Cinco, seis, siete días.
Y, luego, Clarisse desapareció. Montag advirtió lo que ocurría aquella tarde, peor era no verla por allí. El césped estaba vacío, los árboles vacíos, la calle también, y si bien al principio Montag ni siquiera comprendió que la echaba en falta o que la estaba buscando, la realidad era que cuando llegó al «Metro» sentía en su interior débiles impulsos de intranquilidad.
Algo ocurría, algo había alterado su rutina. Una rutina sencilla, es cierto, establecida en unos cuantos días, y, sin embargo...
Estuvo a punto de volver atrás para rehacer el camino, para dar tiempo a que la muchacha apareciese. Estaba seguro de que si seguía la misma ruta todo saldría bien. Pero era tarde, y la llegada del convoy puso punto final a sus planes.
El revoloteo de los naipes, el movimiento de las manos, de los párpados, el zumbido de la voz que anunciaba la hora en el techo del cuartel de bomberos: «...una treinta y cinco. Jueves mañana, 4 de noviembre... Una treinta y seis... Una treinta y siete de la mañana... ».
El rumor de los naipes en la grasienta mesa...
Todos los sonidos llegaban a Montag tras sus ojos cerrados, tras la barrera que había erigido momentáneamente. Percibía el cuartel lleno de centelleos y de silencio, de colores de latón, de colores de las monedas, de oro, de plata. Los hombres, invisibles, al otro lado de la mesa, suspiraban ante sus naipes, esperando.
«...Una cuarenta y cinco...» El reloj oral pronunció lúgubremente la fría hora de una fría mañana de un año aún más frío.
-¿Qué te ocurre, Montag?
El aludido abrió los ojos.
Una radio susurraba en algún sitio:... “la guerra puede ser declarada en cualquier momento. El país está listo para defender sus...”
El cuartel se estremeció cuando una numerosa escuadrilla de reactores lanzó su nota aguda en el oscuro cielo matutino
Montag parpadeó. Beatty le miraba como si fuese una estatua en un museo. En cualquier momento, Beatty podía levantarse y acercársele, tocar, explorar su culpabilidad. ¿Culpabilidad? ¿Qué culpabilidad era aquélla?
-Tú juegas, Montag.
Miró a aquellos hombres, cuyos rostros estaban tostados por un millar de incendios auténticos y otros millones de imaginarios, cuyo trabajo les enrojecía mejillas y ponía una mirada febril en sus ojos. Aquellos hombres que contemplaban con fijeza las llamas de encendedores de platino cuando encendían sus boquillas que ardían eternamente. Ellos y su cabello cubierto de carbón, sus cejas sucias de hollín y sus mejillas manchadas de ceniza cuando estaban recién afeitados; pero parecía su herencia. Montag dio un respingo y abrió la boca.
¿Había visto, alguna vez, a un bombero que no tuviese el cabello negro, las cejas negras, un rostro fiero y un aspecto hirsuto, incluso recién afeitado? ¡Aquellos hombres eran reflejos de sí mismo! Así, pues ¿se escogía a los bomberos tanto por su aspecto como por sus inclinaciones? El color de las brasas y la ceniza en ellos, y el ininterrumpido olor a quemado de sus pipas. Delante de él, el capitán
Beatty lanzaba nubes de humo de tabaco. Beatty abría un nuevo paquete de picadura, produciendo al arrugar el celofán ruido de crepitar de llamas.
Montag examinó los naipes que tenía en manos.
-Es... estaba, pensando sobre el fuego de la semana pasada. Sobre el hombre cuya biblioteca liquidamos. ¿Qué le sucedió?
-Se lo llevaron, chillando, al manicomio.
-Pero no estaba loco.
Beatty arregló sus naipes en silencio.
-Cualquier hombre que crea que puede engañar al Gobierno y a nosotros está loco.
-Trataba de imaginar -dijo Montag- qué sensación producía ver que los bomberos quemaban nuestras casas y nuestros libros.
-Nosotros no tenemos libros.
-Si los tuviésemos...
-¿Tienes alguno?
Beatty parpadeó lentamente.
-No.
Montag miró hacia la pared, más allá de ellos, en la que había las listas mecanografiadas de un millón de libros prohibidos. Sus nombres se consumían en el fuego, destruyendo los años bajo su hacha y su manguera, que arrojaba petróleo en vez de agua.
-No.
Pero, procedente de las rejas de ventilación de su casa, un fresco viento empezó a soplar helándole suavemente el rostro. Y, una vez más, se vio en el parque hablando con un viejo, un hombre muy viejo, y también el viento del parque era frío
Montag vaciló:
-¿Siempre..., siempre ha sido así? ¿El cuartel de bomberos, nuestro trabajo?
(Ver página 15)
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lunes, 27 de julio de 2009
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