber qué miraba. Sólo quería que pasara el tiempo, que ya fuera el día siguiente, y el otro, y el otro, y por fin el día en que se olvidara de quiénes habían sido sus hijos, y de dónde venían. Sobre todo la nena. Pedro era otra cosa, tenía apenas tres meses. Enseguida se le borrarían los olores, un aliento particular, una voz, un latido, un golpe. A su bebé lo iría haciendo a su medida. A la nena no. Sus ojos ya habían visto demasiadas cosas. Se le notaba. A Mariana le costaba mantenerle la mirada, le daba miedo. Como si esos ojos oscuros le pudieran mostrar lo que alguna vez vieron.

El despertador sonó a las siete y media. Mariana se levantó, se vistió y bajó a desayunar. Recién entonces le pidió a Antonia que despertara a Romina, le llevara el desayuno y la vistiera. Luego ella subiría a peinarla. Ernesto no las iba a acompañar. El hubiera querido, en esos eventos siempre se conoce a alguien que puede terminar siendo un buen contacto, o un buen cliente, y quería empezar a conocer la comunidad a la que ahora pertenecía. Pero Mariana le pidió que se quedara en casa con Pedro. Había tosido toda la noche, eso la tenía preocupada. Y Mariana preocupada era peor que perder cualquier tipo de negocio, él bien lo sabía.

Mariana subió al cuarto de la nena. La peinó lo mejor que pudo. El pelo de la nena era negro, brilloso, y rígido como alambre. El mismo día que los trajeron desde Corrientes los esperaba un peluquero. Todavía vivían en el departamento de Capital. En menos de cinco minutos la cabeza del bebé lucía totalmente rasurada. Pero con la nena, Mariana no podía hacer lo mismo. Aunque hubiera querido. Aquel día la nena jugaba con los mechones de pelo de su hermano desparramados por el suelo de la cocina, mientras Mariana, a un costado, le daba instrucciones al peluquero. "Tan corto no, tiene un pelo hermoso", dijo él. Mariana dudó, la miró, la nena sentada en el piso tenía la mirada clavada en el mosaico. La escoba de Antonia que barría el pelo muerto de su hermano le raspó la mano. "Córtele las puntas aunque sea, y rebájele un poco la cantidad", dijo Mariana. Pero el peluquero no pudo. En cuanto se acercaba con la tijera la nena entraba en una crisis de nervios. "Parece un gato encerrado", dijo Antonia. "Parece un gato herido", corrigió el peluquero. La nena sintió miedo; Mariana también. Aunque ya había pasado más de un mes de aquella primera tarde juntas, cada vez que Mariana la peinaba, la nena temblaba. "No te muevas que así no te puedo peinar", era todo lo que decía, y la nena hacía tanta fuerza para no moverse que terminaba cansada y dolorida. Le ató el pelo con una cinta escocesa, del mismo escocés que la pollera del uniforme, y le puso dos hebillas de carey marrón a cada costado que brillaban menos que su pelo. Mariana se preguntó dónde habría nacido. Y dónde sus padres. Que la hubieran ido a buscar a Corrientes no aseguraba nada. El nene sí, la madre estuvo internada en el hospital de Goya. Pero decían que la mamá no era de ahí. La nena podía ser correntina, pero también misionera, o chaqueña, o tucumana. Se inclinó por Tucumán. Mariana podía imaginársela dentro de unos años, robusta y maciza como una mujer tucumana que trabajaba en la casa de su amiga Sara como doméstica. Pedro también era robusto, pero poco a poco no se le iba a notar. Con suerte quizá no sean hijos del mismo padre y la genética lo beneficie, pensó. Medio hermano. Con la cabeza rasurada casi no se parecían. De bebé le pasaría la maquinita, una vez por semana si hiciera falta. Y de grande, pelo bien corto como Ernesto, y si era robusto mejor, lo pondrían de pilar en el equipo de rugby del colegio. Además la alimentación que recibiría sería siempre sana y la mejor, y eso ayudaría, pensó. Y deporte, mucho deporte. La nena, por más que se la pusiera a dieta o la matara a ejercicios, tenía los tobillos como macetas, y eso, Mariana lo sabía, no había forma de solucionarlo.

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Las viudas de los jueves - Página 10

Le sacó las hebillas y se las volvió a poner. Un poco más alto. La nena la miraba casi sin parpadear. Mariana le contó del nuevo colegio, de la oportunidad que se le abría, de que uno no es nadie si no se maneja en inglés, de lo mucho que iba a tener que esforzarse. Después no le contó más, le pareció que no la escuchaba. Tomó la mochila de la nena y salió. La nena la siguió unos pasos atrás. Cuando pasó frente al cuarto de Pedro se escurrió dentro. "Chau, bebe", escuchó Mariana desde el pasillo. Fue a buscarla. "No lo despiertes, estuvo tosiendo toda la noche", dijo. Cuando ya estaban al pie de la escalera agregó: "Se dice bebé, no bebe". "Bebe", volvió a decir la nena sin acento, y Mariana ya no dijo nada.

