«Levántate -se dijo Montag-. íMaldita sea, levántate!» -dijo a la pierna. Y se puso en pie-.
Parecía que le hundieran clavos en la rodilla; y, luego, sólo alfileres; y, por último, un molesto cosquilleo. Y tras arrastrarse y dar otra cincuentena de saltos, llenándose la mano de astillas de la verja, la molestia se hizo, por fin, soportable.
Y la pierna acabó por ser su propia pierna. Montag había temido que si corría podría romperse el tobillo insensibilizado. Ahora, aspirando la noche por la boca abierta, y exhalando un tenue aliento, pues toda la negrura había permanecido en su interior, emprendió una caminata a paso acelerado. Llevaba los libros en las manos. Pensó en Faber.
Faber estaba en aquel humeante montón de carbón que carecía ya de identidad.
Había quemado a Faber también. Esta idea le impresionó tanto que tuvo la sensación de que Faber estaba muerto de verdad, totalmente cocido en aquella diminuta cápsula verde perdida en bolsillo de un hombre que ahora apenas si era un esqueleto, unido con tendones de asfalto.
«Tienes que recordarlo: quémalos o te quemarán -pensó Montag-. En este momento, resulta así sencillo.»
Buscó en sus bolsillos: el dinero seguía allí. y en otro bolsillo, encontró la radio auricular normal con, que la ciudad hablaba consigo misma en la fría soledad de la madrugada.
-Policía, alerta. Se busca: fugitivo en la ciudad. Ha cometido un asesinato y crímenes contra el Estado Nombre: Guy Montag. Profesión: bombero. Visto por última vez...
Montag corrió sin detenerse durante seis manzanas, siguiendo el callejón. Y después, éste se abrió sobre una amplia avenida, ancha como seis pistas. «A la cruda luz de las lámparas de arco parecía un río sin barcas; había el peligro de ahogarse tratando de cruzarla», pensó Montag. Era demasiado ancha, demasiado abierta. Era un enorme escenario sin decorados, que le invitaban a atravesarlo corriendo. Con la brillante iluminación era fácil de descubrir, de alcanzar, de eliminar.
La radio auricular susurraba en su oído:
-...alerta a un hombre corriendo... Vigilen a un hombre corriendo... Busquen a un hombre solo, a pie... Vigilen...
Montag volvió a hundirse en las sombras. Exactamente delante de él había una estación de servicio, resplandeciente de luz, y dos vehículos plateados se detenían ante ella para repostar. Si quería andar, no correr atravesar con calma la amplia avenida, tenía que estar limpio y presentable. Eso le concedería un margen adicional de seguridad. Si se lavaba y peinaba antes de seguir la marcha para ir... ¿dónde?
«Sí -pensó-, ¿hacia dónde estoy huyendo?»
A ningún sitio. No había dónde ir, ningún amigo a quien recurrir, excepto Faber. Y entonces, advirtió que desde luego, corría instintivamente hacia la casa de Faber.
Pero Faber no podría ocultarle; sólo intentarlo, sería un suicidio. Pero sabía que, de todos modos, iría a ver a Faber, durante unos breves minutos. Faber sería el lugar donde poder repostarse de su creencia, que desaparecía rápidamente, en su propia habilidad para sobrevivir. Sólo deseaba saber que en el mundo había un hombre como Faber. Quería ver al hombre vivo y no achicharrado allí, como un cuerpo introducido en otro cuerpo. Y debía dejar parte del dinero a Faber, claro está, para gastarlo cuando él siguiese huyendo. Quizá podría alcanzar el campo abierto y vivir cerca de los ríos o las autopistas, en los campos y las colinas.
Un intenso susurro le hizo mirar hacia el cielo.
Los helicópteros de la Policía se elevaban desde un punto tan remoto que parecía como si alguien hubiese soplado una flor seca de diente de león. Dos docenas de ellos zumbaron, oscilaron, indecisos a cinco kilómetros de distancia, como mariposas desconcertadas por el otoño. Y, después, se lanzaron en picado hacia tierra, uno por uno, aquí, allí, recorriendo las calles donde, vueltos a convertir en automóviles, zumbaron por los bulevares o, con igual prontitud, volvían a elevarse en el aire para proseguir la búsqueda.
