Montag se volvió y miró a su esposa, quien, sentada en medio de la sala de estar, hablaba a un presentador quien, a su vez, le hablaba a ella.
-Mrs. Montag -decía él. Esto, aquello y lo más allá-. Mrs. Montag...
Algo más, y vuelta a empezar. El aparato conversor, que les había costado un
centenar de dólares, suministraba automáticamente el nombre de ella siempre que el presentador se dirigía a su auditorio anónimo dejando un breve silencio para que pudieran encajar, las sílabas adecuadas. Un mezclador especial conseguía, también, que la imagen televisada del presentador en el área inmediata a sus labios, articulara, magníficamente, las vocales y consonantes.
Era un amigo, no cabía la menor duda de ello, un buen amigo.
-Mrs. Montag, ahora mire hacia aquí.
Mildred volvió la cabeza. Aunque era obvio que no estaba escuchando.
-Sólo hay un paso entre no ir a trabajar hoy, no ir a trabajar mañana y no volver a trabajar nunca en el cuartel de bomberos -dijo Montag-.
-Pero esta noche irás al trabajo, ¿verdad? preguntó Mildred-.
-Aún no estoy decidido. En este momento tengo la horrible sensación de que deseo destrozar todas las cosas que están a mi alcance.
-Date un paseo con el auto.
-No, gracias.
-Las llaves están en la mesilla de noche. Cuando me siento de esta manera, siempre me gusta conducir aprisa. Pones el coche a ciento cincuenta por hora y experimentas una sensación maravillosa. A veces conduzco toda la noche, regreso al amanecer y tú ni te has enterado. Es divertido salir al campo. Se aplastan conejos. A veces, perros. Ve a coger el auto.
-No, ahora no me apetece. Quiero estudiar esta sensación tan curiosa. ¡Caramba! ¡Me ha dado muy fuerte! No sé lo que es. ¡Me siento tan condenadamente infeliz, tan furioso! E ignoro por qué tengo la impresión de que estuviera ganando peso. Me siento gordo. Como si hubiese estado ahorrando una serie de cosas, y ahora no supiese cuáles. Incluso sería capaz de leer.
-Te meterían en la cárcel, ¿verdad?
Ella le miró como si Montag estuviese detrás de la pared de cristal.
Montag empezó a ponerse la ropa; se movía intranquilo por el dormitorio.
-Si, y quizá fuese una buena idea. Antes de que cause daño a alguien. ¿Has oído a Beatty? ¿Le has escuchado? Él sabe todas las respuestas. Tienes razón. Lo importante es la felicidad. La diversión lo es todo. Y sin embargo, sigo aquí sentado, diciéndome que no soy feliz, que no soy feliz.
-Yo sí lo soy. -Los labios de Mildred sonrieron Y me enorgullezco de ello.
-He de hacer algo -dijo Montag-. Todavía no qué, pero será algo grande.
-Estoy cansada de escuchar estas tonterías -dijo Mildred, volviendo a concentrar su atención en el presentador-.
Montag tocó el control de volumen de la pared y el presentador se quedó sin voz.
-Millie. -Hizo una pausa.- Ésta es tu casa lo mismo que la mía. Considero justo decirte algo. Hubiera debido hacerlo antes, pero ni siquiera lo admitía interiormente. Tengo algo que quiero que veas, algo que he separado y escondido durante el año pasado, de cuando, en cuando, al presentarse una oportunidad, sin saber por qué, pero también sin decírtelo nunca.
Montag cogió una silla de recto respaldo, la desplazó lentamente hasta el vestíbulo, cerca de la puerta del entrada, se encaramó en ella, y permaneció por un momento como una estatua en un pedestal, en tanto que su esposa, con la cabeza levantada, le observaba. Entonces Montag levantó los brazos, retiró la reja del sistema de acondicionamiento de aire y metió la mano muy hacia la derecha hasta mover otra hoja deslizante de metal; después, sacó un libro. Sin mirarlo, lo dejó caer al suelo. Volvió a meter la mano y sacó dos libros, bajó la mano y los dejó caer al suelo. Siguió actuando Y dejando caer libros pequeños, grandes, amarillos, rojos, verdes. Cuando hubo terminado, miró la veintena de libros que yacían a los pies de su esposa.