Los alumnos formaban en el patio. Mariana averiguó cuál era la fila de primer grado y la dejó allí. La observó desde lejos. Era la más alta. La más grandota. Y la más oscura. El sol de la mañana rebotaba sobre su cabello. Mariana se puso a un costado. Algunos padres se quedaban hasta que se izara la bandera. Una mujer a su lado le hablaba. Ella también era nueva. Se acababan de mudar a la zona, como ellos. "¿Ustedes de qué colegio vienen?", preguntó. Mariana fingió no escuchar. Contó las cabezas de todas las chicas en la fila de primero "A". Seis rubias, ocho castañas claras, dos castañas oscuras. Y la nena. "¿La tuya cuál es?", insistió la mujer a su lado. "Aquella", dijo Mariana sin señalar. "¿La rubiecita del moño azul?" "No, la morocha grandota." La mujer buscó con la mirada y antes de que la encontrara, Mariana agregó: "Es adoptada". Empezaron a sonar las primeras estrofas del Himno.

Capítulo 7

La primera señal de que formaríamos parte de grupo de amigos más reducido de los Scaglia nos llegó unos meses después de su mudanza. Yo estaba entrando a la ducha, apurada, había citado a un cliente para mostrarle una casa que salía a la venta, y me había quedado dormida. El uno a uno había reactivado el mercado. Yo no entendía bien por qué, si lo terrenos valían cada vez más en dólares; nunca entendí demasiado de variables económicas y efecto cruzados, pero la gente que podía invertir estaba contenta, y yo también. Sonó el teléfono. Salí corriendo a atender pensando que era mi cliente. Casi me resbalo con los pies mojados. Era Teresa. "Los queremos invitar a casa el miércoles a la noche, Virginia, a eso de las nueve. Vamos a ser unas diez parejas amigas y nos gustaría que ustedes vinieran, es el cumpleaños del Tano."

Antes de esa primera invitación, Ronie se había cruzado al Tano un par de veces en la cancha de tenis, y en una oportunidad habían tomado algo juntos después de un partido. Yo no los había vuelto a ver desde la escritura; en la etapa de la construcción sólo se los veía rodeados de arquitectos, y aunque estuve tentada de cruzarme varias veces, la actitud, sobre todo la del Tano, desalentaba cualquier acercamiento. Por lo que supe, no era la única intimidada. Estaba claro que el Tano era quien elegía con quién quería juntarse y con quién no. Uno no podía tomar la iniciativa de acercársele a menos que él diera una clara señal. Y rechazar una invitación suya tampoco era una decisión fácil de tomar. Les había llevado flores el día de la mudanza, con una tarjeta que decía: "Cuenten conmigo para lo que necesiten, su vecina, Virginia". A todos mis clientes, apenas mudados, les mandaba flores con esa tarjeta. Era un intento de tratar de correrme del rol de agente inmobiliario después de que se concretaban las operaciones, por eso firmaba Virginia, y no Mavi, el apócope de María Virginia que había adoptado para identificarme profesionalmente. Si no, los amigos nunca dejaban de ser potenciales clientes, y los clientes no pasaban de potenciales amigos. Lo tengo escrito en mi libreta roja. Todo se mezcla muy raro en La Cascada. Será porque en este lugar la definición del término amistad es demasiado amplia, tanto, que termina siendo estrecha.

Llegamos con la puntualidad que lo caracterizaba a Ronie. Fuimos los primeros. Nos abrió el Tano con una sonrisa de bienvenida que nos hizo sentir más esperados de lo que suponíamos. "¡Qué suerte que vinieron!" Ronie le dio el regalo. Era una remera de tenis, clásica, comprada en el pro shop que funciona junto a las canchas. La había comprado yo. Siempre regalo ese tipo de cosas. Una remera es un regalo políticamente correcto y fácil de cambiar. Me resulta difícil y absurdamente arriesgado comprar algo para quien conozco poco. Jamás habría comprado un libro, mucho menos a un hombre, que si leen son de leer ensayos de actualidad, políticos o económicos, más que novelas. Quizá tenés la mala suerte de regalarle un libro que dice "A" a alguien que piensa "B". Como caerle con la camiseta de Boca a alguien de River. Un papelón. Con la música me pasa lo mismo, y además, de música no entiendo nada. Juani entiende, pero le molesta que le pida consejo, y en esa época era todavía muy chico. Todavía es muy chico. Una remera me salvaba siempre. Si el homenajeado juega golf, remera de golf, con botones y cuellito tipo chomba, nunca cuello redondo, que no está permitido a quienes juegan ese deporte. Si corre, remera de entrenamiento, dri-fit, tela absorbente. Si juega tenis, remera clásica, blanca con azul o celeste, no mucho más jugado si recién lo conozco, y en el pro shop de Altos de la Cascada, donde no te dan factura y se puede cambiar sin problema sin siquiera llevar la bolsita.

