Contempló la inmensa y negra criatura sin ojos ni luz, sin forma, con sólo un tamaño que se extendía dos millares de kilómetros sin desear detenerse, con sus colinas cubiertas de hierba y sus bosques que le esperaban.
Montag vaciló en abandonar el amparo del agua. Temía que el Sabueso estuviese allí. De pronto, los árboles podían agitarse bajo las aspas de multitud de helicópteros.
Pero sólo había la brisa otoñal corriente, que discurría como otro río. ¿Por qué no andaba el Sabueso por allí? ¿Por qué la búsqueda se había desviado hacia el interior? Montag escuchó. Nada. Nada.
«Millie -pensó-. Toda esta extensión aquí. ¡Escúchala! Nada y nada. Tanto silencio, Millie, que me pregunto qué efecto te causaría. ¿Te pondrías a gritar "¡Calla, calla!" Millie, Millie?»
Y se sintió triste.
Millie no estaba allí, ni tampoco el Sabueso, pero sí el aroma del heno, que llegaba desde algún campo lejano y que indujo a Montag a subir a tierra firme.
Recordó una granja que había visitado de niño, una pocas veces en que había descubierto que, más allá de los siete velos de la irrealidad, más allá de las paredes de los salones y de los fosos metálicos de la ciudad, vacas pacían la hierba, los cerdos se revolcaban en ciénagas a mediodía y los perros ladraban a las blancas ovejas en las colinas.
Ahora, el olor a heno seco, el movimiento del agua le hizo desear echarse a dormir sobre el heno en un solitario pajar, lejos de las ruidosas autopistas, detrás de una tranquila granja y bajo un antiguo molino que susurrara sobre su cabeza como el sonido de los años que transcurrían. Permanecería toda la noche en el pajar, escarbando el rumor de los lejanos animales, de los insectos y de los árboles, así como los leves e infinitos movimientos y susurros del campo.
«Durante la noche -pensó-, bajo el cobertizo quizás oyese un sonido de pasos. Se incorporaría, lleno de tensión. Los pasos se alejarían. Volvería a tenderse y miraría por la ventana del cobertizo muy avanzada la noche, y vería apagarse las luces de la granja, hasta que una mujer muy joven y hermosa se sentaría junto a una ventana apagada, cepillándose el pelo. Resultaría difícil verla, pero su rostro sería como el de aquella muchacha que sabía lo que significaban las flores de diente de león frotadas contra la barbilla. Luego, la mujer se alejaría de la ventana, para reaparecer en el piso de arriba, en su habitación iluminada por la luna. Y entonces, bajo el sonido de la muerte, el sonido de los reactores que partían el cielo en dos, yacería en el cobertizo, oculto y seguro, contemplando aquellas extrañas estrellas en el borde de la tierra, huyendo del suave resplandor del alba.»
Por la mañana no hubiese tenido sueño, porque todos los cálidos olores y las visiones de una noche completa en el campo le hubiesen descansado aunque sus ojos hubieran permanecido abiertos, y su boca, cuando se le ocurrió pensar en ella, mostraba una leve sonrisa.
Y allí al pie de la escalera del cobertizo, esperándole, habia algo increíble. Montag descendería cuidadosamente, a la luz rosada del amanecer, tan consciente del mundo que sentiría miedo, y se inclinaría sobre el pequeño milagro, hasta que, por fin, se agacharía para tocarlo.
Un vaso de leche fresca, algunas peras y manzanas estaban al pie de la escalera.
Aquello era todo lo que deseaba. Algún signo de que el inmenso mundo le aceptaría y le concedería todo tiempo que necesitaba para pensar lo que debía ser pensado.
Un vaso de leche, una manzana, una pera.
Montag se alejó del río.
La tierra corrió hacia él como una marea. Fue devuelto por la oscuridad, y por el aspecto del campo, por el millón de olores que llevaba un viento que le helaba el cuerpo. Retrocedió ante el ímpetu de la oscuridad, del sonido y del olor; le zumbaban los oídos. Dio media vuelta. Las estrellas brillaban sobre él como meteoros llameantes. Montag sintió deseos de zambullirse de nuevo en el río y dejar que le arrastrara a salvo hasta algún lugar más lejano. Aquella oscura tierra que se elevaba era como cierto día de su infancia, en que había ido a nadar, y una ola surgida de la nada, la mayor que recordaba la Historia, le envolvió en barro salobre y en oscuridad verdosa; el agua le quemaba la boca y la nariz, alborotándole el estómago. ¡Demasiada agua! ¡Demasiada tierra!
Desde la oscura pared frente a él, una silueta. En la silueta, dos ojos. La noche, observándole. El bosque, viéndole.
¡El Sabueso!
Después de tanto correr y apresurarse, de tantos sudores y peligros, de haber llegado tan lejos, de haberse esforzado tanto, y de creerse a salvo, y de suspirar, aliviado... para salir a tierra firme y encontrarse con...
