sábado, 25 de diciembre de 2010

Ascasubi y el choping de Cacuí

Por Mempo Giardinelli

La Estación Cacuí es un símbolo de la decadencia del ferrocarril en el Chaco. A unos 10 kilómetros al oeste de Resistencia, apenas pasando Fontana, durante años fue sólo una casa con techo a dos aguas, abandonada u ocupada por familias errantes y demorada en la historia junto a vías que sólo eran testigos del paso de los años y el crecimiento de los yuyos.

Allí, una Navidad –no ésta; digamos cualquier otra– un gringo llegado de Santa Fe se largó con un emprendimiento: compró y refaccionó unos galpones aledaños y limpió malezas, instaló baños, puso vidrieras, pintó todo y lo dejó impecable y empezó a alquilar locales a los lugareños, que se entusiasmaron con la idea de un choping, a quinientos mangos el local.

Dos semanas antes del 24, el gringo hizo tapizar el techo con una sobrecubierta de algodón que debía representar la nieve europea. Sobre las ventanas amontonó gruesos manojos de algodón, con hilachas en caída imitando matutinas nieves congeladas. Y en la puerta lo puso a Ascasubi, un changarín de pésima fortuna al que todos en la zona miran como si no existiese, disfrazado de Papá Noel.

Verdadera misión imposible, porque Ascasubi es flaco como palo de escoba y tiene la gracia de los esqueléticos caballos de piqueteros que cada tanto cruzan la ciudad a paso cansino, como para concentrar el odio de los ricos.

El gringo le prometió quince pesos por día y le entregó el típico traje rojo de Papá Noel. Pero el traje era tan grande que no hubo modo de que Ascasubi lo llenara, ni aun envolviéndose en los cuatro almohadones que el gringo le ordenó sujetar con una piola y a cuya espalda tiene amarrada la faca.

Así Ascasubi sale a escena, se podría decir, pero el problema es que es flaco como tararira de laguna urbana, y aunque ya no tiene ni qué sudar igual se cocina de calor adentro del bombachón y la casaca. Encima se le despega la barba de algodón y cada tanto se marea porque además tiene hambre y sed, apenas si ha comido en todo el día un sánguche de salame que compró en el kiosco de Antenor el Paraguayo, con un vaso de cerveza fría.

Débil y jadeante como todo flaco que tiene que andar de gordo y encima cargando una enorme bolsa de cajas vacías, Ascasubi aguanta cada tarde y cada noche, de 16 a 24, en la puerta del choping. Por momentos siente que no da más, sobre todo cuando algunos chicos le tiran cascotes o frutitas de paraíso escupidas dentro de canutos de mamón. Pero aguanta porque ni se pregunta por qué, especie de granadero en desdicha, de garza magra al borde de la cuneta.

Cada tarde Ascasubi cruza el pueblo con 40 grados a la sombra, desde la tapera que nadie llamaría casa y hasta el choping, respirando entre los dientes que le quedan y los que le faltan. Mientras se ata los almohadones para sumergirse en el disfraz de Papá Noel, escucha los lamentos de los puesteros que se quejan porque no hay ventas, no viene nadie a este lugar de mierda.

Ascasubi termina de calzarse los zapatones pensando que ahora todos están mejor pero no lo reconocen, y eso porque les quedó el resentimiento. No saben lo que es estar en el fondo del pozo, piensa tragándose unos mocos para frenar las súbitas ganas que siente de llorar. El supo trabajar el campo antes de la soja y las máquinas. Y acá lo trajo el tren, cuando había tren. Y si no volvió fue por los gobiernos. Y allá quedó su guaina, llena de panza y de promesas, y carajo, masculla, sólo carajo mientras se manda al garguero el último trago de la cerveza de litro que compró en el kiosco de Antenor el Paraguayo. Se calentó en minutos, la guacha, con este sol. Después se pasa por la boca el antebrazo sudado y enseguida lo emboca en el sacón de gabardina roja que le proveyó el gringo.

