domingo, 30 de octubre de 2011

Pronósticos de Hernán Casciari

[Aclaración necesaria: Woung (nacido a fines del siglo XXI) es al tataranieto de Casciari. Llega a él viajando a través del tiempo].

Hace unos meses le supliqué a mi tataranieto Woung que no me dijera nada sobre mi vida en el futuro, y con buen tino cumplió mis deseos. Al irse de casa, me reveló algunos datos interesantes sobre cómo sería la vida del hombre a finales del siglo XXI, pero me dejó a medias con otros temas de interés. El viernes, al revisar el correo, vi un sobre extraño, demasiado moderno para mi gusto. Era una carta de Wuong, en la que me explica, con pelos y señales, cómo serán nuestros próximos veinte años.

2007
Tras la invasión norteamericana a Teherán (injustificada, según la ONU) el llamado Mundo Libre decide rebelarse ante los atropellos de Estados Unidos, boicoteando el consumo de sus productos, a excepción de la Cocacola y HBO.

Un científico alemán descubre un tipo de carne que, al ser dado a un perro con rabia, provoca que el animal continúe siendo doméstico y gracioso.

2008
Tras la invasión norteamericana al llamado Mundo Libre (según la ONU, injustificada), las cosas regresan a como estaban antes, a excepción del llamado Mundo Libre, que pasa a llamarse Mundo con Ciertas Libertades.
Parte en diciembre el KONECT III, primer cohete tripulado al planeta Marte, que estará once años en el espacio antes de tocar suelo marciano.

2009
El KONECT III estalla a los once días. Más tarde se sabe que habían dejado abierta la puertita que daba al baño.
Se descubre una vacuna que cura de todos las enfermedades del continente africano, pero es demasiado cara para sus habitantes. En cambio los finlandeses, que sí pueden pagarla, la usan para curarse la soriasis que les produce hablar por el móvil.
Parte en diciembre el KONECT IV, primer cohete tripulado al planeta Marte, que estará once años en el espacio antes de tocar suelo marciano. Un equipo especial de la NASA certifica que esté bien cerrada la puertita del baño.

2010
Una cadena británica filma el exacto momento en que Evo Morales, presidente de Bolivia, asciende a los cielos. El país andino pone a otro presidente con el mismo pulóver.
El feroz huracán Eduardo confirma todas las sospechas, y se convierte en el primer fenómeno meteorológico capaz de arrancar California de cuajo. La región entera es hallada por unos niños pescadores, 20 días más tarde, cerca de Filipinas.
Se suspenden por un año los Juegos Olímpicos de Vancouver porque a nadie le gusta el diseño de la mascota.

2011
Después de 23 temporadas, la serie Los Simpson comienza a dibujarse sola.
Macedonia, Bosnia y Serbia deciden formar un mismo país al descubrir que, cuando estaban juntas, ganaban más medallas en los Juegos Olímpicos. Pasan a llamarse Yugoslavia Hermanos. La ex Unión Soviética no quiere ser menos: se reunifica y se bautiza Rusia e Hijos. De todos modos, gana China con 113 medallas.
Un nuevo best-seller polémico induce a pensar que Jesucristo se llamaba en realidad Fabricio, padecía anorexia, y tenía un escroto más grande que el otro. El Vaticano compra los derechos cinematográficos y alienta a sus fieles a no consumir blasfemias.

2012
Antes de disolverse, la veterana ONG GreenPeace reconoce que no eran las fábricas las que producía la capa de ozono, sino las ballenas al copular.
Se descubre una pastilla que, si te la tomás, ya estás bañado.
Las selecciones de Argentina e Italia se disputan al hijo ilegítimo de Maradona (Diego Jr.), ofreciendo cada una diferentes ventajas por la nacionalización del crack. El Gobierno argentino le ofrece al jovencito la presidencia de la nación, mientras que el Gobierno italiano le regala “cualquier cosa que haya hecho Miguel Angel y esté en nuestro territorio”. Finalmente Diego Junior se nacionaliza colombiano, pero no dice a cambio de qué.
El KONECT IV deja de emitir señales.

2013
Una Universidad holandesa descubre que, debajo de algunos cuadros de Van Gogh, hay pinturas de Dalí.
Tras una conferencia de prensa, una clínica privada de Seúl informa al mundo que han clonado a un hombre en 2009 y ahora mostrarán al mundo los resultados. Aparece un niño de cinco años adorable, sano, limpio y educado al que el resto de la Humanidad llamará “The Clon”. Es el principio de la Gran Guerra del ‘22, pero nadie lo sabe.
Inglaterra se sube al euro con tan mala suerte que se resbala y se cae al dólar canadiense.