-Lo siento -dijo-. Nunca me había detenido meditarlo. Pero ahora parece como si ambos estuviésemos metidos en esto.
Mildred retrocedió como si, se viese de repente, delante de una bandada de ratones que hubiese surgido de improviso del suelo.
Montag oyó la rápida respiración de ella, vio la palidez de su rostro y cómo sus ojos se abrían de par en par. Ella pronunció su nombre, dos, tres veces. Luego, exhalando un gemido, se adelantó corriendo, cogió un libro y se precipitó hacia el incinerador de la cocina.
Montag la detuvo, mientras ella chillaba. La sujetó y Mildred trató de soltarse, arañándole.
-¡No, Millie, no! ¡Espera! ¡Deténte! Tú no sabes...
-¡Cállate!
La abofeteó, la cogió de nuevo y la sacudió.
Ella pronunció su nombre y empezó a llorar.
-¡Millie! -dijo Montag-. Escucha. ¿Quieres concederme un segundo? No podemos hacer nada. No podemos quemarlos. Quiero examinarlos, por lo menos, una vez. Luego, si lo que el capitán dice es cierto, los quemaremos juntos, créeme, los quemaremos entre los dos. Tienes que ayudarme. -Bajó la mirada hacia el rostro de ella y, cogiéndole la barbilla, la sujetó con firmeza. No sólo la miraba, sino que, en el rostro de ella, se buscaba a sí mismo e intentaba averiguar también lo que debía hacer-. Tanto si nos gusta como si no, estamos metidos en esto. Durante estos años no te he pedido gran cosa, pero ahora te lo pido, te lo suplico. Tenemos que empezar en algún punto, tratar de adivinar por qué sentimos esta confusión, tú y la medicina por las noches, y el automóvil, y yo con mi trabajo. Nos encaminamos directamente al precipicio, Mildred. ¡Dios mío, no quiero caerme! Esto no resultará fácil. No tenemos nada en que apoyarnos, pero quizá podamos analizarlo, intuirlo
Y ayudarnos mutuamente. No puedes imaginar cuánto te necesito en este momento. Si me amas un poco admitirás esto durante veinticuatro, veintiocho horas es todo lo que te pido. Y luego habrá terminado. ¡Te lo prometo te lo juro! Y si aquí hay algo, algo posible en toda esta cantidad de cosas, quizá podamos transmitirlo a alguien.
Ella ya no forcejeaba; Montag la soltó. Mildred retrocedió tambaleándose, hasta llegar a la pared. Y una vez allí se deslizó y quedó sentada en el suelo, contemplando los libros. Su pie rozaba uno y, al notarlo, se apresuró a echarlo hacia atrás.
-Esa mujer de la otra noche, Millie... Ya no esta, viste allí. No viste su rostro. Clarisse. Nunca llegaste a hablar con ella. Yo sí. Y hombres como Beatty le tienen miedo. No puedo entenderlo. ¿Por qué han de sentir tanto temor por alguien como ella? Pero yo seguía colocándola a la altura de los bomberos en el cuartel, cuando anoche comprendí, de repente, que no me gustaba, nada en absoluto, y que tampoco yo mismo me gustaba. Y pensé que quizá fuese mejor que quienes
ardiesen fueran los propios bomberos.
-¡Guy!
El altavoz de la puerta de la calle dijo suavemente:
-Mrs. Montag, Mrs. Montag, aquí hay alguien, hay alguien, Mrs. Montag, Mrs. Montag, aquí hay alguien.
(Ver página 29)
O dejar comentario como marcador en inicio. <= Clic
lunes, 27 de julio de 2009
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario