viernes, 21 de agosto de 2009

Las viudas de los jueves - Página 44

En la cocina el Tano preparaba tandoori chicken para sus invitados. Se había puesto delantal blanco y gorro de cocinero. Tenía razón Ronie, estaba raro. Pero no era la barba candado, ni el bronceado. Era la exageración de sus gestos. Por momentos parecía que hasta contaba sus propios pasos. El Tano, aunque contundente y firme, siempre fue un tipo medido, contenido. Si quería imponerse lo hacía en voz baja, no necesitaba gritar. No necesitó gritar el día que llegó a La Cascada y dijo "quiero ese terreno". Si estaba feliz, compartía un Pomery con sus amigos, y si estaba mal los dejaba plantados. O los humillaba. Pero no se reía a las carcajadas, ni los abrazaba, ni lloraba. Y esa noche parecía que podía terminar haciendo cualquiera de las tres cosas.

Esperamos que llegaran todos para pasar al comedor. Nos habían servido champán y el alcohol con el estómago vacío me produjo un mareo. Me acerqué al ventanal. Un relámpago atravesó el cielo y unas gotas pesadas rompieron la serenidad del agua de la pileta. El deck de madera se llenó de manchas húmedas. El olor a tierra mojada se mezclaba con el aroma que llegaba desde la cocina. La empleada terminaba de acomodar la entrada sobre la mesa. Unas copas de centolla y langostinos con palta que también había preparado el Tano. "No insistan, no doy recetas", dijo y le hizo una seña a la empleada que no entendí, pero ella sí, porque se fue rápidamente y con la cabeza gacha. Aunque el jueves era su día de franco, el Tano le había pedido que se quedara porque "vienen las viuditas", aunque no creo que la mujer haya entendido el chiste. Las famosas viudas del barrio son las "viudas del golf", a las que sus maridos abandonan todos los fines de semana por lo menos cuatro horas para hacer los dieciocho hoyos de la cancha. Nuestro apodo, inspirado en ellas, era algo más privado, y no habría salido nunca de nuestro propio círculo si no hubiera sido profético.

Como siempre, las mujeres nos ubicamos todas juntas en una mitad de la mesa y dejamos la otra mitad para ellos. La mesa de cerezo del Tano es la mesa más grande que vi en mi vida. Normalmente entran doce personas, pero pueden apretarse y entrar hasta dieciséis. "Esta vez los quiero mezclados", dijo el Tano. Ronie me miró con complicidad. Que el Tano estuviera dispuesto a conversar con alguna de nosotras no dejaba duda de que nada era como hasta entonces. "Un aplauso para el asador", bromeó Gustavo cuando promediaba el segundo plato, sin que el Tano hubiera hecho ningún anuncio. "¿ Tandoori es el nombre de alguna especie?", preguntó Lala. "Especia", corrigió Ronie por lo bajo, pero no le contestó. Ni él ni nadie. Algunos porque no sabíamos, otros no la habrán escuchado. El Tano seguramente porque lo fastidiaba. De todas las mujeres, a la que él menos respetaba era a Lala. "¿Puede haber tanta idiotez en el cerebro de una sola persona?", le había dicho el Tano una noche a Ronie, cuando ella intentó participar de una asamblea donde discutían las prioridades a asignar en el presupuesto del año entrante e insistía con darle una partida significativa a la erradicación del clavel del aire. "Debe ser una especie, ¿no?", se contestó ella misma. Carla casi no habló en toda la noche. Había estado faltando a la inmobiliaria. Hacía más de una semana que no venía. Insistía que había tenido una gripe mortal y que todavía se sentía débil, pero no le creí. Parecía triste, apagada. "Cansada", me contestó cuando le pregunté si se sentía bien. Pero el tapaojeras que usaba sobre los pómulos no alcanzaba a disimular del todo la carne morada.

