viernes, 21 de agosto de 2009

Las viudas de los jueves - Página 33

Capítulo 23

Terminó de acomodar las cajas llenas de papeles en el baúl de su Land Rover. Ahora sí que era "su" Land Rover. Cuando sus amigos de Altos de la Cascada decían "qué impresionante tu Land Rover, Tano", él no los corregía, pero sabía que no era suyo. La camioneta de Teresa sí, pero el Land Rover no. Finalmente lo fue, el Tano se quedó con el auto como parte del arreglo de desvinculación de Troost, la aseguradora holandesa para la que había trabajado desde enero del 91, hasta ese día, esa tarde de fines del verano del 2000, hasta hacía exactamente cinco minutos, cuando terminó de vaciar los cajones del escritorio que ya no sería suyo. Los dueños de la empresa, accionistas holandeses con los que se reunía una o dos veces al año, habían decidido bajar el nivel de su inversión en la Argentina y aumentarlo en Brasil, donde veían más posibilidades de rentabilidad a corto y mediano plazo. El Tano no había sido consultado, ni siquiera informado con anticipación a pesar de que era el Gerente General de la empresa. Lo supo cuando ya era una decisión tomada y comunicada, antes que a él, a los abogados que se ocuparían de su despido. Los holandeses, tres de ellos, los que manejaban la mayoría accionaria, le hablaron en conferencia telefónica. En la Argentina sólo dejarían una base administrativa, con empleados de nivel medio o bajo, y toda la operatoria se manejaría desde San Pablo. No tenían nada que reprocharle, el Tano había cumplido siempre con las expectativas de ellos y de los accionistas que representaban, le agradecían sus servicios y su dedicación, pero no tenían ningún puesto para ofrecerle. En la nueva estructura todo le quedaría chico. Hablaron de over skilled, de down sizing, de deserve more challenges. Hablaron en un inglés con acento holandés que el Tano entendió a la perfección. Cómo no iba a entender si usaron palabras universales. El Tano habló poco. Cuando ya no tenían nada más que decir, él dijo: "Creo que es una decisión acertada, yo hubiera hecho lo mismo". Y ese mismo día se puso a organizar su salida con los abogados que estaban esperando su llamado.

No hubo fiesta de despedida. El Tano no quiso. Además, él seguiría vinculado a la empresa como asesor externo un par de meses. Podría usar el teléfono, imprimirse nuevas tarjetas reemplazando el "Gerente General" por "Asesor", o Chief Staff, lo que él prefiriese, pedirle pequeñas tareas a la que había sido su secretaria, instalarse part time en una de las oficinas. No en la suya, en otra, más pequeña pero digna, para evitar dobles mensajes al personal que quedaba, según le dijeron. Desde allí manejaría su reinserción en el mercado. Todo eso fue también parte de la negociación. "Es más fácil conseguir trabajo teniendo trabajo", dijo el abogado. Y el Tano sabía que era así, siempre fue así. Él mismo, cuando tenía que elegir a alguien para su empresa, desconfiaba de los que no tenían trabajo, se preguntaba sobre los verdaderos motivos de su renuncia o despido, más allá de la versión oficial. Su padre, un inmigrante que llegó a tener una fábrica metalúrgica de cierta envergadura, siempre decía: "No consiguen trabajo los que no quieren o los que les falta capacidad". Y el Tano era capaz, y había estudiado muy duro, y le gustaba su trabajo. Era ingeniero industrial. Su padre lloró por primera y única vez delante de él el día que le dieron el diploma. Y ésta era la primera vez en la vida del Tano en que dejaba un trabajo sin tener otro. Y que sentía ganas de llorar. Él. Pero no lloró.

Sacó el Land Rover de la cochera y recorrió el camino hacia la rampa como había hecho los últimos ocho años. Cuando llegó a la barrera de salida, el custodio lo saludó. "Que tenga buenas tardes, ingeniero Scaglia", dijo. El mismo saludo cordial de siempre. Pero el Tano lo sintió diferente. Quizá fue la mirada. O el tono. Tal vez apenas una respiración diferente. No sabía qué. Lo que sí sabía era que fue distinto, fue otro. No podía no ser otro. Porque ese custodio tenía algo que él ya no tenía. Y los dos lo sabían.