2014
La decadencia del Imperio Norteamericano se hace más evidente. Este año sólo producen doce largometrajes, cuatro medelos de Chevrolet, dos invasiones a países pobres, y un solo capítulo bueno de Lost.
Por primera vez en la historia, gana Eurovisión un participante mudo, gracias a una muy lograda coreografía.
El Banco Central de la República Argentina, por indicación del gobierno, congela los depósitos de los ahorristas utilizando nitrato líquido.
Una Universidad francesa descubre que, debajo de unas pinturas de Dalí que se habían hallado debajo de unos cuadros de Van Gogh, hay unas imágenes en jpg con señoritas desnudas.

2015
Un estudio indica que sólo los mayores de 50 años continúan utilizando el correo electrónico, dado que la juventud del mundo tiende a utilizar la telepatía (12%), o directamente no se comunican con nadie (82%).
Se suspende por primera vez un match de fútbol (ocurre en Brasil) a causa de la desconfiguración del árbitro. Al recomponerse el sistema, los archivos goles.bak están tan dañados que hay que empezar el partido de nuevo.
El KONECT IV (que había enmudecido tres años antes) vuelve a emitir señales. Sus tripulantes logran decir una frase que llega a la Tierra: “Esto es increíble!”, se escucha. Después de eso, otra vez el silencio.

2016
El profesor universitario José Luis Orihuela da de baja eCuaderno, el último blog que quedaba en el mundo.
Por primera vez en la historia, y tras largos años de investigación, un Hombre da a luz, después de tres años de gestación. Aparece ante el mundo un enorme bebé adorable, sano, limpio y educado al que el resto de la Humanidad llamará “The Man”. Es el principio de la Gran Guerra del ‘22, pero nadie lo sabe.
Comienza a emitir un canal de televisión vegetariano, que solamente pueden sintonizar los espectadores que no estén comiendo carne en ese momento.

2017
Un magnicidio terrorista en París, durante una cumbre del G8, mata a todos los presidentes de los países más ricos del mundo. Asumen el gobierno de cada nación sus viudas, quienes como primera medida de Gobierno deciden congelar a sus esposos hasta que los puedan resucitar.
Nokia saca a la venta un teléfono móvil con cama adentro.
Suecia se convierte en una sociedad perfecta al descubrir un antídoto contra el bostezo, la única enfermedad contagiosa que les faltaba curar.

2018
Una mortal epidemia de tifus se desata en las Islas Malvinas, y el gobierno británico decide devolverlas a su país de origen. La República Argentina se niega a aceptar el regalo, y se desata otra vez la Guerra de las Malvinas, pero al revés: el que pierde se las queda.
Fallece el papa Benedicto XVI y asume en su lugar el artista antes llamado Prince que, además de ser el primer papa americano, es también el primer papa negro, el primer papa sexy y el primer papa pop.
Por primera vez desde sus inicios, la final del Mundial de Fútbol “Chile 2018” se transmite vía holograma en 25 estadios de todo el mundo, en directo. Por algunos problemas en la emisión, algunos espectadores ven ganador a Brasil, y otros a Alemania.

2019
Tras ocho meses de sangrientas batallas australes, las Malvinas son otra vez argentinas.
El KONECT IV (que había enmudecido tres años antes) vuelve a emitir señales. Sus tripulantes logran decir otra frase que llega, nítida, a la Tierra: “Esto es cada vez más increíble!”, se escucha. Después de eso, otra vez el silencio.
El niño mundialmente conocido como “The Clon” cumple diez años de vida, y se celebran festejos en todo el planeta. El jovencito habla por primera y dice algo que nadie esperaba escuchar: “Debemos eliminar al Hombre”. Cunde el pánico en las ciudades de siempre: Nueva York, Tokio y Sidney.
Fernando Alonso se retira de la Fórmula Uno, pero su coche sigue compitiendo un año más con un maniquí adentro.

2020
El Papa Prince I hace la primera Misa de Gallo unplugged, que transmite en directo la MTVaticano.
Los laboratorios Roche sacan a la venta unas pastillas verdes que combaten el adulterio y no las compra nadie.
Los chinos se ponen de acuerdo para saltar todos juntos el mismo día, a la misma hora, y confirmar así si es verdad lo que dice la leyenda. Lo hacen el 22 de octubre a las 12 del mediodía, y aparecen todos en Australia once horas antes.

2021
La mañana del 12 de febrero el hemisferio norte despierta con la aterradora visión de una bola de fuego en el horizonte, que viene hacia la Tierra a una velocidad increíble. Se piensa en un meteorito pero, al caer y destruir Kansas, se descubre que se trataba del KONECT IV. Es el fin de la supremacía norteamericana en cualquier campo.
El niño mundialmente conocido como “The Man”, hijo de dos hombres y ninguna mujer, recibe su primera comunión, con una fiesta que se celebra en el mundo entero. Al decir sus primeras palabras en público, el planeta entero escucha de boca del niño: “Debemos eliminar al Clon”. En muchas ciudades comienza la caza al payaso, hasta que un nuevo comunicado soluciona el malentendido.
Miles de ordenadores en todo el mundo regresan a Windows 98.