Y una de las pocas cosas que sabía del Tano a la hora de festejar su primer cumpleaños en La Cascada era que lo apasionaba el tenis. De hecho, la mayoría de los invitados a su cumpleaños tenía algo que ver con ese deporte. Roberto Cánepa, presidente de la Comisión de Tenis, y su mujer, Anita; Fabián, el profesor del Tano, con su novia; Alfredo Insúa, el número uno de La Cascada hasta que llegó el Tano y después de tres partidos consecutivos perdidos empezó a dedicarse al golf, con Carmen, su mujer, que con Teresa se ocupaba de organizar los torneos de burako a beneficio del comedor de Santa María de los Tigrecitos. Los únicos que no eran gente de tenis eran una pareja de un country vecino, Malena y Luis Cianchi, que se habían hecho amigos de Teresa porque sus hijos iban juntos al colegio. Y Mariana y Ernesto Andrade, gente nueva en el barrio pero que el Tano conocía por algún asunto de negocios que Andrade le había arreglado. No había ningún pariente, ningún amigo que no viviera en Altos de la Cascada o en un country a menos de dos puentes del nuestro. "Es que es un bodrio invitar gente muy mezclada, unos andan por un lado, otros por otro, nadie se habla, y vos te terminas haciendo cargo, yendo de un rincón a otro y no disfrutas", justificó Malena mientras elegía un canapé de la bandeja que la empleada de los Scaglia tenía extendida frente a ella. "No, y además los pones en un compromiso porque venirse hasta acá, tanto viaje, de noche, por dos o tres horas, un miércoles... preferible hacer un asado para ellos el fin de semana", confirmó Teresa, atenta al desempeño de su empleada. "Trae más vino, María." "Eso lo decís ahora que recién te mudas, en un par de meses no invitas más a nadie. Te toman la casa, los invitas a un asado al medio día y se te instalan hasta la noche, si tenes la suerte de que no se queden a dormir. Te usan la casa de quinta, tremendo", remató alguna. "Che, ¿de dónde es el servicio?"

A esa altura de la noche, las mujeres ya estábamos por un lado y los hombres por otro. Menos yo. A mí siempre me gustó picotear de distintas manos. Cuando estoy con las mujeres quiero saber de qué hablan los hombres, y cuando estoy con los hombres, quiero saber de qué se ríen las mujeres. Me podía prender en una charla donde hablaran de zapatos y carteras tanto como en una donde hablaran de la suba de la Bolsa y la baja de las tasas de interés a partir de la convertibilidad o de las ventajas y desventajas del Mercosur. O me podía aburrir en ambas. Sentada sobre el brazo del sillón donde Ronie discutía con Luis Cianchi acerca de cierta ingeniería financiera para su nuevo proyecto de aquel entonces, vi que Teresa se separaba del grupo de las mujeres con exagerado misterio. La seguí con la mirada. Teresa salió por el pasillo que da al cuarto de servicio. Cinco minutos después hizo una reentrada triunfal. La seguía un mago. "Querido, vos que lo tenés todo, aquí está mi regalo de este año: un poco de magia." Teresa sonrió, el mago sonrió detrás de ella. El Tano no sonreía. Me sentí incómoda, como si yo tuviera la culpa de algo de lo que estaba viendo, por estar ahí, mirándolo. Aunque uno se convenza de que sólo es responsable de sus acciones, mirar también es una acción, escribí esa noche en mi libreta roja. Fue un instante, pero me pareció eterno. Entonces se me ocurrió aplaudir, como si hubiera acabado de escuchar un discurso. Miré a mi alrededor en busca de compañía en el aplauso. Los demás me siguieron, con menos efusividad, pero con firmeza. Hasta el Tano terminó aplaudiendo. Sentí cierto alivio a pesar de que me dolían las manos, el anillo que había ganado en el último torneo de burako se me había dado vuelta y se me incrustaba en la palma con cada golpe.

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Las viudas de los jueves - Página 11

El mago empezó su show y Teresa fue a sentarse junto a su marido. Yo estaba cerca, frente a él, y le leí los labios. "¿Quién te pidió que trajeras eso? La próxima vez pregúntame." Lo dijo calmo, mirando hacia adelante, pero firme. El resto de la conversación la adiviné mientras me servía un vaso de vino. Una vez más comprobé la contundencia de la voz pausada y calma del Tano, que ni siquiera oía con claridad pero intuía como aquella vez que había dicho "quiero este terreno". Y me puse a pensar en mi propia voz. En mis gritos. Sabía desde hacía tiempo que mis gritos no surtían ningún efecto, ni con Ronie ni con Juani. Pero gritaba igual. Seguramente más como descarga que para ser escuchada. "Si pudiera aprender algo del Tano", pensé en aquel primer cumpleaños. Pasé por delante de ellos con la copa de vino servida, el Tano me sonrió. Yo también. Me senté en el piso, en primera fila. El show era regular, el mago, con su traje gastado y chistes aprendidos que no respetaban entonación ni puntos ni comas, no terminaba de convencer a nadie. Yo igual aplaudía, y los demás me seguían. Me saqué el anillo y lo guardé en el bolsillo de mi pantalón. Cada tanto me daba vuelta a mirar a Teresa y al Tano, uno junto al otro; el Tano le había pasado el brazo por sobre el hombro, de una forma ambigua que no permitía definir si la abrazaba o la sujetaba. "A ver si tenemos la suerte de que pase el homenajeado a hacer un truco", dijo el mago. El Tano no se movió. Como si no le estuvieran hablando a él. "Vos sos el cumpleañero, ¿no?" "No", dijo el Tano, como sabe decir él. El mago quedó descolocado, Teresa miró incómoda a su marido, pero no dijo nada. El Tano, en cambio, sostenía la situación sin ninguna incomodidad. Los demás no sabían si correspondía reírse o preocuparse, y nadie se jugaba para un lado ni para el otro. Yo creía saber, pero no me atreví. Ronie hizo lo que yo no me atrevía. Y me sorprendió esa complementariedad que manteníamos a pesar de no entender por qué seguíamos juntos. Funcionábamos como si se hubiera perdido casi todo lo que alguna vez nos sostuvo, excepto la minuciosa y tácita distribución de roles y tareas que seguía apuntalando lo que habíamos armado juntos con voluntad más que con cualquier otra pasión o sentimiento. Ronie se paró y dijo: "El cumpleañero soy yo". El mago fingió que le creía, aunque no le creyera. Su cara se aflojó y agradeció íntimamente. Los demás siguieron la broma. "El show debe continuar", dijo el mago, más para sí mismo que para su público. Para eso lo habían contratado.