–Te lo ponés y te quedás quieto como rulo de estatua –le dijo, riendo de su propio chiste–, no vas a andar haciendo macanas, Ascasubi.

Y no, macanas nunca hizo. Apenas chupar cervezas por las tardes y como para ver si a la noche está lo suficientemente mamado para dormirse donde cuadre. A veces llega a la tapera, donde lo espera el Colita, que es flaco como él y se las arregla removiendo basuras en las veredas del pueblo. Pero las más de las veces no consigue pasar de la plaza, o se duerme en la entrada de la Escuela Martín Buber, ahí cerquita de la Municipalidad.

Y así hasta la mismísima mañana del 24 –otro 24, digamos, no éste– en que por las radios se oyen villancicos y canciones en inglés y en el choping hay apenas más movimiento. Ascasubi piensa que no tiene dónde ir esa noche y siente algo raro en la garganta, como si hubiera tragado sin querer una piedra seca. Y justo recibe un cascotazo lanzado desde las vías, escucha una burla imprecisa y ve unos pendejos que rajan como lagartijas, como si él fuera a hacerles algo. Y qué les va a hacer él.

Aunque esta vez podría cambiar, murmura para sí, sintiendo nítidas la rabia, las ganas que siente de carnearlo al gringo en cuanto aparezca. Esta vez tiene la faca que le robó al Paragua, escondida entre los almohadones.

Piensa en los malos que conoce: el Tito Junco que viola a sus propias hijas y todos lo saben, el Roque Pedreira que dirige la bandita de sus hijos, drogones y rateros todos, motochorros los más grandes en la Zanella del Mauro. Tipos jodidos, de dobles vidas. Pero el infeliz es él, que no tiene laburo desde que salió de Monte Quemado y lleva años mendigando changas como ésta de Papá Noel. Mira sobre el techo la falsa nieve oscurecida por la lluvia de anoche, que pareciera decirle que su vida no sirve ni para ser una vida inútil. Y entonces carraspea y gime sin poder contenerse, justo cuando el gringo llega y le pregunta qué le pasa, por qué está tan pálido. Ascasubi mira al patrón como mira un borracho, pero no está borracho. Apenas una cervecita y los cuarenta grados, porque así anochece. “Si no estás bien, mejor andate”, dice el gringo y le da los quince pesos. Ascasubi lo mira como miraría un ciego. Da un paso y otro y luego regresa, mareado por el sol, el calor y la rabia. “Sacáte esa ropa y andate, dale, volvé el año que viene.”

Ascasubi se quita la ropa, mecánica, despaciosamente. Está tan sudado que no aguanta más, y hasta el cuchillo le parece caliente cuando desanuda la piola y deja caer los almohadones.

El gringo termina de contar la plata y se acomoda la billetera en el bolsillo del culo.

–Andá nomás, Ascasubi, y feliz Navidad –le dice, agachándose para recoger el paco de ropas rojas.

Como en un ramalazo de luz, el sacón de gabardina, pesadísimo y caliente, le parece tan rojo que de pronto él también ve todo rojo, el mundo entero se vuelve rojo, el color del fuego, de la ira, del dolor.

Del otro lado de las vías estallan unos cuetes y empieza la alegría, la fiesta de los otros. Ascasubi mira todo como a través del gringo, como si el tipo fuera de vidrio. Y camina hacia el kiosco del Paragua sin saber todavía si va a devolver la faca. Primero va a comprar un tinto de tetrabrik.

domingo, 12 de diciembre de 2010

Haciendo boludeces

Por José Playo

A lo largo de esta vida me han ocurrido cosas extrañas y he sufrido accidentes de todo tipo, algunos por imprudencia, otros porque tenían que ocurrir. Con o sin secuelas, a todos los recuerdo y contabilizo con precisión. A los seis años me rompí el codo en una carrera de cincuenta metros sin obstáculos en un pasillo del colegio, por ejemplo; a los doce me operaron de urgencia para extirparme un apéndice a punto de explotar; a los quince me sacaron un lunar enorme de la espalda y al día siguiente se me abrieron los puntos en un partido de volley; a los veintipico se me rompió el culo. Creo en la importancia de algunas experiencias, porque con ellas entendemos lo maravilloso que es estar bien. Digo esto pensando en esa máxima hipocrática que define a la salud con sencillez supina: “estar sano es no sentir el cuerpo”. Escribo este post con dificultad, con mucho dolor (físico) después de lo que me ocurrió hace unas horas en el patio de mi casa. De todos los imponderables, de todos los accidentes, de todas las intervenciones fortuitas del destino, lo que me pasó hoy es, lejos, lo más humillante.

Estamos en Córdoba, a los cuatro días del mes de Agosto y hace un frío de cagarse encima. Desde la mañana que vengo pensando en un par de laburos que me tienen preocupado. No me los puedo sacar de la cabeza y recaigo sistemáticamente frente a la computadora para rebotar a los diez minutos, harto de no sacar ni una línea coherente.

Mi mujer aprovecha que parece que estoy al pedo y me manda al mecánico. Por alguna extraña razón, ella entiende mucho de mecánica, así que me hace repetir la lista de los desperfectos para que se la recite de memoria a Mario, nuestro hombre de motores. Mario no tiene idea de lo animal que soy yo, y cada vez que voy se pasa un buen rato restregándose las manos en un trapo engrasado mientras me explica cuál es el problema:

—Son bujías del doce —ponele que me dice—, y por eso se empastan más rápido.

—Ah… con razón.

Con esta temperatura las mangueras de refrigeración (o de calefacción, no sé) pierden, el caño de escape larga una humareda de la gran puta y todo está andando mal. Para peor de males, nunca sé qué contestarle a Mario, así que me limito a subir y bajar la cabeza entrecerrando los ojos, con cara de “Ah… con razón”. Ir al mecánico significa para mí un esfuerzo sobrehumano, porque carezco del más mínimo interés en los tópicos universales para entablar conversación con mis pares masculinos: el fútbol me aburre sobremanera, de autos no entiendo un sorete, y no me gusta hablar de cómo culeo. Ergo: en un taller mecánico en el que sólo hay fotos de minas en pelotas, afiches de Belgrano/Talleres y autos destripados, voy muerto. Por eso respiré aliviado cuando pude emprender el regreso a casa, y me prometí no volver a salir en todo el día, o al menos hasta que pudiera llenar una hoja con algo que me resultara placentero.

Paréntesis: Hay una cosa que nadie dice respecto de la paternidad y es que los hijos —no sé bien por qué— atraen gente. Son como imanes que acercan abuelos, tíos, amigos, conocidos, vendedores de biblias, carteros perdidos y soderos. A mi casa caen a montones y se turnan para golpear la puerta uno tras otro sin cesar. Las interrupciones me dan por el centro de las pelotas, no porque me crea Miguel Ángel o Dalí, sino porque me cuesta un huevo y la mitad del otro concentrarme. Soy como Homero Simpson, que ve pasar una mosca y grita “IUJÚ” y sale corriendo, entonces cuando el chispazo de una idea se me cruza por la cabeza y no clavo culo en silla en el acto para trabajarla, la pierdo. Eso me genera mucha angustia. Vivo muy angustiado por las cosas que olvido, pero estoy empezando a acostumbrarme. Mi hija (quien más me interrumpe) me ablanda con sus sonrisas y sus entradas en mi estudio para ponerme muñecas de trapo sobre las rodillas. Encima tiene la delicadeza de cerrar la puerta al retirarse y siempre me saluda con un:

—¡Adió púpi! (que significa: Adiós, papi).

Así que con ella está todo bien. Y con el resto de la gente, también. Tengo muy en claro que el que tiene que acostumbrarse a que vivimos en sociedad soy yo. Por eso hoy, después de varias visitas, después de varios trámites e intermitencias, decidí que lo último que haría antes de pegarme una encerrada final a escribir sería encender un fueguito para mantener la casa caliente, por lo que salí al patio para traer algunas maderas.

La casa donde estamos tiene partes sin terminar y entonces hay listones por todos los rincones, palos que se usaron, se ve, para apuntalar. Busqué entre unas bolsas donde acomodamos la mayoría de ellos y tomé el primero. Era largo y firme, así que lo apoyé en diagonal a la pared y le metí una patada para quebrarlo. Tomé los trozos partidos y los puse a un lado, después busqué otro más. El segundo que saqué era un poco más largo y de otro color. “Será pino misionero”, pensé. Repetí el procedimiento, lo apoyé en diagonal contra la pared y lo pateé. Efectivamente, la madera era dura, porque el golpe me hizo retroceder, pero el palo no se rompió. Decidí que necesitaba más fuerza, así que me acomodé el pantalón, tomé distancia y salté con ambas piernas sobre la tabla. Para mi sorpresa, la madera, lejos de quebrarse, se dobló en un ángulo imposible, formando una medialuna tensa con la panza en el sócalo y los extremos enganchados en el suelo y la pared.

Intrigado y con cara de colimba que ve una teta, me agaché para estudiar el fenómeno, no sin antes mover la madera con el pie. Ahora entiendo que eso fue un error garrafal. El listón salió disparado hacia arriba apenas lo toqué a una velocidad muy importante. El proyectil impactó de punta y de lleno en mis dientes de adelante con un ruido seco y tronador. Nunca en mi vida he sentido un dolor y un ruido así. Pero, claro, jamás me había pegado semejante palazo en la boca. Aturdido y tambaleante me incorporé para llevarme las manos a la cara, porque estaba seguro de que había perdido un ojo.

Descubrí con alivio que tenía los ojos bien, pero a la vez noté que no podía juntar la mandíbula con la cabeza y hacer una mordida como lo había hecho toda mi vida hasta dos segundos antes: algo no coincidía. Enseguida empecé a sentir un latido entre las orejas, entonces tanteé con un dedo el interior de la boca y descubrí que uno de mis dientes se había hundido en la encía y se había doblado hacia atrás. No podía morder porque había un diente que no estaba en su lugar.

Al comienzo de este post dije que me han ocurrido cosas extrañas, pero nada se compara a mirarte en el espejo y ver que tenés los dientes fuera de lugar. Con una mano sobre la boca para no impresionarla (dicen que no hay que impresionar a las embarazadas) le hice señas a mi mujer para que viniera y le expliqué como pude:

—… u iénte… co e palo… ¡U PALA-HO!

Ni lerda ni perezosa, mi chica, la que me acompaña en las buenas y en las malas, la que me alienta para que siga adelante, la que se banca mi malhumor todos los días, llamó al consultorio y luego me repitió las indicaciones:

—Tenés que enderezarte los dientes porque si pasa el tiempo con eso doblado así es peor, te los tenés que poner de nuevo donde estaban y salir en un taxi ya.

—Noooo, ¡E UÉLE! —alcancé a balbucear.

Mientras ella me llamaba un remisse, yo me puse frente al espejo y empujé las piezas de vuelta a su lugar con los dientes de abajo. Una vez en el consultorio (en cuya sala de espera hay un libro de Peinate primera edición todo manoseado y hermoso), la doctora me acomodó la jeta y me puso como un paragolpe del lado de adentro para que no se me pianten los dientes.

El día de hoy ha sido muy raro y las cosas han pasado muy rápido. No puedo masticar bien, tengo que comer cosas blandas y usar un protector bucal para que no se me mueva el arreglo, al menos por unos días.

Estoy de muy mal humor, peor que el de costumbre, pero decidido a encontrarle el lado positivo a esta experiencia: con ese palazo me podría haber vaciado un ojo. O podría haber perdido la nariz. No saben, insisto, la fuerza con la que salió disparado el coso ese (lástima que no tenga un videíto de YouTube, que en estos casos son de gran utilidad).

También pienso en el calibre de algunas fatalidades, en lo putas que son las casualidades y en la buena fortuna que tengo. Lo de hoy, lo sé muy bien, fue puro ocote, porque ni el labio me corté.

Este post, y por esta única vez, será una zona liberada para los “qué boludo”, frase que tiene que estar sí o sí en el comentario que dejen. No importa si es un saludo o una ironía, en algún lado tienen que meter: “qué boludo”; es menester.

Ahora José Palazo los deja porque necesita relajarse mientras se soba el orgullo, la zona que más me lastimé.

Fuente: Recibirse de boludo

miércoles, 8 de diciembre de 2010

Los putos razonamientos

Por José Playo

En mis años escolares, allá por los comienzos del ochenta, contraje una afección milenaria y difícil de tratar. Se la conoce comúnmente como “alergia a los amanerados”. El síntoma por excelencia es el que te hace gritarle MARICÓN al compañerito de voz aflautada en el recreo.

Como buen enfermo crónico, aprendí a convivir con esos estornudos sin reflexionar. Los exabruptos salían en piloto automático.

Hoy, ya un poco más grandecito, sé que aquellos viejos colegios de varones (colegios homosexuales, bah) funcionaban con la mecánica selvática de las prisiones estatales: recintos testosterónicos en los que sobrevivían a duras penas los diferentes (el gordo, el petizo o el puto, por ejemplo), martirizados por el matón que se afeitaba los bigotes desde tercer grado.

Creo que todos, si nos esforzamos por recordar, hallaremos vestigios del mismo contagio en nuestro pasado. Pongo, para ilustrar, el himno extraoficial de mi escuela —cantito que hasta las autoridades sabían corear en voz baja— y que rezaba:

[nombre] colegio de varones,
[nombre] colegio sin igual,
[nombre] no cría mariquitas,
ni nenitas de mamita como todos los demás!

Las secuelas de esta enfermedad dejaron cicatrices profundas y difíciles de borrar. Y las recaídas eran constantes: silbatinas que llovían desde las obras en construcción sobre los peatones que caminaban “raro”; programas de tele en los que el blanco de las burlas es “un mariposón” que deambulaba por los sketches a la caza de un remate homofóbico.

La historia de mi vida heterosexual está plagada de refuerzos. Un vecino solía decir:

—Si vos te dejás el pelo largo es porque estás buscando alguien que te peche los vagones.

Me inclino a pensar que el origen de esta pandemia —cultural, hereditaria y altamente contagiosa— es siempre el miedo.

Terminé de entender todo este rollo cuando uno de mis mejores amigos me confesó que era homosexual, a comienzos de esta década. Yo ya estaba lejos del tortuoso secundario, esto era real y tenía el nombre y el apellido de una persona que yo apreciaba.

—¿Cómo que sos puto?

—Me gustan los tipos, boludo. O sea, no ando vistiéndome de vieja loca, ni voy a los boliches a saltar sobre los parlantes todo pintarrajeado. Soy el de siempre, nada más que puto.

En esa conversación entendí que gran parte de mi temor radicaba en la posibilidad de que nuestra amistad se desarmara. Si él era puto, ¿podíamos seguir siendo amigos? ¿Qué había que cambiar?

—Soy el de siempre.

Sólo en ese momento comprendí los malos ratos que algunas personas pasan gratuitamente. Y empezaron a dolerme los patios de los colegios donde la confusión se sumaba al descubrimiento, las pasiones silenciadas, los secretos guillotinados por el labio del temor. ¿Cómo tolera una persona postergarse tanto?

—En la vida —me aclaró mi amigo— se es puto fulltime. Lo más doloroso es asumir que todo lo que hagas será cuestionado.