2022
Los habitantes del planeta comienzan a dividirse entre defensores de Man, y defensores de Clon. Los niños (uno desde Londres, en otro desde Corea) se desafían y se lanzan mensajes de guerra a través del MSN. Hay tensión mundial.
Un chimpancé logra ganarle una partida de ajedrez a una computadora construida por un chileno.
Comienza la Tercera Guerra Mundial, conocida también como “la Gran Guerra del ‘22”, entre los Clon y los Man.

2023
Una bomba antitetánica destruye Nueva Zelanda.
Un atentado contra el niño Man mata a sus padres travestis, y el niño Man llora y patalea por la CNN.
Las viudas del G8 (esposas de los presidentes muertos en el ‘17) logran resucitar a sus maridos mediante un novedoso sistema médico, y los actualizan sobre la guerra que está teniendo lugar. Los maridos prefieren seguir congelados unos años, hasta que todo pase.
Los ejércitos de Clon parecen a punto de ganar la guerra, dado que sus soldados antes de morir se duplican. Pero los guerreros Man descubren que las copias son de baja calidad.

2024
Científicos de Barcelona descubren que si una persona estornuda al mismo tiempo que salta, destruye la ley de la gravedad. “Los humanos siempre estuvimos capacitados para volar”, dicen euforicos, “pero nos faltaba saber cómo”.

El Papa Prince intenta mediar entre el niño Clon y el niño Man. La cumbre ocurre en junio, en Ginebra, donde ambas criaturas firman un pacto de no agresión y establecen un alto el fuego. Los niños son dados en adopción.

El ser humano comienza a volar por sus propios medios. Quiebran las compañías aéreas, y se hacen poderosas las empresas que comercializan pomadas para las caídas.
2025
Tras la Gran Guerra, el planeta ha sido diezmado por las bombas antitetánicas y saqueado por los mismos inadaptados de siempre. Sólo quedan 19 países con gente adentro, y otros 26 que pueden ser recuperados para hacer sitios turísticos.

Se realiza el primer censo post guerra: sigue habiendo en el mundo más mujeres que hombres. Todos respiran aliviados.

Al no haber televisión, ni cines, ni espacios de entretenimientos, José Luis Orihuela abre otra vez su blog eCuaderno.
2026
Argentina se corona campeón del mundo en el Mundial de Fútbol 2026, que se disputa en Yugoslavia Hermanos.

Un chileno logra ganarle una partida de ajedrez a una computadora construida por un chimpancé. (Es el principio de la Gran Guerra del ‘37, pero todavía nadie lo sabe.)
Éste es el primer texto de una serie sobre el devenir del siglo XXI, que continuará en mayo de 2007 con “La persecución de las viejas y demás cuestiones”, y seguirá en mayo de 2008 con “La Última Gran Guerra del Hombre Chiquito”.
Fuente: La Gran Guerra del 22 y otros sucesos

sábado, 22 de octubre de 2011

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Texto original: Este

jueves, 20 de octubre de 2011

Las "locuras" de Hernán Casciari

El 12 de septiembre de 2098 Woung viajará por segunda vez en el tiempo. Siempre, desde chico, había querido conocer a su tatarabuelo, porque Woung también es escritor, un joven escritor de 23 años. Al llegar a esta época, Woung me deja un mensaje en el contestador: “Hola, estoy buscando a Hernán Casciari, mi nombre es Woung. Usted no me conoce pero yo sí… Quisiera verlo. Llámeme por favor”, y me da el número de un teléfono móvil.

—Será un lector de Orsai —me dice Cris, mientras le cambia los pañales a la Nina—, lo raro es que sepa el número del fijo. Esta gente generalmente te llama al móvil.
—Y ni siquiera.

Es cierto. Suelen contactarse lectores conmigo, para quedar a comer en el FreeWay o cosas por el estilo, pero siempre lo hacen por mail al principio, tímidamente. Nunca llaman a casa, nunca dicen “quisiera verlo”. Pero a mí me extrañaban más otros detalles:
—Lo raro también es el nombre —le digo—: nombre chino, acento argentino. Y además me trata de usted, pero tiene la voz de un pibe joven.