Aplaudí una vez más y con más fuerza, y más de uno debe haber juzgado que estaba borracha. El mago hizo que Ronie cortara una soga en varias partes que luego volvían a estar unidas, y otra vez cortadas, con nudos y sin nudos, y así sucesivamente, más veces de las que la tensión reinante admitía. Luego un truco con argollas que provocó el chiste infalible. "Mira qué bien maneja la argolla, Ronito", dijo Roberto Cánepa sin ninguna sutileza. "Ay, gordo", dijo su mujer a modo de reproche, pero se rió como el resto.

Hasta que llegó el truco final. El mago pidió un billete. Ronie metió la mano en el bolsillo y sacó sólo monedas. "A buen puerto", dijo Insúa y se rió con ganas para que no quedaran dudas de que era una broma, y por lo tanto nadie pudiera ofenderse. Alguien del público amagó abrir la billetera, pero el Tano lo detuvo con un gesto. Sacó un billete de cien y lo extendió hacia el mago sin moverse, desde su lugar, medio enrollado a lo largo, como el billete extendido que terminará en el escote de una odalisca. El mago tuvo que acercarse abriéndose paso entre la gente, mientras el Tano no hacía más esfuerzo que sostenerlo en el aire. El mago tenía las manos transpiradas y el billete se le quedó pegado. "Gracias, señor..., muy amable", dijo y volvió al escenario tratando de no pisar a nadie.

El truco consistía en anotar la numeración del billete, doblarlo, guardarlo en una caja, quemarlo a través de la caja con un cigarrillo, y que luego el billete apareciera sano y salvo. "Años atrás, en lugar de este truco hacía el de la ayudante que la cortaba con el serrucho", dijo mientras preparaba el billete en la cajita, "pero de un tiempo a esta parte el truco del billete genera mucha más tensión en cierto público".

Nos reímos. Fue el primer chiste que sonó bien entonado. Hasta el Tano se rió, y pareció que la tensión aflojaba. El mago siguió con su tarea. Le pidió a Mariana Andrade el cigarrillo que estaba fumando. Lo hizo atravesar la cajita y el billete dentro de ella; el humo se oscureció y aumentó. El cigarrillo atravesó la caja y pasó del otro lado medio machucado. Una gota de sudor corría por el costado de la cara del mago, y temí que el truco hubiera fallado. Pero no. Devolvió el cigarrillo, hizo que Ronie abriera la caja, sacara el billete, lo desdoblara y se lo mostrara al público como tenía que ser: sano, intacto, utilizable. Constató la numeración. Era el mismo billete. Hubo un aplauso final sentido, más que por el truco en sí mismo, por la ¡ certeza de que el show terminaba. El mago le extendió el billete al Tano. "Quédatelo a cuenta. Seguro esto me va a salir más caro que un billete." El billete quedó un instante en el aire, entre ellos dos, y luego el mago lo dobló más prolija y lentamente que cuando hizo el truco, lo metió en su bolsillo, inclinó la cabeza y dijo otra vez: "Gracias, señor, muy amable".

Fuimos los últimos en irnos. Nos acompañaron hasta la entrada. El Tano sostenía a su mujer del hombro en el marco de la puerta, con la misma ambigüedad con que lo había hecho durante toda la noche. "Lo pasamos muy bien, gracias", dije, había que decir. "Estuvo muy ameno, ¿no?", me contestó Teresa. Miré a Ronie esperando que él contestara, pero no lo hizo y enseguida tapé su silencio. "Sí, muy ameno, gracias." Me preocupaba que Ronie no acompañara aunque sea con monosílabos mi saludo. Lo miré otra vez dándole pie. Hubo un pequeño silencio más y luego dijo: "¿Sabes cuál va a ser tu problema acá, Tano?". El Tano dudó. "Que no tenés rival." Los tres nos quedamos en silencio, seguramente ninguno terminaba de entender a qué se refería, y yo por mi parte sentí cierto temor. "No hay nadie que te pueda hacer partido, te vas a terminar aburriendo. Hace falta gente nueva, que juegue un tenis de tu nivel, Tano." El Tano entonces sonrió. Yo también. "Te encargo ese tema con los futuros clientes inmobiliarios, Virginia, punto uno del formulario de admisión: excelente nivel de tenis. Si no, no hay escritura." Otra vez más, antes de que acabara esa noche, festejamos un chiste que no nos hizo gracia. Terminamos de saludar y nos fuimos despacio, haciendo apenas ruido sobre el pasto mojado de rocío. A nuestras espaldas escuchamos la puerta de los Scaglia, cerrándose. Una puerta pesada, con un picaporte que funcionaba con la precisión de un instrumento de relojería.

