-Pienso que estaba ciego tratando de hacer las cosas a mi manera, dejando libros en las casas de los bomberos y enviando denuncias.
-Ha hecho lo que debía. Llevado a escala nacional hubiese podido dar espléndidos resultados. Pero nuestro sistema es más sencillo y creemos que mejor. Lo que deseamos es conservar los conocimientos que creernos habremos de necesitar, intactos y a salvo. No nos proponemos hostigar ni molestar a nadie.
Aún no. porque si se destruyen, los conocimientos habrán muerto, quizá para siempre. Somos ciudadanos modélicos, a nuestra manera especial. Seguimos las viejas vías, dormirnos en las colinas, por la noche, y la gente de las ciudades nos dejan tranquilos. De cuando en cuando, nos detienen y nos registran, pero en nuestras personas no hay nada que pueda comprometernos. La organización es flexible, muy ágil y fragmentada. Algunos de nosotros hemos sido sometidos a cirugía plástica en el rostro y en los dedos. En este momento, nos espera una misión horrible. Esperamos a que empiece la guerra y, con idéntica rapidez, a que termine. No es agradable, pero es que nadie nos controla. Constituimos una extravagante minoría que clama en el desierto. Cuando la guerra haya terminado, quizá podamos ser de alguna utilidad al mundo.
-¿De veras cree que entonces escucharán?
-Si no lo hacen, no tendremos más que esperar. Transmitiremos los libros a nuestros hijos, oralmente, y dejaremos que nuestros hijos esperen, a su vez. De este modo, se perderá mucho, desde luego, pero no se puede obligar a la gente a que escuche. A su debido tiempo, deberá acudir, preguntándose qué ha ocurrido y por qué el mundo ha estallado bajo ellos. Esto no puede durar.
-¿Cuántos son ustedes?
-Miles, que van por los caminos, las vías férreas abandonadas, vagabundos por el exterior, bibliotecas por el interior. Al principio, no se trató de un plan. Cada hombre tenía un libro que quería recordar, y así lo hizo. Luego, durante un período de unos veinte año, fuimos entrando en contacto, viajando, estableciendo esta organización y forzando un plan. Lo más importante que debíamos meternos en la cabeza es que no somos importantes, que no debemos de ser pedantes. No debemos sentimos superiores a nadie en el mundo. Sólo somos sobrecubiertas para libros, sin valor intrínseco. Algunos de nosotros viven en pequeñas ciudades.
El Capítulo 1 del Walden, de Thoreau, habita en Green River, el Capítulo II, en Millow Farm, Maine. Pero si hay un poblado en Maryland, con sólo veintisiete habitantes, ninguna bomba caerá nunca sobre esa localidad, que alberga los ensayos completos de un hombre llamado Bertrand Russell. Coge ese poblado y casi divida las páginas, tantas por persona. Y cuando la guerra haya terminado, algún día, los libros podrán ser escritos de nuevo. La gente será convocada una por una, para que recite lo que sabe, y lo imprimiremos hasta que llegue otra Era de Oscuridad, en la que, quizá, debamos repetir toda la operación. Pero esto es lo maravilloso del hombre: nunca se desalienta o disgusta lo suficiente para abandonar algo que debe hacer, porque sabe que es importante y que merece la pena serlo.
-¿Qué hacemos esta noche? -preguntó Montag---,
-Esperar -repuso Granger-. Y desplazarnos un poco río abajo, por si acaso.
Empezó a arrojar polvo y tierra a la hoguera.
Los otros hombres le ayudaron, lo mismo que Montag, y allí, en mitad del bosque, todos los hombres movieron sus manos, apagando el fuego conjuntamente Se detuvieron junto al río, a la luz de las estrellas.
Montag consultó la esfera luminosa de su reloj sumergible. Las cinco. Las cinco de la madrugada. otro año quemado en una sola hora, un amanecer esperando más allá de la orilla opuesta del río.
-¿Por qué confían en mí? -preguntó Montag-,
Un hombre se movió en la oscuridad.
-Su aspecto es suficiente. No se ha visto usted últimamente en un espejo. Además, la ciudad nunca se ha preocupado lo bastante de nosotros como para organizar una persecución meticulosa como ésta, con el fin de encontrarnos. Unos pocos chiflados con versos en la sesera no pueden afectarla, y ellos lo saben, y nosotros también. Todos lo saben. En tanto que la mayoría de la población no ande por ahí recitando la Carta Magna y la Constitución, no hay peligro. Los bomberos eran suficientes para mantener esto a raya, con sus actuaciones esporádicas. No, las ciudades no nos preocupan. Y usted tiene un aspecto endiablado.
Se desplazaron por la orilla del río, hacia el Sur. Montag trató de ver los rostros de los hombres, los viejos rostros que recordaba a la luz de la hoguera, mustios, y cansados. Estaban buscando una vivacidad, una resolución. Un triunfo sobre el mañana que no parecía estar allí. Tal vez había esperado que aquellos rostros ardieran y brillasen con los conocimientos, que resplandeciesen como linternas, con la luz encendida. Pero toda la luz había procedido de la hoguera, y aquellos hombres no parecían distintos de cualesquiera otros que hubiesen recorrido un largo camino, una búsqueda prolongada, que hubiesen visto cómo eran destruidas las cosas buenas, y ahora, muy tarde, se reuniesen para esperar el final de la partida, y la extinción de las lámparas. No estaban seguros de que lo que llevaban en sus mentes pudiese hacer que todos los futuros amaneceres brillasen con una luz más pura, no estaban seguros de riada, excepto de que los libros estaban bien archivados tras sus tranquilos ojos, de que los libros esperaban, con las Páginas sin cortar, a los lectores que quizá se presentaran años después, unos, con dedos limpios, y otros, con dedos sucios.