Como soy un poco miedoso con los desconocidos y un poco indiferente con los desvergonzados, no lo llamé un carajo. Entonces pasaron tres días y el lunes (ayer) sonó otra vez el teléfono. Esta vez yo estaba en casa jugando con la Nina.
—Hola, soy Woung, ¿está Hernán Casciari?
—Él habla.
—Necesitaría verlo —me dice—. Me vuelvo esta noche y solamente hice el viaje para conocerlo a usted. Si no le molesta paso por su casa en un rato.
—No sé si voy a poder atenderte, mi mujer no está y yo estoy con mi hija, y es un quilombo si viene gente…
—Mejor, mucho mejor —me dice—. También quiero ver a la bisabuela.
—¿A qué bisabuela?
—Yo le explico cuando nos veamos. Por favor, Hernán. Sería un rato nada más, unos mates, hablamos un poco y me voy.

Lo del mate me da una cierta tranquilidad.
—Bueno, qué sé yo, como quieras. Te paso la dirección, ¿tenés para anotar?
—Estoy acá cerca, en la Sagrada Familia, y la dirección me la sé de memoria desde la otra vez —me dice—. Ahora mismo le toco el timbre. Usted vaya poniendo el agua.

Casi no tuve tiempo de pensar cómo podía ser que tuviera mi dirección ‘desde la otra vez’. ¿Qué otra vez? No había pasado un minuto desde la conversación telefónica y ya estaba sonando el portero eléctrico. En vez de abrir desde adentro, como hago siempre, salí afuera para orejear la cara del invitado través de la puerta de la calle.

Lo que vi fue a un muchacho medio chino, oriental mezclado con cristiano, esa gente híbrida que hay ahora, esa gente moderna y cosmopolita. Bien vestido, eso sí, y con una media sonrisa gigante en la cara. Me estaba saludando con la mano.

Le abrí al puerta con un poco de miedo y me pegó un abrazo. Al verlo hacer dos gestos, el corazón me dio un salto: su cara me sonaba conocida, pero no recordaba de dónde. Me preocupaba sin embargo esa familiaridad, sobre todo cuando él estaba serio. En cambio cuando se reía era más chino que nunca, y eso me parecía mejor.

Después de los saludos en el rellano se metió en casa sin pedir permiso y se fue derecho al sofá donde estaba la Nina. Mi hija lo miraba sin miedo: cosa extraña en ella, que es muy fifí con los recién llegados. Suele ponerle mala cara a toda la gente nueva hasta que no le dan caramelos o pan. Pero al chino lo miraba feliz, como si fuera un juguete.
—Yo a usted no llegué a conocerlo —me dice Woung apretándole los cachetes a mi hija—, pero a Nina sí. A ella sí que la conozco, ¿cierto, Nina.

La Nina dice que sí con la cabeza. Es el colmo.
—¿De dónde la conocés a la Nina, del fotoblog? —le pregunto con algo de resquemor, como si de pronto supiera que no tendría que haberle abierto la puerta a ese hombre, al menos no con mi hija dentro.
—No, de ahí no —me dice—. Nina es mi bisabuela, por parte de madre.

Me recorre un frío por la espalda. Me dan miedo los locos, desde siempre les tengo fobia, porque nunca sé cómo hay que reaccionar ante su desdoblamiento. Hago un esfuerzo por entender de una manera lógica lo que ha dicho:
—¿Tu bisabuela también se llama Nina? ¿Eso me querés decir? —pregunto, y lo miro a los ojos, pidiéndole en silencio que no diga lo que sospecho que está a punto de decir.

Pero va y lo dice, un segundo después de que yo adivine lo que va a decir, él sonríe y lo dice:
—Nina es mi bisabuela, Hernán. Usted es mi tatarabuelo —se sienta en una silla, como si estuviera cansado, como si ya no importara nada más, y remata—: y yo vengo del futuro.

En la tele sin sonido hay dibujos animados que Nina observa sin pestañear. Todo lo demás en mi casa es silencio, y un chino loco que me mira.
—Venís del futuro —repito despacio, sin perder la calma, poniéndome entre el recién llegado y mi hija, midiendo la puerta, buscando con la vista algún tramontina para defenderme del ataque inminente del desquiciado.
—Del año 2098 —me dice—. Éste es el árbol, mírelo tranquilo.

Me pasa un pedazo de papel escrito a mano, con el dibujo de un árbol genealógico muy desprolijo, como si hubiera sido redactado durante un viaje en tren. Lleno de líneas, flechas y círculos que omito, el papel viene a decir algo así:
“Nina se casa con Fernando (un abogado uruguayo) y da a luz a Marc, en 2026. Marc se casa con Dai-ki, coreana, y tienen a los gemelos Yuan y Andreu en 2051. Yuan se casa con con un abogado argentino y nacen Li (2070), Lucas (2072) y Woung (2075).”

Del otro lado del papel hay un mapa para llegar a la Sagrada Familia, al Parque Güell y a otros centros turísticos de Barcelona. Le devuelvo el ‘arbol’ y lo miro a los ojos, sin gestos. Lo estoy estudiando lentamente.