Caminamos unos pasos más en silencio y cuando me sentí protegida por la distancia dije: "Te apuesto que la está cagando a pedos por lo del mago". Ronie me miró y negó con la cabeza. "Te apuesto que está pensando en un buen rival para el tenis."

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Las viudas de los jueves - Página 12

Capítulo 8

Los primeros años en Altos de la Cascada Virginia se dedicó a criar a Juani y a disfrutar del deporte, de las caminatas bajo los árboles, de las nuevas amistades. Era una más de nosotros. Si nos vendió o alquiló alguna casa o terreno en aquella etapa fue seguramente una operación aislada en la que intervino sólo porque conocía a alguna de las partes. Se empezó a dedicar más oficialmente al negocio inmobiliario seis años después, cuando Ronie se quedó sin trabajo. Habían sido muchos años dedicados a administrar los campos de una familia amiga, así que le correspondió una indemnización interesante que les permitiría vivir sin demasiados problemas por un tiempo. Un plazo más corto o más largo según el nivel de gastos que llevaran de ahí en adelante. Y Ronie se lo tomó así, como un tiempo sabático e indeterminado. Antes de que ese tiempo expirara, él estaría generando otro ingreso, pensó. Pero Mavi no pensaba lo mismo, aunque no se lo dijera. Sospechaba las dificultades con las que se encontraría su marido a la hora de ponerse a buscar un nuevo empleo y no quería ver sangrar sus ahorros sin ninguna entrada que ayudara a aminorar la hemorragia. Reducción de gastos, le dijeron a Ronie, y al mes habían traído a un ingeniero agrónomo recién recibido a aprender lo que él había hecho durante tantos años sin título. El que para esa misma época y como espejos contrarios se había asegurado trabajo era nuestro presidente, el de la Nación, que gracias a la reforma de la Constitución que cambiaba a cuatro años su mandato, podía ser reelecto. Ronie no tuvo la misma suerte. Aunque en ese año signado por la muerte perder el trabajo era mal de muchos, pero no el peor castigo. Menos de un año después del atentado a la mutual judía, se mataba el hijo del presidente al caer su helicóptero, explotaba Fabricaciones Militares en Río Tercero matando a siete personas, y se iban ídolos como el boxeador que había tirado a su mujer por la ventana, o el primer campeón argentino de fórmula uno, que todo Balcarce despidió encendiendo el motor de su automóvil en el momento del entierro. Pero la muerte, la nuestra, la cercana, todavía estaba bastante lejos por aquella época.

"Mavi Guevara" fue la primera inmobiliaria manejada por alguien que conocía realmente La Cascada. Y a quien nosotros conocíamos. María Virginia Guevara. Virginia; nosotros nunca la llamábamos ni por el nombre completo ni por el abreviado, como si eso marcara una diferencia, porque el María Virginia correspondía a un pasado que desconocíamos y el Mavi era un nombre impuesto para los negocios. Antes de que Virginia apareciera oficialmente en el rubro, las casas las vendíamos y comprábamos por intermedio de inmobiliarias de San Isidro, Martínez, incluso de Capital, con un manejo impersonal, donde nadie conocía a nadie y los agentes nos mostraban los inmuebles como si fueran separables del piso en el que estaban plantados. Virginia instaló un estilo distinto. Nadie como ella sabía de los tesoros que guardaba cada casa. Ni de los defectos. Sabía que acá las calles no son rectas paralelas como en la ciudad, que su trazado no responde a patrones establecidos. Después de mostrar tres casas, el empleado de una inmobiliaria cualquiera podía confundir el este con el oeste, y terminar llamando a la guardia porque Altos de la Cascada se le convertía en un laberinto del que no podía salir ni siquiera volviendo sobre sus propios pasos. Como al Hansel del cuento que los pájaros le comieron las miguitas de pan, a los forasteros La Cascada les devora el sentido de orientación, los atrapa en su trazado de caminos donde todo parece igual y diferente al mismo tiempo. Virginia podría salir con los ojos cerrados. Cualquiera de nosotros podría. Sabemos de memoria detrás de qué arboleda sale el sol. Detrás de la casa de quién se pone. En verano o en invierno, que no es lo mismo. A qué hora canta el primer pájaro, por dónde pueden cruzarse un murciélago o una comadreja. Ese era uno de los puntos que más tenía en cuenta Virginia a la hora de mostrar un inmueble: los murciélagos y las comadrejas. Potenciales vecinos, desprevenidos, pueden creer que al llegar a Los Altos llegaron al Paraíso, y si se les cruza un animal de ese estilo, sin haber sido advertidos previamente, no se reponen del susto. A murciélagos o comadrejas no los detienen ninguna de las tres barreras, ni los alambrados perimetrales. Después uno se acostumbra, hasta les tomas simpatía, pero el primer impacto es fuerte, como una desilusión. Los que venimos de la ciudad traemos muchas fantasías, pero también muchos miedos. "Y para el negocio inmobiliario es bueno que mantengan las fantasías y que se saquen los miedos", tiene escrito Virginia en su libretita de apuntes en el capítulo dedicado a "Murciélagos, comadrejas, y otros bichos de La Cascada". "Al menos hasta el día de la escritura", agregó entre paréntesis. Una libretita roja, con espiral, una especie de bitácora de su aprendizaje del negocio inmobiliario que llevaba a todas partes. Una liebre, en cambio, sí que estaba bien conceptuada al momento de mostrar una casa, sobre todo a una familia con chicos, "esa suele ser la parte de la naturaleza que les gusta ver".