Antes del postre el Tano se paró en la cabecera de la mesa y con el tenedor golpeó su copa. "Qué poco respeto", se quejó, "en las películas, cuando alguien hace esto se callan todos". "¿Y vos le crees a las películas, Tano?", preguntó Gustavo, "this is real Life, Tanito, real Life". Se rió, todos nos reímos sin saber muy bien de qué. "Amigos, amor", le dijo a Teresa, "quiero compartir con ustedes una decisión muy importante que tomé". "Dejas el tenis...", bromeó Ronie. "Eso nunca. Dejo Troost", contestó él. Y hubo un silencio. El Tano mantuvo su sonrisa. Teresa la suya, pero hueca y con los ojos exageradamente abiertos. Los demás no sé, estaba demasiado preocupada por mí misma, me costaba entender, fue un instante en que mis neuronas buscaron entre las burbujas de champán qué era ese Troost que había dejado a todos paralizados como si el Tano fuera cura y hubiera dicho que dejaba los hábitos. "Te ofrecieron otra cosa...", logró decir Teresa, todavía sonriente, asumiendo que su marido daría un nuevo salto en la pirámide laboral. "No, no", contestó él muy tranquilo. "Me harté de la relación de dependencia. Soy un desocupado más", se rió. A Teresa no le causó gracia el chiste. "Cuídate, Gustavito, que parece que el tema es contagioso", le advirtió el Tano. Martín Urovich pareció sonrojarse, pero no sé, tal vez me pareció a mí, tal vez sentí que debía haberlo hecho, que yo me hubiera sonrojado en su lugar. Tal vez me sonrojé yo por él. O por Ronie, que también era un desocupado, aunque se engañara pensando que vivía de rentas, cuando esas rentas eran muy inferiores a los gastos que producían. "No, por favor, que yo fuera de una corporación no existo, necesito mi big father” contestó Gustavo tardíamente. Y Martín Urovich dijo: "Nosotros estamos evaluando irnos a Miami". "¡Déjate de boludeces!", le contestó el Tano. "Nosotros nos vamos a Miami", dijo Lala. El Tano, sin mirarla, le dijo a Martín: "¿Estás hablando en serio?". Martín negó con la cabeza. A Lala se le llenaron los ojos de lágrimas y se fue al baño. "¿Alquien quiere más tandoori", preguntó Teresa. "¿Estás contento?", le pregunté a Martín, pero me contestó el Tano. "Feliz", me dijo. "Hace tiempo que lo vengo planeando, estoy harto de hacerle ganar plata a otros, la quiero toda para mí." "¿Y qué pensás hacer?", le preguntó Ronie. "Todavía no sé, tengo muchos proyectos, y por suerte me dieron una muy buena gratificación de salida, así que con plata en el bolsillo pensaré tranquilo en cuál me meto primero." "Estaba todo fríamente calculado...", dijo Gustavo. "Fríamente calculado", le contestó. "Antes de ningún proyecto, acordate de nuestro viaje a Maui", le recordó Teresa. "Ése va a ser mi primer proyecto", dijo el Tano, y la besó. Fue la primera vez que vi al Tano besar en público a su mujer. A ella también la sorprendió, estoy segura. Y luego pidió un brindis. Levantamos las copas y esperamos que el Tano dijera en nombre de qué las chocaríamos. El tiempo de silencio con las copas en alto pareció demasiado largo. "Brindemos... por la libertad", dijo, pero enseguida se corrigió. "No, no, mejor brindemos por la real life... Eso, por the real life." Y los cristales se encontraron en medio de la mesa. Los mismos cristales que aparecieron junto a la pileta, esa noche de septiembre en que la profecía de las viudas de los jueves se cumpliera para tres de nosotras. Las copas que el Tano sólo usaba para ocasiones especiales. Como ésa.