A decir verdad, el chino no parece peligroso en un sentido físico. Quiero decir, no parece inquieto o desesperado por matarme. Toda su locura, por el momento, es verbal. Pero yo me he cruzado muchas veces con locos: sé que son paulatinos, sé que su alucinación va siempre increscendo, que nunca hay que confiar en la serenidad de sus manos. ¿Para qué mentir? Estoy cagado de miedo. Mi hija tiene un año y medio, hace solamente dieciocho meses que la tengo conmigo. Yo me he cruzado con locos muchas veces, y siempre supe defenderme, siempre supe moderar una situación con una dosis de sicología, o por lo menos supe salir disparando a tiempo. Pero ésta es la primera vez que estoy poniendo en peligro algo más importante que mi vida. Nina está ahí, en el sofá, con sus ojazos inocentes. Y yo estoy cagado de miedo.

Tiempo. Necesito hacer tiempo para saber cómo actuar, de qué modo sacarme de encima a este chiflado.
—No me cree —me dice el chino.
—¿Debería?
—En realidad, pensé que me iba a costar menos convencerlo, una vez que viera el árbol genealógico —me dice—… Yo leí una teoría suya, ¿se acuerda?, en la que usted dice que los extraterrestres no existen, que somos nosotros mismos en el futuro. Usted mismo ha escrito alguna vez eso.
—Suelo escribir muchísimas boludeces, demasiadas.
—Pero ésta era verdad —me alienta—. Déle, ¿por qué no se sienta y se relaja un poco? —me acerca una silla—. ¿Quiere que ponga el agua, que tomemos unos mates.

Entonces me decido por una estrategia y actúo.
—Podríamos hacer lo siguiente —le digo, con mucho tacto, fingiendo mirar el reloj con naturalidad—. Yo tendría que llevar a Nina a la guardería ahora mismo. Si querés nos encontramos en el bar de la esquina, en media hora. Me esperás ahí y charlamos. Toda la tarde, ¿qué te parece?
—No vas a venir —me dice, y entonces me tutea.
—¿A dónde? —me empiezan a temblar las piernas— ¿A dónde no voy a ir?
—Al bar. Te voy a esperar una hora, dos horas, y después llega un guarda civil y me pide los documentos. Vos estás en la casa de tus suegros. Me mandás a la policía por teléfono porque pensás que estoy loco, que quiero hacerte daño.

Se me llenan los ojos de lágrimas. Era ésa exactamente mi idea, exactamente ésa, punto por punto.
—No, nada que ver… ¿Qué te hace pensar así? —le pregunto.
—Ésta es la segunda vez que vengo a verte. La primera me mandaste la policía. Yo te estaba esperando en el bar. Ahora ya aprendí, por eso te traje el árbol, para que me creas.
—¿Es tu segunda vez? —digo, sonriendo de pánico— ¿Esto es como “El día de la marmota”?
—Sí… Y vos sos Andy McDowell —me dice, y se ríe como un chino feliz—. Mirá. Vamos a hacer las cosas bien. Yo no pienso hacerte nada malo, ni a vos y ni a ella. ¿Cómo voy a hacerles algo malo si son mi sangre? Solamente vine para charlar un rato, para conocerte.
—Estás loco, hermano, no podés pedirme que te crea —le digo.
—En un minuto, justo en un minuto, va a llamarte tu mujer al móvil —me dice—. Preguntando si yo vine. Eso pasó la primera vez, y va a pasar ahora de nuevo. En cincuenta segundos, exactamente. Con ese dato te convenzo de que es cierto todo lo que digo. ¿Te convenzo con ese dato? Treinta segundos y suena el teléfono. ¿Con eso te quedás tranquilo.

No le respondo; me muerdo el labio. ¿Tranquilo, me quedo tranquilo con eso? Miro el móvil que está sobre la mesa. No sé qué quiero que pase. No sé si prefiero que no suene, y saber que estoy frente a un loco peligroso que sabe karate; o si prefiero que suene, que sea Cris la que llame, y entonces saber que el chino que sonríe es, realmente, mi tataranieto que ha llegado del futuro en una nave nodriza o algo así. No sé qué quiero.
—Veinte segundos —dice Woung—. Cuando llame tu esposa, decile que todavía estoy acá, que estamos charlando, que soy un lector de Orsai, que está todo bien. No la alarmes, es al pedo… Yo mientras voy a poner el agua para unos mates —me guiña un ojo y dice:—Diez segundos y suena. Tranqui.

Woung se levanta y se mete en la cocina. Me quedo quieto. Escucho el agua caer como una lluvia en el fondo de la pava, el fuego que se enciende, y su voz, la del chino, que dice muy despacio: “cinco segundos, y cuatro, y tres…” Todo parece un sueño.