Su libreta roja fue ganando valor con los años y la experiencia. De alguna manera se convirtió en leyenda en el barrio. Formaba parte del mito de Mavi Guevara. Todos sabíamos que existía pero, aunque algunos aseguraban que sí, nadie la había leído. Temíamos haber sido incluidos, pero también haber sido ignorados. Y sospechábamos, equivocadamente, que entre todos podíamos armar oralmente un rompecabezas parecido al que en ella se escondía, juntando frases aisladas que le fuimos escuchando a lo largo de los años e inventando adecuadamente otras. Repitiendo sentencias tal como nos las acordábamos, fuimos armando entre todos una libreta roja imaginaria y oral que dábamos como cierta. Y Virginia no nos contradecía. "Pórtate bien que te anoto en mi libreta roja", amenazaba, y se reía. Ella decía que apuntaba todo, aunque no estuviera segura acerca de la utilidad de algunas de sus anotaciones. Hacia dónde desagotan las zanjas. Qué parque se inunda. Cuál es el mejor electricista de la zona. Y el mejor cerrajero. Qué vecino es intratable. Quién no se ocupa como corresponde de su mascota. Quién no se ocupa de sus hijos. Algunos dicen que anota hasta quién engaña a su mujer o quién no le paga a su empleada. Pero deben ser todas habladurías, porque eso qué importa a la hora de comprar o vender una casa. Y además de la libreta roja llevaba un fichero alfabético de fichas rayadas blancas. Los Insúa. Los Masotta. Los Scaglia. Los Urovich. Tenía todas las casas fichadas, las que estaban a la venta y las que no. Agregó las que no estaban a la venta poco después de enterarse de que en algunos diarios ya tienen escritos los obituarios de ciertos personajes famosos antes de que mueran. "Trabajo adelantado", decía, "menos macabro el mío que el de ellos". Y a pesar de que algunos se quejaron de estar incluidos en su fichero pre-mortem, el paso de los años le fue dando la razón. Distintas crisis de distinto tipo hicieron que casas que habían sido pensadas para toda la vida dejaran de serlo. El dinero que puede pagar la vida en un lugar así cambia de manos con las épocas. Y Mavi no lo hacía ni de agorera ni de envidiosa, como le gritó un día en la cara Leticia Hurtado, poco después de que le remataron la casa. Lo hacía porque se había dado cuenta antes que todos de qué se trataba la cosa, tanto, que hasta tenía fichada su propia casa.

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Las viudas de los jueves - Página 13

En casi todos los inmuebles que se vendieron o alquilaron en Altos de la Cascada los últimos años hubo un cartel de "Mavi Guevara. Inmobiliaria". Nadie pudo nunca competir con ella en servicio al cliente. Virginia no aceptaba terminar una cita de trabajo sin haber tomado un café con los clientes, sin haber charlado de cualquier otra cosa con ellos, o sin tener al menos una vaga idea de quién era ese que firmaba los papeles detrás de su escritorio. "Sería incapaz de venderle la casa de un amigo a cualquiera. En Altos de la Cascada todas las casas son o fueron de un amigo. Y todos los nuevos que llegan son potenciales amigos", dicen que tenía anotado en las primeras hojas de su libreta. Se lo mostró una tarde a Carmen Insúa, dicen, cuando Carmen ya no era quien había sido. "Cada punto de la transacción inmobiliaria, se concrete o no, tiene que ser muy claro. Nadie se puede dar el lujo de quedar mal con nadie, porque, tarde o temprano, los caminos de La Cascada los van a cruzar." Y después de una pelea con Carlos Rodríguez Alonso, que se negó a pagarle la comisión estipulada por la venta de su casa, alegando que ellos eran amigos y que él pensó que le pasaba el dato "de onda", dicen que agregó a un costado de la nota anterior: "¿Se puede llegar a ser verdaderamente amigo de alguien a quien uno conoce a través de su bolsillo?". Y respondió ella misma a pie de página: "Por el bolsillo pasan todas las miserias".