¡El Sabueso!
Montag lanzó un último grito de dolor, como si aquello fuera demasiado para cualquier hombre.
La silueta se diluyó. Los ojos desaparecieron. Las hojas secas se agitaron.
Montag estaba solo en la selva. Un gamo.
Montag olió el denso perfume almizclado y el olor a hierba del aliento del animal, en aquella noche eterna en que los árboles parecían correr hacia él, apartarse, correr, apartarse, al impulso de los latidos de su corazón.
Debía de haber billones de hojas en aquella tierra; Montag se abrió paso entre ellas, un río seco que olía a trébol y a polvo. ¡Y a otros olores! Había un aroma como a patata cortada, que subía de toda la tierra, áspero, frío y blanco debido al hecho de haber estado iluminado por el claro de luna la mayor parte de la noche.
Había un olor como de pepinillo de una botella y como de perejil de la cocina casera. Había un débil olor amarillento como a mostaza. Había un olor como de claveles del jardín vecino. Montag tocó el suelo con la mano y sintió que la maleza le acariciaba.
Se irguió jadeante, y cuanto más inspiraba el perfume de la tierra, más lleno se sentía de todos sus detalles. No estaba vacío. Allí había más de lo necesario para llenarle. Siempre habría más que suficiente.
Avanzó por entre el espesor de hojas caídas, vacilante. Y, en medio de aquel ambiente desconocido, algo familiar.
Su pie tropezó con algo que sonó sordamente.
Movió su mano por el suelo, un metro hacia aquí, un metro hacia allá.
La vía del tren.
La vía que salía de la ciudad y atravesaba la tierra, a través de bosques y selvas, desierta ahora, junto al río,
Allí estaba el camino que conducía adonde quiera se dirigiese. Aquí había lo único familiar, el mágico encanto que necesitaría tocar, sentir bajo sus pies, mientras se adentrara en las zarzas y los lagos de olor y de sensaciones, entre los susurros y la caída de las hojas.
Montag avanzó, siguiendo la vía.
Y se sorprendió de saber cuán seguro se sentía de repente de un hecho que le era imposible probar.
En una ocasión, mucho tiempo atrás, Clarisse había andado por allí, donde él andaba en aquel preciso momento.
Media hora más tarde, frío, moviéndose cuidadosamente por la vía, bien consciente de su propio cuerpo de su rostro, de su boca, con los ojos llenos de negrura, los oídos llenos de sonidos, sus piernas cubiertas de briznas y de ortigas, vio un fuego ante él.
El fuego desapareció, volvió a percibirse, como un ojo que parpadeara. Montag se detuvo, generoso de apagar el fuego con un solo suspiro. Pero el fuego estaba allí, y Montag se fue acercando cautelosamente. Necesitó casi quince minutos para estar muy próximo a él y, entonces, lo observó desde un refugio. Aquel pequeño movimiento, el color blanco y rojo, un fuego extraño, porque para él significaba algo distinto.
No estaba quemando. ¡Estaba calentando!
Montag vio muchas manos alargadas hacia su calor, manos sin brazos, ocultos en la oscuridad. Sobre las manos, rostros inmóviles que parecían oscilar con el variable resplandor de las llamas. Montag no había supuesto que el fuego pudiese tener aquel aspecto. Jamás se le había ocurrido que podía dar lo mismo que quitaba. Incluso su olor era distinto.
No supo cuánto tiempo permaneció de aquel modo, pero había sentido una sensación absurda y, sin embargo, deliciosa, en saberse como un animal surgido del bosque, atraído por el fuego. Permaneció quieto mucho rato, escuchando el cálido chisporroteo de las llamas.
Había un silencio reunido en torno a aquella hoguera, y el silencio estaba en los rostros de los hombres, y el tiempo estaba allí, el tiempo suficiente para sentarse junto a la vía enmohecida bajo los árboles, con el mundo y darle vuelta con los ojos, como si estuviera sujeto en el centro de la hoguera un pedazo de acero que aquellos hombres estaban dando forma. No solo era el fuego lo distinto. También lo era el silencio. Montag se movió hacia aquel silencio especial, relacionado con todo lo del mundo.
Y entonces empezaron a sonar voces, y estaban hablando, pero Montag no pudo oír nada de lo que decían, aunque el sonido se elevaba y bajaba lentamente, y las voces conocían la tierra, los árboles y la ciudad que se extendía junto al río, en el extremo de la vía. Las voces hablaban de todo, no había ningún tema prohibido.
Montag lo comprendió por la cadencia y el tono de curiosidad y sorpresa que había en ellas.
Entonces, uno de los hombres levantó la mirada y le vio, por primera y quizá por séptima vez, y una voz gritó a Montag:
-¡Está bien, ya puede salir!
(Ver página 50)
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lunes, 27 de julio de 2009
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