Me pregunté por qué, y me lo pregunto ahora, que la discusión sobre el matrimonio gay está en boca de todos.

Hay algunos puntos que me parece interesante destacar:

  • a) La ley no promueve que una legión de travestis escandalosos con el pito afuera entren vestidos de blanco a una iglesia para tocarles el culo a los santos. La ley habla de reconocer derechos…
  • b) Los heterosexuales somos tremendamente hipócritas. Sobre todo aquellos que disfrutamos del porno gay lésbico (ni hablar de los que se calientan con mujeres disfrazadas de colegialas) y nos escandalizamos si dos flacos se comen la boca a la salida de un civil bajo una lluviecita de arroz.
  • c) Nadie “se hace puto”. Nadie “ejerce la homosexualidad”. Es como si uno pudiera elegir, de hoy para mañana, que lo calientan las tetonas o las minas medio chatas. Eso viene con cada uno. A algunos nos gustan las mujeres, a otros las personas del mismo sexo.
  • d) Ser homosexual no significa ser degenerado. Los violadores no son todos homosexuales, los pedófilos tampoco. Manzanas podridas hay en los dos bandos. Incluido el de la iglesia.
Estas animaladas (por citar algunas de las tantas que la gente escupe cuando le ponen un micrófono bajo el bigote) son parte de un mismo fenómeno que tiene que ver con el condicionamiento discursivo y cultural. Estamos acostumbrados a lo que en lingüística se conoce como “jibarismo salvaje”, que es reducir todo a lo bestia para que nos quede cómodo.

Esto da como resultado un silogismo que, además de trunco, es bastante pelotudo:

La degeneración es contagiosa…
los putos son degenerados…
con los putos no me tengo que juntar…


Y ya desde tiempos inmemoriales, lo que viene quedando en claro es que si hay un grupo que tiene que revisar un poco su forma de pensar y de sentir, es el de los heterosexuales.

Hoy veo resucitar el debate otra vez en mi país, Argentina, donde las diferencias se dirimen siempre desde dos plateas y a los gritos. Este es un país de blanco o negro, una nación bipolar e intransigente con habitantes doctorados en argumentología que fracturan la razón por la mitad.

Lo que vale en mi país es que el otro reconozca su derrota, el debate no sirve jamás para construir, sino para humillar:

—¿Viste, puto, que yo tenía razón?

Sobre la homosexualidad, adhiero a lo que dijo un psicólogo los otros días en la radio (voy a citarlo mal):

—El número de homosexuales, históricamente, no ha variado tanto desde los comienzos de la humanidad hasta hoy.

Esto quiere decir que en el Imperio Romano había un número de putos per cápita más o menos proporcional al que hay hoy en día en nuestras ciudades modernas. ¿Por qué, entonces, recrudece esta resistencia, esta cosa tan poco ejemplificadora para las nuevas generaciones que nos escuchan decir tantas estupideces?

Si algo aprendí en el colegio fueron variantes socialmente aceptadas de crueldad.

Nuestros mayores (por desconocimiento) nos enseñaron a vivir en una batalla de precalentamiento interminable que nos prepara para una guerra que no vamos a combatir nunca: hay que resistirse, porque cambiar está mal.

En vez de ablandar el mundo para hacerlo un lugar más ameno, más tolerante, nos seguimos tratando como si viviéramos en una selva donde los más débiles nos avergüenzan y nos dan la excusa perfecta para ejercer nuestra bestialidad.

No puedo dejar de preguntarme, ¿a qué le temen los que son tan fuertes, a qué le temen los que siempre lastiman?

Mientras los ultra católicos marchan para abolir la posibilidad de un mundo más justo, mientras los discursos nos siguen saliendo peyorativos, señaladores, mientras seguimos levantando la voz para mostrar disconformidad, un montón de gente sigue resistiendo en silencio, como lo ha venido haciendo desde el Imperio Romano y desde el colegio primario.

