viernes, 21 de agosto de 2009

Las viudas de los jueves - Página 07

Capítulo 5

Me acuerdo como si fuera hoy. Unos zapatos de croco, marrones, bajaron del auto antes que ella. Ni bien Teresa Scaglia avanzó, el taco aguja de uno de ellos se hundió en el terreno que les quería vender. Noté que Teresa se incomodó, y yo traté de restarle importancia al inconveniente. "A todas las que venimos de la ciudad nos pasó alguna vez", le dije. "Cuesta abandonar el taco. Créeme que es una de las cosas que más cuesta. Pero es el taco, o esto...", exageré señalando los árboles y el paisaje que nos rodeaban.

Creo que el Tano ni se dio cuenta del hundimiento de su mujer. Caminaba dos o tres metros delante de ella. No sé si decir que lo hacía de apurado sería correcto. O apurado sí, pero no de apuro de tiempo que no alcanza, sino más bien de premura, de ansiedad, como si no tuviera voluntad para esperarla, a ella ni a nadie. El Tano se fue alejando y yo me detuve un instante a esperar a Teresa. Y pensar que esta mujer terminó siendo paisajista. Cuando llegó a Altos de la Cascada lo único que sabía del tema era que le gustaban las plantas. Teresa sacaba el taco hundido de la tierra blanda, e intentaba limpiarlo en el pasto mientras, irremediablemente, se hundía el otro taco. Todo lo que hacía era en vano. El taco que había limpiado se volvería a hundir, el otro saldría sucio, y por más que lo limpiara, se volvería a ensuciar. Decírselo y no respetar su propio mecanismo de aprendizaje del nuevo terreno me resultaba tan ansioso e irrespetuoso como los pasos de su marido. Ansiedad no me faltaba, la comisión por la venta de ese terreno me iba a ayudar a concretar varios arreglos pendientes en mi propia casa. Especulé sobre qué opción terminaría eligiendo. La primera vez que me hundí en La Cascada, me saqué los zapatos y terminé recorriendo el terreno en panty de seda. Éramos jóvenes, y Ronie se reía; los dos nos reíamos. Pero Teresa y yo somos muy distintas. Todas acá somos muy distintas, aunque algunos se confundan y crean que vivir en un lugar así hace que las mujeres terminemos pareciéndonos. Mujer country, nos llaman. La falsedad del estereotipo. Sí es cierto que vivimos cosas parecidas, que nos pasan cosas parecidas. O que no nos pasan ciertas cosas y en eso nos parecemos. Por ejemplo, a todas nos cuesta al principio abandonar algunas costumbres adquiridas: acá, ni zapatos de taco, ni medias de seda, ni cortinas que arrastren por el piso. Cualquiera de esos detalles que en otro contexto denotarían elegancia, en Altos de la Cascada terminan denotando mugre. Porque los tacos se hunden en el jardín y emergen llenos de pasto y barro, porque las panty se corren al contacto con cualquier planta áspera, machimbre o muebles de jardín de ratán, porque en las casas entra mucha más tierra que en los departamentos y lo que arrastre por el piso, sea cortina, niño, o perro, se ensucia feo.

A Teresa le llevó unos metros aceptar que no había solución posible. Decidió caminar en puntas de pie, opción intermedia que le he visto elegir a varias mujeres citadinas, y conformarse con mirar de lejos sin recorrer el lote palmo a palmo como su marido. El Tano en cambio daba pasos firmes, con las manos en los bolsillos y los pies apoyados plenos sobre el terreno. Con cada paso marcaba el territorio; era evidente. Si hubiera sido un animal lo habría meado. Su actitud no dejaba lugar a duda, ese era el lote que estaba buscando. Pero su actitud, en lugar de alegrarme por la comisión casi ganada, me intimidó, y le dije que tenía que confirmar con el dueño que el terreno siguiera a la venta. "¿Y si no está a la venta, para qué me lo mostrás?" "No, sí, a la venta está, o estaba. Caviró padre, el dueño, se lo dio a mi inmobiliaria hace un par de meses, pero no sé, me gustaría chequearlo." "Si se lo dio a una inmobiliaria es porque está a la venta." Y eso podía ser cierto en muchos lugares, pero no en La Cascada. En La Cascada hay que aprender a manejarse con cierta flexibilidad. A veces te aseguran que lo quieren vender y después aparece un hijo que se lo pide para ellos, o les da vergüenza social venderlo, o no se ponen de acuerdo con la mujer. Y termina poniendo la cara la inmobiliaria. En este caso, yo, Virginia, o "Mavi Guevara", mi razón comercial. Algunos ponen su casa o terreno en venta sólo para saber efectivamente cuánto dinero vale, cuánto aumentó su valor desde que lo compraron, porque nos les alcanza la abstracción de una tasación sino que necesitan tener frente a ellos a quien quiera lo que poseen con el dinero en la mano para llevárselo. Y entonces dicen que no, no la venden. "Quiero este terreno", volvió a decir el Tano. "Lo voy a intentar", recuerdo que le contesté. "No me alcanza", me dijo con una voz calma pero a la vez firme que me paralizó, tanto como a su mujer la paralizaban los tacos que se hundían en el barro. No supe qué decirle. El Tano insistió como quien acerca la punta de la espada a un adversario que ya ha caído al piso y está a punto de abandonar la pelea. "Quiero este terreno." Dudé un instante más, sólo un instante, porque después, como una revelación, me encontré a mí misma diciéndole: "Dalo por hecho, este terreno va a ser tuyo". Y no fue una frase hecha, ni una expresión de deseo, ni siquiera tenía que ver con mis posibilidades concretas de lograrlo. Todo lo contrario. Fue la convicción absoluta de que ese hombre parado frente a mí, el Tano Scaglia, al que acababa de conocer, obtenía siempre de la vida lo que quisiera. Y de la muerte.

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