Capítulo 9

Romina ya había salido para el colegio. La llevaba un remís. A Mariana la ponía de mal humor levantarse tan temprano, y si lo hacía, se aseguraba una mañana cruzada. Tampoco Romina amanecía de mejor talante. Cuando tuviera que llevar a Pedro sí que se levantaría, pero hasta para la nena, ahora su hija, Romina, era más agradable viajar en remís con Antonia que aguantar su fastidio matutino, pensaba. Mariana entró en la ducha y se quedó bajo el chorro de agua hasta que la modorra empezó a ceder. Cuando salió del baño, envuelta en una toalla, Antonia ya había regresado del colegio, había hecho su cuarto, dejado una bandeja con su desayuno sobre la mesa de luz, y estaba juntando la ropa abollada al pie de la cama. Evidentemente estas mujeres tienen otro biorritmo, pensó Mariana, son mulas de carga. Y se tiró otros cinco minutos sobre la cama. Antonia se agachó a levantar del piso la remera de spandex y piedritas brillantes que Mariana había usado la noche anterior y notó que tenía un pequeño agujero. "Señora, ¿usted vio esto?" Mariana se acercó e inspeccionó la remera. "Parece una chispa", dijo Antonia. "Esto fue el cigarrillo de algún pelotudo. Cien dólares chamuscados en una postura..." Mariana devolvió la remera al bollo de ropa sucia que llevaba Antonia y se empezó a desenredar el pelo. Antonia inspeccionó el pequeño agujero debajo de la axila. "¿Quiere que trate de zurcirla?", dijo con timidez. Mariana la miró. "¿Alguna vez me viste usar algo zurcido?"

Antonia salió y fue al lavadero. Estaba contenta. Cuando Mariana dejaba de usar alguna ropa se la regalaba, y esa remera era mucho más de lo que hubiera soñado regalarle a su hija el próximo cumpleaños. La revisó antes de lavarla a mano. Sobre la tela negra, las piedras brillantes formaban círculos concéntricos que casi la mareaban. Estaban todas las piedritas, intactas, y con dos puntadas el agujero desaparecería.

Cuando la remera cumplió su ciclo de lavado y planchado, Antonia la subió al vestidor de Mariana, la dobló, y la dejó en el casillero de las remeras negras. Sabía que pronto sería suya, ojalá antes de que Paulita cumpla años, pensó, pero no podía tomarse el atrevimiento de quedársela sin que su patrona se lo dijera.

Unos días después Mariana recibió a tres vecinas a tomar el té. Las mujeres manejaban, entre otras cosas, el comedor infantil que estaba a unas cuadras de la entrada de Altos de la Cascada. "Las Damas de los Altos", se hacían llamar, y estaban armando una fundación. Teresa Scaglia, Carmen Insúa y Nane Pérez Ayerra. Trataban de interesar a Mariana para que se sumara a su cruzada. "Lo que más necesitamos son zapatillas, si no, cuando llueve, la mitad de los chicos no viene a comer porque no pueden pasar por el barro descalzos, ¿vos podes creer?", dijo la que había elegido té de mango y frutilla. "Qué increíble...", dijo Mariana, mientras Antonia le alcanzaba una tetera con más agua caliente. "Tenes que venir un día, Mariana, y tenés que traer a tus chicos, para que vean lo que es la realidad, porque si no los criamos como en una burbuja." Y Mariana asintió y se quedó pensando qué le pasaría a Romina cuando los viera, porque Romina había sido como ellos, o peor que ellos, pensó, había sido Ramona, seguía siéndolo en el fondo de esos ojos oscuros que le daban miedo. En cambio Pedro siempre fue de ella, desde el primer momento. "Gracias, Antonia, por ahí está bien", le indicó a la empleada parada junto a ella con el agua de recambio para la tetera.

Pasaron unos días y una mañana, cuando Antonia entró en el cuarto de Mariana, encontró sobre el baúl, al pie de la cama, una pila de ropa doblada. La segunda prenda empezando de abajo hacia arriba era la remera negra con piedras brillantes. El resto era ropa de Mariana y de los chicos en desuso, y dos remeras de golf de Ernesto, descoloridas por el sol. "Poneme esa ropa en una bolsa que la va a pasar a buscar Nane Ayerra." Antonia no entendió, no era lo que Mariana solía hacer con su ropa en desuso, si siempre le daba todo a ella para que lo llevara a Misiones y lo repartiera con la familia. "¿Sabes quién es Nane, no? Esa rubia mona que estuvo tomando el té el otro día." Antonia asintió aunque no sabía, ni escuchaba, ni entendía por qué esa remera que era casi suya iba a terminar en manos de una mona rubia. Si una señora así tampoco usaría ropa zurcida. No se atrevió a preguntar, buscó una bolsa y metió todo adentro. Cuando estaba por salir del cuarto, Mariana la detuvo. "Ah, y si querés, el viernes al medio día en la casa de Nane hacemos una feria americana para juntar fondos para el comedor infantil. Es exclusiva para empleadas domésticas, así que quédate tranquila que van a ser precios reconvenientes. Todos, con mucho o con poco, tenemos que ser más solidarios, ¿no te parece?" Antonia asintió, pero no sabía si le parecía porque mucho no había entendido. O no había escuchado, sólo pensaba en la remera negra de brillitos. A lo mejor se la podía comprar. Precios convenientes, había dicho la señora. Ella no sabía qué era precios convenientes para su patrona. Hasta diez, ella podía. O hasta quince, porque la remera era muy fina, la señora la había comprado en Miami, y con dos puntadas el agujerito ni se vería.