A pesar de que estoy molesto, me consuela saber que este texto es inútil, porque los homosexuales no necesitan defensores. La historia nos ha demostrado que han resistido los embates de la estupidez con la frente siempre en alto.

Admiro esa resistencia.

Yo sueño a veces con un mundo más tranquilo, donde dos hombres o dos mujeres que se quieren puedan cocinarse, leerse en voz alta, tejerse un pulóver frente a la estufa y, por qué no, garchar.

Confío en la posibilidad de un mundo menos feroz, menos hostil.

Es el mundo que me gusta imaginar para mis hijas. Un espacio donde todos puedan ser felices y pelear por perpetuar esa felicidad.

Putos ha habido siempre.

Tal vez tememos que, a pesar de sentirlos inferiores, antinaturales, débiles y degenerados, resistiendo a lo largo de la historia nos han demostrado que son más tolerantes, más inteligentes, y mucho más sensibles que los que marchan para no dejarlos casar.

Fuente: La evolución de una enfermedad nefasta

lunes, 6 de diciembre de 2010

Intervenciones médicas

Por José Playo

Era febrero, me había salido algo en el culo y el dolor era insoportable, así que hablé por teléfono con un primo que estudiaba medicina:

—¿Cómo empezó?
—No sé, ayer fui al baño, hice fuerza y me desfondé.
—¿Serán hemorroides?
—¿Y yo qué mierda sé? No doy más del dolor, recetame un calmante, o algo.
—No. Vas a tener que ir a que te revisen, por teléfono es imposible diagnosticar nada.
—Es un dolor de culo.
—Con más razón. Hay que ver qué tenés ahí abajo.

Mi frustración era demoledora. Odio los hospitales, los médicos, las salas de espera, el olor del alcohol. La primera vez que pisé uno fue porque me había roto el brazo en el jardín de infantes. Me enyesaron mal y después tuvieron que operarme y ponerme clavos. El codo nunca me quedó bien, me hace un ruido horrible cuando hay humedad.

—Hoy es sábado, ¿a dónde carajo se supone que vaya?

Llegué a la guardia pasado el mediodía. Estaba en ayunas desde hacía dos días, la idea de comer y pasar después al baño me aterrorizaba. Antes de entrar fumé tres cigarrillos en la vereda del frente para juntar coraje.

Buenosdíasnecesitounmédico —dije.
—¿Cuál es el problema?
—Me duele una cosa.
La mujer me miró por sobre sus anteojos y me indicó que me sentara a esperar. Le dije que prefería aguardar parado y estuve un buen rato dando vueltas, viendo cómo ingresaban un montón de esguinzados en partidos de fútbol. La mayoría venía saltando en una pata, del brazo de algún amigo. La sala de espera olía a vestuario.
Cuando el dolor de culo me estaba empezando a nublar la vista, me llamaron:

—¿Playo?

Era una doctora rubia de unos veinticinco. Me impactaron por igual sus ojos celestes y la curva de sus tetas debajo del guardapolvo. Era una chica muy linda y me hizo pasar a una sala donde había varias camillas separadas del resto por cortinas. Avancé entre gritos de parturientas, quejas de suturados, puteadas de maridos que se caen por las escaleras, hasta que llegamos a la última camilla, en el fondo, y nos metimos detrás de la cortina.

—¿Cuál es el problema?
—¿No hay un médico hombre?
—¿Prefiere que lo atienda un médico hombre
—No sé. Me da un poco de vergüenza.
—Soy profesional, de lo contrario no estaría acá.

¿Qué podía hacer? Tenía ante mí a la única posibilidad de acabar con ese sufrimiento y ella seguramente había previsto el riesgo de cruzarse en una guardia con ojetes como el mío.