Mientras andaban, Montag fue escrutando un rostro tras de otro.
-No juzgue un libro por su sobrecubierta –dijo alguien-.
Y todos rieron silenciosamente, mientras se movían río abajo.
Se oyó un chillido estridente, y los reactores de la ciudad pasaron sobre sus cabezas mucho antes de que los hombres levantaran la mirada, Montag se volvió para observar la ciudad, muy lejos, junto al río, convertida sólo en un débil resplandor.
-Mi esposa está allí.
-Lo siento. A las ciudades no les van a ir bien las cosas en los próximos días –dijo Granger-.
-Es extraño, no la echo en falta, apenas tengo sensación -dijo Montag-. Incluso aunque ella muriera me he dado cuenta hace un momento, no creo que me sintiera triste. Eso no está bien. Algo debe de ocurrirme.
-Escuche -dijo Granger, cogiéndole por un brazo y andando a su lado, mientras apartaba los arbustos para dejarle pasar-. Cuando era niño, mi abuelo murió. Era escultor. También era un hombre muy bueno, tenía mucho amor que dar al mundo, y ayudó a eliminar la miseria en nuestra ciudad; y construía juguetes para nosotros, y se dedicó a mil actividades durante su vida; siempre tenía las manos ocupadas. Y cuando murió, de pronto me di cuenta de que no lloraba por él, sino por las cosas que hacía. Lloraba porque nunca más volvería hacerlas, nunca más volvería a labrar otro pedazo do madera y no nos ayudaría a criar pichones en el patio ni tocaría el violín como él sabía hacerlo, ni nos contaría chistes. Formaba parte de nosotros, y cuando murió todas las actividades se interrumpieron, y nadie era capaz de hacerlas como él. Era individualista. Era un hombre importante. Nunca me he sobrepuesto a su muerte. A menudo, pienso en las tallas maravillosas que nunca han cobrado forma a causa de su muerte. Cuántos chistes faltan al mundo, y cuántos pichones no sido tocados por sus manos. Configuró el mundo, hizo cosas en su beneficio. La noche en que falleció, el mundo sufrió una pérdida de diez millones de buenas acciones.
Montag anduvo en silencio.
-Millie, Millie -murmuró-. Millie.
-¿Qué?
-Mi esposa, mi esposa. ¡Pobre Millie, pobre Millie! No puedo recordar nada. Pienso en sus manos, pero no las veo realizar ninguna acción. Permanecen colgando fláccidamente a sus lados, o están en su regazo, o hay un cigarrillo en ellas. Pero eso es todo.
Montag se volvió a mirar hacia atrás.
«¿Qué diste a la ciudad, Montag?»
«Ceniza.»
«¿Qué se dieron los otros mutuamente?»
«Nada.»
Granger permaneció con Montag, mirando hacia atrás.
-Cuando muere, todo el mundo debe dejar algo detrás, decía mi abuelo. Un hijo, un libro, un cuadro, una casa, una pared levantada o un par de zapatos. O un jardín plantado. Algo que tu mano tocará de un modo especial, de modo que tu alma tenga algún sitio a donde ir cuando tú mueras, y cuando la gente mire ese árbol, o esa flor, que tú plantaste, tú estarás allí. «No importa lo que hagas -decía-, en tanto que cambies algo respecto a como era antes de tocarlo, convirtiéndolo en algo que sea como tú después de que separes de ellos tus manos. La diferencia entre el hombre que se limita a cortar el césped y un auténtico jardinero está en el tacto. El cortador de césped igual podría no haber estado allí, el jardinero estará allí para siempre.»
Granger movió una mano.
-Mi abuelo me enseñó una vez, hace cincuenta años unas películas tomadas desde cohetes. ¿Ha visto alguna vez el hongo de una bomba atómica desde cientos de kilómetros de altura? Es una cabeza de alfiler, no es nada. Y a su alrededor, la soledad.
»Mi abuelo pasó una docena de veces la película tomada desde el cohete, y después manifestó su esperanza de que algún día nuestras ciudades se abrirían para dejar entrar más verdor, más campiña, más Naturaleza, que recordara a la gente que sólo disponemos de un espacio muy pequeño en la Tierra y que sobreviviremos en ese vacío que puede recuperar lo que ha dado, con tanta facilidad como echarnos el aliento a la cara o enviamos el mar para que nos diga que no somos tan importantes.
»Cuando en la oscuridad olvidamos lo cerca que estamos del vacío -decía mi abuelo- algún día se presentará y se apoderará de nosotros, porque habremos olvidado lo terrible y real que puede ser.» ¿Se da cuenta? -Granger se volvió hacia Montag-. El abuelo lleva muchos años muerto, pero si me levantara el cráneo, ¡por Dios!, en las circunvoluciones de mi cerebro encontraría las claras huellas de sus dedos. Él me tocó. Como he dicho antes, era escultor. «Detesto a un romano llamado Statu Quo», me dijo. «Llena tus ojos de ilusión -decía-. Vive como si fueras a morir dentro de diez segundos. Ve al mundo. Es más fantástico que, cualquier sueño real o imaginario. No pidas garantías, no pidas seguridad. Nunca ha existido algo así. Y, si existiera, estaría emparentado con el gran perezoso que cuelga boca abajo de un árbol, y todos y cada uno de los días, empleando la vida en dormir. Al diablo con esto -dijo-, sacude el árbol y haz que el gran perezoso caiga sobre su trasero.»
-¡Mire! -exclamó Montag-.
(Ver página 52)
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lunes, 27 de julio de 2009
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1 comentario:
Me encanta la parte en la que está cortando el césped. Gracias por compartirlo entero.
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