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Las viudas de los jueves - Página 14

El viernes Antonia fue a la feria, a la hora de la siesta, cuando terminó de trapear la cocina. Adentro había dos o tres chicas que conocía de tomar el colectivo los sábados al mediodía. Las saludó, pero no se pusieron a charlar. Estaba la rubia mona, la dueña del garaje donde habían puesto la ropa, y tres mujeres más que conocía de haberlas visto en la casa de su patrona. Charlaban, se reían y tomaban café. Cada tanto se acercaban para contestar cuánto valía alguna prenda. Una de las chicas del colectivo eligió un vestido de seda rojo coral. Era lindo, pero tenía dos manchitas en el ruedo, parecía lavandina. Si fuera azul ella lo arreglaba, una vez se le mancharon de lavandina los pantalones de gimnasia de Romina, les pasó birome, y Mariana nunca se dio cuenta. A Romina se le había ocurrido cuando la vio preocupada por la mancha. Romina siempre la ayudaba, era arisca pero inteligente la chica, no como ella, pensó. Ese rojo era muy difícil. Le cobraron cinco pesos a la chica del colectivo. A Antonia le pareció que si esos eran los precios, la iba a poder comprar. Pero no vio la remera de brillos de su patrona por ninguna parte. Revisó todas las pilas y no la encontró. Se atrevió a preguntar, eran demasiadas las ganas. "Remera negra, creo que no hay ninguna. ¿Vos viste alguna remera negra como para ella, Nane?", le preguntó otra de las señoras. "No, negra no hay. ¿Pero por qué querés negra? Ese color no te va a lucir, te va a apagar. Llévate algo que te levante un poco, que te dé brillo en la cara. Fijate en aquella pila", intervino Teresa. "No es para mí, es para mi nena", dijo Antonia, pero no la escucharon porque ya estaban otra vez charlando entre ellas.

Antonia siguió recorriendo las pilas, pero sin buscar. Si no era la remera negra de la señora, no iba a ser nada. Ella quería esa, la que le iba a regalar a Paulita. "Gracias", dijo y salió con las manos vacías. Durante los días siguientes Antonia pensó varias veces en la remera que no fue suya. Se preguntaba quién se la habría llevado. Ese fin de semana preguntó en el colectivo, pero nadie la había visto. Después se olvidó, "al fin y al cabo una remera no le cambia la vida a nadie", pensó.

Hasta que llegó Halloween. Mariana había comprado caramelos para darles a los chicos que golpearan la puerta esa noche. A Romina le había comprado un disfraz de bruja para que saliera a decir "Sweet or trick"por las puertas vecinas, pero desde que había llegado del colegio se había encerrado en su cuarto y Mariana no estaba dispuesta a rogarle. Pedro todavía era muy chico para salir a pedir y lloraba cuando veía gente disfrazada. A la puerta de los Andrade golpearon varias veces. Hijos de amigos, compañeros del colegio de Romina, "chicos con ganas de divertirse sanamente", le dijo Mariana a su hija a modo de reproche. Los caramelos los compraba en el súper unos días antes, y los guardaba en el mueble del living, donde se escondía todo lo que Mariana no quería que se consumiera. Para las nueve de la noche ya habían pasado tres grupos de chicos. A las nueve y cuarto tocaron el timbre otra vez. Antonia fue a atender con la orden de repartir los caramelos que quedaban y despacharlos. A Mariana no le gustaba que interrumpieran a la hora de la cena. Del otro lado se encontró con un grupo de nenas que bajaban del baúl de una cuatro por cuatro que manejaba Nane Pérez Ayerra. Ella también se bajó y le dijo a Antonia que llamara a la señora. Se lo tuvo que decir dos veces porque Antonia, inmóvil, no podía hacer otra cosa que mirar a su hija, una nena de unos ocho años, disfrazada de bruja, con uñas plateadas y colmillos filosos, un hilo de pintura roja corriendo desde su boca, que llevaba puesta una pollera negra larga hasta el piso, y la remera de las piedritas brillantes que había sido de su patrona. "Te quería mostrar esto", le dijo Nane a Mariana cuando ésta se asomó. "¡No te creo que es mi remera!" Antonia dijo: "Sí, es", pero nadie la escuchó. "Viste cómo son las chicas a esta edad, la vio cuando acomodaba las cosas para la feria y se encaprichó que la quería para la Noche de Brujas, así que la saqué de la venta. Pero ella sabe que después de Halloween me la tiene que devolver, ¿no?" La nena no contestó, seguía cargando su canastita con los caramelos de la bolsa que Antonia sostenía. "La dejo sacarse el gusto y en la próxima feria la pongo a la venta." "Ay, si le gusta tanto dejala que se la quede. Es un regalo de la tía Mariana", le dijo y se agachó a darle un beso. "Bueno, pero si es así, vas a tener que elegir una de tus remeras y dármela a cambio, porque todos tenemos que aprender a ser solidarios desde chiquitos si queremos que este mundo cambie, ¿o no?", le dijo su madre, pero la chica no pudo contestar porque tenía la boca ocupada por un caramelo de dulce de leche gigante que no podía terminar de masticar. Antonia estuvo todo el tiempo parada allí, mirando la remera. Contó cinco piedritas brillantes que faltaban en los círculos concéntricos. Pero por suerte no era en lugares muy destacados dos en un costado, casi llegando a la costura, dos cerca del dobladillo, y una debajo del busto. Le dio pena, antes no le faltaba ninguna. Aunque así, con menos piedritas, en la próxima feria iba a estar más conveniente, como decía su patrona. La mercadería fallada siempre vale menos, pensó.

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