Como todas las tardes, tomó Lugones, General Paz, Panamericana, y recién ahí sintió que el aire empezaba a cambiar. Pasó por todas las FM y no se enganchó con la música. Cambió a la AM. "El presidente declaró estar muy preocupado por las inundaciones en Santiago del Estero y Catamarca." El Tano cambió el dial y lo sintonizó en las apreciaciones de un analista político sobre las futuras elecciones para la jefatura del gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Recordó que en pocos días tendría que votar; a pesar de que hacía años que vivía en La Cascada, nunca había hecho el cambio de domicilio, seguía votando en Caballito, como toda la vida. Escuchó las declaraciones de un ex ministro de Economía en carrera para ocupar ese puesto. El Tano pensó que lo votaría. Los capitales extranjeros le tienen confianza, pensó, y a él eso le convenía porque tal vez entonces su empresa, o la que había sido su empresa hasta esa tarde, volvería a apostar a esta plaza. Y si no era esa empresa, podía ser otra, lo importante era que afuera siguieran creyendo en el país, siguieran invirtiendo. Estaba seguro de que no le llevaría demasiado tiempo conseguir otro trabajo. La cosa no estaba fácil pero él tenía muchos contactos, un master afuera, un curriculum impecable y una edad todavía manejable: cuarenta y un años. Apretó un botón y otra vez el analista político, pero ahora entrevistando a un candidato que todas las encuestas daban como seguro perdedor. El Tano se quedó pensando en él. Alguien seguro de su fracaso, fingiendo. Lo pensó con su mujer y sus hijos si los tuviera, no sabía si los tenía, lo pensó queriéndose dormir y no pudiendo, lo pensó yendo a votar, lo pensó hablando en algún programa que no hubiera conseguido a un candidato con más posibilidades, simulando ignorar la certeza de su derrota.

Todavía no le diría nada a Teresa. No hacía falta, si la realidad era que él seguiría yendo a la empresa, casi como hasta entonces. Si esperaba un tiempo hasta podría decírselo con una oferta de trabajo concreta, o quizá con un trabajo nuevo. Teresa se altera de nada, pensó. La indemnización les permitiría mantener la misma vida que habían llevado hasta entonces sin tocar sus ahorros. Tampoco era bueno que se enteraran los chicos. Y Teresa no sabía guardar ese tipo de secretos. Otra vez tocó el dial. "El presidente dijo que la situación en las zonas inundadas es muy grave." Buscó cualquier música en una FM.

Cien metros más adelante ya se veía la entrada a La Cascada. Puso la tarjeta frente al lector de la barrera, que se abrió dándole paso. Saludó al guardia de seguridad apostado en la entrada. Y ya adentro, se sintió relajado, por primera vez en la tarde. Por primera vez desde que escuchó: "I'm so sorry but.... business are business". Los árboles seguían de un color verde intenso, a pesar de que era otoño. En pocos días, la arboleda que recorría lentamente con su Land Rover enrojecería y se mancharía de amarillo. Bajó las ventanillas y se sacó el cinturón para disfrutar más aún de esas cuadras que lo separaban de su casa. Era una tarde serena y cálida. Antes de cenar saldría a correr, como todos días. Y no le diría nada a Teresa. Era lo mejor. Avanzaba por la calle principal bordeando la cancha de golf sobre la que empezaba a caer la tarde, algunos adolescentes paseaban en bicicleta, una empleada luchaba con un chico que no quería pedalear en su triciclo. Se cruzó con Carla Masotta, que salía del club. A Gustavo tampoco le contaría por el momento. A nadie. Tal vez en unos días, Gustavo estaba relacionado con algunos head hunters y era un buen contacto a quien tirarle un par de currículums. Pero por el momento no. Dejó perder su vista en el verde que lo rodeaba a un lado y al otro del camino. Supo que allí nada había cambiado. La Cascada era la misma que había dejado esa mañana, cuando salió para ser Gerente General de Troost SA por última vez.
Definitivamente, no tenía por qué contarle a nadie.

(Ver página 34)
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