Y entonces suena mi teléfono móvil. Es Cristina: quiere saber si vino el lector raro, si ya se fue, que cómo era, que qué quería.
—A la noche te cuento —le digo—. Estamos tomando mates acá en casa. Más tarde te llamo, la Nina está viendo la tele. Un beso.

Cuando cuelgo, Woung saca la cabeza por la puerta de la cocina, sonriendo con su sonrisa de chino, y me dice:
—Tomás con sacarina y un chorrito de limón, ¿no? Como toda la familia.
—Sí, Woung —le digo—, como lo toman ustedes.
Fuente: Nunca le abras la puerta a un chino

miércoles, 19 de octubre de 2011

Cachadas telefónicas

I.)
A las bromas telefónicas las llamábamos ‘cachadas’ y eran tan antiguas como el teléfono. Había una gran variedad de métodos, pero casi todos tenían como objeto molestar a un interlocutor desprevenido; sacarlo de las casillas, desubicarlo. Con el Chiri nos convertimos en expertos cuando promediábamos el secundario. Éramos magos al teléfono. Pero entonces ocurrió una desventura que nos obligó a abandonar el profesionalismo. Una historia que aún hoy nos recuerda que llevamos la maldad dentro del cuerpo.

Empezamos, como todo el mundo, siendo niños. Cuando los teléfonos eran negros, a disco y del Estado. Las primeras cachadas infantiles siempre tienen como víctima a personas que se apellidan Gallo (nadie sabe por qué, pero es así). En la guía telefónica de Mercedes había nueve y los llamábamos a todos, uno por uno.
—Hola, ¿con lo de Gallo?
—Sí —decían del otro lado.
—¿Está Remigio?
—Acá no vive ningún Remigio.
—Disculpe, entonces me equivoqué de gallinero —y cortábamos, muertos de la risa.

Existían docenas de estas bromas básicas, y siempre nos las copiábamos de hermanos mayores o primos que ya se dedicaban a otras más elaboradas. Como se comprende, las primeras incursiones en el oficio buscaban sólo la propia risa: una carcajada limpia que no causaba grandes molestias a la víctima.

Ah, ojalá nos hubiésemos quedado en ese punto muerto de la infancia, donde no existen la maldad y la culpa. Pero no: debíamos avanzar, y avanzamos.

En los pueblos chicos siempre circulan rumores, informaciones y datos sobre la existencia de vecinos propicios a las cachadas. Vecinos a los que llamábamos ‘chinches’. Se trataba de una clase de señor mayor que, ante una broma telefónica, desataba toda la fuerza de su ira y era incapaz de colgar el teléfono. Alrededor de los diez o doce años, nos llegó una información de primera mano: había que llamar al señor Toledo y decir la palabra clave.
—Hola, ¿hablo con lo de Toledo?
—Sí.
—¿Está “cornetita”?
Ésa era la contraseña para que el señor Toledo, que tenía la voz aguda y estridente, comenzara a insultarnos con frases llenas de palabras groseras, resoplidos desopilantes y desenfrenados neologismos. Nos poníamos el Chiri y yo en el mismo auricular e imaginábamos a Toledo en su casa, en calzoncillos, con los cachetes de color borravino y sacando humo por las orejas. Cuando, a los diez minutos, su diatriba perdía la fuerza y sus pulmones el aire, sólo era necesario decir “pero no se enoje, cornetita” para que todo comenzara otra vez. Era el desiderátum.

Pero el niño crece, y con él madura también la ambición, la estructura dramática y —aún dormida— gana forma la maldad. Con el Chiri no tardamos en aburrirnos de invisibles Gallos y Toledos, que sólo eran voces incorpóreas detrás de un cable, y nos pasamos al nivel de las cachadas en tres dimensiones, que tenían como víctimas a sujetos presenciales.

A las siete de la tarde, el pelado de enfrente comenzaba a cerrar su negocio para volver a casa, sin haber vendido nada en cinco horas de aburrimiento. Nosotros podíamos verlo, resignado, desde la ventana del comedor. Cuando el pelado bajaba la persiana pesadísima del local, justo antes de poner el candado, lo llamábamos por teléfono. El pobre hombre, que no quería perder una venta, se desesperaba y abría otra vez la persiana, corría hasta el fondo del negocio y, al quinto o sexto timbre, decía jadeante:
—Alfombras Pontoni, buenas tardes.
Colgábamos.