—Es el culo. Tengo un dolor de culo que no le puedo explicar lo que es.
Sus ojos inmaculados estudiaron mi expresión abatida, las ojeras, el pelo desgreñado. Recuerdo que iba vestido con una bermuda holgada, una camisa con botones faltantes y un par de zapatos viejos.
—Voy a necesitar que te desvistas y te subas a la camilla a cuatro patas, para poder revisarte.

Mientras ella completaba unos datos en la planilla, me saqué la camisa, el pantalón y el calzoncillo. Me dejé, andá a saber por qué, los zapatos puestos, y subí para acomodarme. Desde donde estaba podía ver entre las cortinas a un viejito al que le estaban metiendo una inyección en el brazo en las camillas del frente. Le mantuve la mirada un instante y justo cuando la médica ponía sus manitos delicadas en cada uno de mis cachetes, bajé la cabeza.

—Ay —dije.
—Tenés una vena trombosada, flaco.
—¿Y eso?
—Seguramente has estado comiendo mal, o con nervios. Cuando estás así, lo peor que se puede hacer es fuerza para ir al baño.

Pensé en los exámenes que estaba preparando, en toda la mierda que había comido en los últimos meses mientras no despegaba el upite de la silla.

—Voy a traer un bisturí. Abrimos un poco, drenamos y suturamos.

Me volví sobre mi hombro. Su cabellera rubia asomaba por encima de mis cachetes blancos:

—¿Vos pensás meterme un bisturí en el culo ahora?
—Es la única forma. Con un poco de anestesia local ni lo sentís. Te corto la vena que te está molestando así te podés ir tranquilo.

Me incorporé como pude y bajé de la camilla haciéndole señas para que se diera vuelta y así poder vestirme.

—¿Adónde vas?
—A mi casa. Vos estás loca si creés que me voy a dejar cortar el culo arriba de una camilla en una guardia, un sábado a la tarde.
—Es la única forma.
—Será. Pero en las películas, cuando pasa algo como esto, avisan a los padres, a algún familiar, no sé.
—Es un procedimiento de rutina, flaco.
—Porque no es tu culo sino el mío. La idea me parece una locura. Yo ni-en-pe-do me dejo cortar acá. Menos con el viejo aquel mirándome. Esto es humillante y prefiero morirme solo en mi casa, como hacían los caciques viejos.

Intentó un par de argumentos más, algo que me disuadiera, pero ya era tarde. Corrí las cortinas y salí rengueando de ahí, mientras ella me observaba con la planilla en una mano y el estetoscopio hecho un bollo en la otra.
Aguanté a lo gaucho, durmiendo de costado, hasta el lunes. Le pedí a mi hermano que me acompañara a ver a un especialista. Apenas entramos al consultorio y le explicamos qué pasaba, el médico le pidió que me esperara afuera y me indicó que repitiera el procedimiento de subir en cuatro patas a la camilla.

—Esto te va a doler —dijo poniéndose un guante en la mano.

Según cuenta mi hermano, los gritos se escuchaban desde la sala de espera. El diagnóstico fue algo parecido a lo que me dijo la médica rubia de buenas tetas, pero este viejo, con años de culos entre sus manos, descartó la idea de meter bisturí:
—Eso es una burrada. Con ungüentos y una buena dieta, en un par de días estás curado. Meter cuchillo ahí atrás no tiene nada que ver, no sé quién será el animal que te dijo eso.

La dieta funcionó y en los exámenes me hicieron bosta
De toda esa experiencia aprendí que el cuerpo de uno es sagrado y que las segundas opiniones te pueden salvar el culo, literalmente. Mi hermano, mucho más pragmático, ganó una historia para contar en todas las reuniones hasta que se muera: cómo lo miró el médico cuando yo dije “me duele atrás”, creyéndolo responsable.
A la médica me la crucé una vez en un casamiento y estuve a esto de putearla, pero me hice el boludo y me limité a preguntar por su nombre y apellido. No quisiera correr el riesgo de volver a cruzarla.

Fuente: Las intervenciones médicas