Capítulo 37

En La Cascada Romina se siente una extraña. Juani también se siente un extraño. Por eso debe ser que se sienten tan bien el uno con el otro. Y que planean irse juntos a recorrer el mundo, algún día, cuando terminen el colegio. A él no le gusta el deporte, se pasa horas encerrado escuchando música o leyendo o vaya a saber haciendo qué. Y para los adultos de Altos de la Cascada eso es extraño. Romina también pasa mucho tiempo encerrada en su cuarto. Pero además ella tiene la piel oscura. Es inútil negarlo. Ni siquiera Mariana lo niega, se lo dice a quien quiera escucharla. Es adoptada. La obliga a tomar sol con protección cincuenta. "Aunque sea en las rodillas, si parecen dos carbones a esta altura del año qué te espera para el verano." Pedro también es oscuro, pero no tanto como ella, a veces Romina sospecha que Mariana le dio algo para blanquearle la piel. Una vez descubrió que le lavaba el pelo con manzanilla y desde entonces le prohibió que entrara al baño de su hermano. Pedro se viste como a Mariana le gusta, y habla como ella quiere que hable. Entonces Mariana actúa como si Pedro hubiera sido engendrado en su cuerpo, como si nunca nadie le hubiera dicho que sus huevos estaban vacíos. Y Romina la odia por eso, porque con esa mentira le roba mucho más que un hermano.

Romina y Juani se encuentran todas las noches. Después de comer se van a sus respectivos cuartos, cierran la puerta y se escapan por la ventana. Desde que Romina se cortó la pierna con aquella botella de cerveza tiene que dar demasiadas explicaciones cada vez que quiere salir con Juani de noche. Por eso se escapa, sin decirle a nadie. Se juntan a mitad de camino. A veces en el paso peatonal del hoyo 12. A veces frente a la araucaria de la rotonda. Salen a dar una vuelta. A través de la ventana de sus cuartos la noche quieta, cuando nadie anda dando vueltas por las calles de Altos de la Cascada, se ve demasiado linda. Da pena irse a dormir. Los días de luna llena se ilumina de plata la copa de los árboles más altos, se pintan. Parece que la luna brillara más que en la ciudad. El aire se siente menos contaminado. Y el silencio. Lo que más les gusta a Romina y a Juani de sus salidas nocturnas es el silencio. El único ruido que se escucha es el canto de los grillos y las ranas. Unas ranas diminutas y casi transparentes que no dejan de croar en toda la noche. A los dos les gusta el verano. Y los jazmines. A Romina más que a Juani, es su flor preferida y ella le enseñó a descubrirla entre los aromas nocturnos.

Caminan. Patinan. Espían. Romina y Juani salen a rondar de noche. Llevan sus linternas. Lo hacen desde chicos, y es una de las pocas cosas que los sigue entusiasmando a sus diecisiete años. Eligen una casa, un árbol y una ventana. Y espían. Ya no se asombran tanto como al principio. Confirman lo que ya saben. Saben que el marido de Dorita Llambías se acuesta con Nane Pérez Ayerra. Los vieron la noche de la fiesta aniversario del club. En la cama de ella. Todos los adultos estaban bailando en el salón de fiestas. Menos ellos. Al rato se vistieron y cada uno salió en su camioneta, seguramente a juntarse con el resto. Saben que Carla Masotta llora por las noches y que Gustavo estalla botellas de vidrio o platos contra la pared cuando se enoja. Saben que es mentira que el hijo más chico de los Elizondo se rompió el brazo cayéndose de un árbol. Ellos vieron cuando una noche, después de llorar y llorar porque sus papas lo habían encerrado en el cuarto, abrió la ventana, sacó el mosquitero y empezó a caminar por el techo de tejas. Tres pasos apenas y se cayó. También ven gente que duerme tranquila. Familias que cenan en aparente cordialidad. Chicos en la computadora o mirando televisión. Pero eso no los entretiene, no es eso lo que buscan. Porque no les creen. O les creen, pero no los entienden. Hay noches en que espiar una sola casa ya es suficiente, y noches en que van de árbol en árbol sin encontrar lo que buscan. Romina y Juani no saben qué buscan, pero sí que en un momento, en una rama, mirando a través de una ventana, el juego se acaba, ya está por esa noche, ya no hace falta seguir mirando.

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