Al rato lo veíamos otra vez, humillado y vencido, cerrar la persiana gigante; le costaba el doble. Su vida era una mierda, se le notaba en los ojos y en la curvatura de la espalda. Entonces el pelado escuchaba otra vez el teléfono dentro del local. “Si el que ha llamado antes llama ahora, quiere una alfombra con urgencia”, pensaba el comerciante, y otra vez le bombeaba el corazón, y otra vez levantaba la persiana, otra vez corría hasta el fondo, y otra vez decía ‘alfombras Pontoni, buenas tardes’, con un hilo de voz.
Colgábamos. Colgábamos siempre.

Un día repetimos el truco tantas veces, pero tantas, que al enésimo llamado falso el pelado no tuvo más remedio que decir ‘alfombras Pontoni, buenas noches’.

Hubiéramos seguido así hasta el final de los tiempos, pero un año después nos dimos las narices contra el futuro. Al primer llamado, el pelado Pontoni sacó del bolsillo un mamotreto con antena y dijo “hola”. Se había comprado un inalámbrico.

La llegada de la tecnología, antes que amilanarnos, propició nuevos métodos de trabajo. Cuando en casa tuvimos el segundo teléfono (uno con cable, otro no) con el Chiri inventamos la telefonocomedia, que era una forma de cachada a dos voces con receptor pasivo. Consistía en llamar a cualquier número y hacer creer a la víctima que estaba interrumpiendo una charla privada.
VICTIMA: —¿Hola?
CHIRI (voz de mujer): —…claro, pero eso es lo que te gusta.
VICTIMA: —¿Diga?
HERNAN (voz masculina): —Lo que me gusta es chuparte el culo.
CHIRI: —Mmmm, no me digas así que me se ponen las tetas duras.
VICTIMA: —¿Quién es?
HERNAN: —Yo lo que tengo dura es la poronga, (etcétera).

El objetivo de este reto dramático era lograr que el interlocutor dejara de decir “hola” y se concentrara en nuestra charla obscena, como si se sintiera escondido debajo de una cama de hotel. Cuanto mejores eran nuestras tramas, más tardaba la víctima en aburrise y colgar. Fue, supongo, un gran ejercicio literario que nos serviría —en el futuro— para mantener a los lectores atrapados en la ficción de un relato. Una tarde, después de diez minutos de telefonocomedia, una de nuestras víctimas comenzó a jadear, y nos dio asco.

Con dieciséis años, o diecisiete, ya podíamos considerarnos profesionales del radioteatro. Habíamos ganado en pericia escénica, en impronta y, sobre todo, en naturalidad de reflejos. El Chiri y yo faltábamos a las clases vespertinas de gimnasia y nos encerrábamos en casa con dos o tres teléfonos, un grabadorcito Sanyo y algunos elementos para generar sonidos de lluvia, de tráfico, de incendio, de ventisca. También teníamos a mano claras de huevo, por si era necesario cambiar los matices de la voz.

No nos hacía falta hablar entre nosotros: nos comunicábamos con gestos y miradas, como locutores de radio detrás del vidrio. Hacíamos magia. Éramos capaces de mandar a un desconocido a la Municipalidad a buscar un impuesto inexistente, seducir a la secretaria de un médico hasta enamorarla, hacer sonar la sirena de los bomberos en el momento que se nos ocurriera y convencer al kiosquero de la 19 y 30 que estaba saliendo en directo para una radio de Luján.

Nos creíamos dioses, y quizás por eso tocamos fondo en el cenit de nuestra gloria.

II.)
Promediaba el año ochenta y ocho. Lo recuerdo porque ya usábamos relojes digitales para cronometrar nuestras hazañas. Era de noche y mis padres no estaban en casa. Hacía horas que, con el Chiri, jugábamos un juego apasionante: hacer durar a la víctima en el teléfono a cualquier precio. Cuando te convertís en un profesional de la cachada volvés a lo básico, a lo simple. El mecanismo del juego era llamar a cualquier número y sacar una conversación de la nada. El reloj corría desde el “hola” y hasta el “clic” de cierre.

Esa noche Chiri llevaba una performance ideal: había logrado una conversación de 17m 12s con una señora, diciéndole que hablaba desde la tintorería. Tuvieron una charla graciosísima sobre el planchado en seco y acabaron cantando “Nostalgias” a dúo. Chiri la paseó por donde quiso, con guiños magistrales y toques de genialidad. Era imposible que yo pudiera superar esa maniobra.

Tiré los dados. Me salió el 24612. Marqué el número. Chiri tenía el cronómetro en la mano y me miraba cancherito. Cuando la voz de una vieja dijo “hola” comenzó a correr el segundero.

Yo había desarrollado una técnica, una marca de la casa, que sólo usaba en momentos clave. Era un sistema muy arriesgado que consistía en poner una voz masculina estándar, atónica, pausada, y provocar que la víctima adivinase mi identidad. Aquella noche, en la que sería la última cachada de mi vida, utilicé este método.
—¿Quién habla? —preguntó la vieja después de mi “hola”.
—Lo que faltaba —dije— ¿Ya ni de mi voz te acordás.

Eso era un peón cuatro rey. La apertura clásica. Generaba del otro lado sensación de familiaridad. Siempre hay un sobrino que ha crecido y le ha cambiado la voz, o un ahijado; siempre.
—No sé —dijo la vieja—. ¿Con quién quiere hablar?
—¡Con vos, boludona!
Jugada arriesgadísima. Yo estaba sacando la reina al medio del tablero. Muy poca gente del entorno de una vieja le dice “boludona”. Pero si quería superar el tiempo de Chiri, tenía que actuar como un kamikaze. Funcionó:
—¿Daniel! —dijo ella, en ese tono intermedio entre la interrogación y la exclamación. El tono se llama “deseo”.

La entonación del nombre propio me dio un millón de pistas. Daniel no era un sobrino, ni un ahijado, porque el grito de la vieja había sido estremecedor. No podía ser más que un hijo. Posiblemente, único. Y ese mismo dato me llevaba a otra cosa: el hijo vivía lejos y no era muy dado a llamar a su madre. Me tiré de cabeza:
—¡Claro, mamá! ¿Quién va a ser?
—¡Dani, Danielito! —sollozó la vieja, mientras Chiri, en silencio, se sacaba de la cabeza un imaginario sombrero, rendido ante mi jugada.

Ahora, el tiempo corría de mi parte. Me fui a caminar con el inalámbrico, para que Chiri no intentara hacerme reír con gestos. Él se quedó escuchando desde el fijo. En cinco minutos supe que Daniel vivía en el sur (“¿y hace frío ahí?”, preguntó la vieja en pleno septiembre) y también que la relación entre ellos no había sido, en los últimos años, muy afectuosa.
—Papá hubiera querido que estuvieses en su entierro.
—No es fácil, mamá. Hay heridas abiertas, la vida no es tan simple.

Supe que Daniel tenía una esposa, la Negra, y dos hijos. El más chico, Carlitos, no conocía a su abuela. Supe también que la ciudad en la que vivía Daniel era Comodoro Rivadavia, y que trabajaba en una fábrica de televisores. A los doce minutos de charla, cuando ya todo estaba encaminado para superar el récord del Chiri, la vieja empezó a sospechar algo, comenzó a hacer preguntas ambiguas, y debí improvisar.
—¿Pero cómo es que te escucho tan cerquita, nene? —quiso saber ella, y entonces no tuve opciones.
—Mamá —dije, sorprendido por mi crueldad—. Estoy acá, en la Terminal.

Del otro lado escuché un silencio, y después un llanto contenido. Me di vuelta buscando los ojos de Chiri, que me miraba pálido. No sonreía. Yo sentí, por dentro, la pulsión de la maldad. La sentí por primera vez en la vida. Estaba en el estómago, en el pito y en el cerebro al mismo tiempo, como una santísima trinidad diabólica. Con un gesto, le pregunté a Chiri qué tiempo llevaba. 16 minutos.
—No llores, viejita —dije.
—¿Habías venido ya otras veces a Mercedes? —me preguntó con la voz rota— A veces sueño que venís, de noche, y que no pasás por casa…
—No. No, no… Es la primera vez que vengo, te lo juro. Pero no quería aparecer así, de golpe. Por eso te llamé.
—¡Hijo! —gritó ella, desgarrada— ¡Colgá y apurate, vení, vení!
Casi 17 minutos, hacía falta algo más. Cuando supe lo que iba a decir, mi puño izquierdo se cerró. Ahora creo que la maldad ya me había invadido. Creo que no era yo el que hablaba. Eso que no sabemos qué es, eso que nos hace humanos y horribles, ahora estaba enquistado en mí y yo era su marioneta.
—Tengo que hacer un par de cositas antes, y después voy a casa —dije—. Escucháme, mamá. ¿Me hacés canelones? Estoy muerto de hambre.
—Claro, Dani.
—Siempre extraño tus canelones.
—Apurate, yo ahora te hago.
—Un beso.
—Chau, nene. Estoy toda temblando, apuráte.
Y la mujer colgó.

Lo miré a Chiri, que tenía la vista en el suelo. No me miraba, supongo que no podía verme a la cara. Ni siquiera se acordó de parar el cronómetro, así que tampoco supimos quién ganó. Estuvimos un rato largo en los sillones, sin decirnos nada. Media hora más tarde entendimos que en alguna parte de Mercedes había una casa, que en esa casa había una mesa, y que en esa mesa ya humeaba un plato caliente.

Nuestra adolescencia, supimos entonces, duraría hasta que se enfriaran los canelones de Daniel.
Fuente: Canelones