Y allí estaba la estación de servicio, con sus empleados que atendían a la clientela. Acercándose por detrás, Montag entró en el lavabo de hombres. A través de la pared de aluminio oyó que la voz de un locutor decía: «La guerra ha sido declarada.» Estaban bombeando el combustible Los hombres, en los vehículos, hablaban, y los empleados conversaban acerca de los motores, del combustible, del dinero que debían. Montag trató de sentirse impresionado por el comunicado de la radio, pero no le ocurrió nada. Por lo que a él respectaba, la guerra tendría que esperar a que él estuviese en condiciones de admitirlo en su archivo personal, una hora, dos horas más tarde.
Montag se lavó las manos y el rostro y se secó con la toalla. Salió del lavabo, cerró cuidadosamente la puerta, se adentró en la oscuridad y se encontró en un borde de la vacía avenida.
Allí estaba, había que ganar aquella partida una inmensa bolera en el frío amanecer. La avenida estaba tan limpia como la superficie de un ruedo dos minutos antes de la aparición de ciertas víctimas anónimas y de ciertos matadores desconocidos. Sobre el inmenso río de cemento, el aire temblaba a causa del calor del cuerpo de Montag; era increíble cómo notaba que su temperatura podía producir vibraciones en el mundo inmediato. Era un objetivo fosforescente. Montag lo sabía, lo sentía.
Y, ahora, debía empezar su pequeño paseo.
Unos faros brillaban a tres manzanas de distancia. Montag inspiró profundamente.
Sus pulmones eran como focos ardientes en su pecho. Tenía la boca reseca por el cansancio. Su garganta sabía a hierro y había acero oxidado en sus pies.
¿Qué eran aquellas luces? Una vez se empezaba a andar, había que calcular cuánto tardarían aquellos vehículos en llegar hasta él. Bueno, ¿a qué distancia quedaba el otro bordillo? Al parecer, a un centenar de metros. Probablemente, no eran cien, pero mejor calcula, eso, puesto que él andaba lentamente, con paso tranquilo, y quizá, necesitase treinta segundos, cuarenta segundos para recorrer la distancia. ¿Los vehículos? Una vez en marcha, podían recorrer tres manzanas en unos quince segundos. De modo que, incluso si a mitad de la travesía empezase a correr...
Adelantó el pie derecho; después, el izquierdo, y luego, el derecho. Pisó la vacía avenida.
Incluso aunque la calle estuviese totalmente vacía, claro está, no podía tener la seguridad de cruzarla sin riesgo, porque, de repente, podía aparecer un vehículo por el cambio de rasante a cuatro manzanas distancia y estar a tu altura o más allá antes de haber podido respirar una docena de veces.
Montag decidió no contar sus pasos. No miró a izquierda ni a derecha. La luz de los faroles parecía tan brillante y reveladora como el sol de mediodía, e igualmente cálida. Escuchó el sonido del vehículo que aceleraba, a dos manzanas de distancia, por la derecha. Sus faros móviles se desplazaron bruscamente y enfocaron a Montag
«Sigue adelante.»»
Montag vaciló, apretó los libros con mayor fuerza, y reanudó su andar pausado.
Ahora estaba a mitad de la avenida, pero el zumbido de los motores del vehículo se hizo más agudo cuando éste aumentó su velocidad.
«La Policía, desde luego. Me ven. Pero, despacio, ahora, despacio, tranquilo, no te vuelvas, no mires, no parezcas preocupado. Camina, eso es, camina, camina...»
El vehículo se precipitaba. El vehículo zumbaba. El vehículo aceleraba. El vehículo se acercaba veloz. El vehículo recorría una trayectoria silbante, disparado por un rifle invisible. Iba a unos doscientos kilómetros por hora. Iba como mínimo, a más de doscientos por hora. Montag apretó las mandíbulas. El calor de los faros del vehículo quemó sus mejillas, le hizo parpadear y heló el sudor que le resbalaba por el rostro.
Empezó a arrastrar estúpidamente los pies, a hablar consigo mismo. Y, de repente, dio un respingo y echó a correr. Alargó las piernas tanto como pudo, una y otra vez, una y otra vez. ¡Dios, Dios! Dejó caer un libro, interrumpió la carrera, casi se volvió, cambió de idea, siguió adelante, chillando en el vacío de cemento, en tanto que el vehículo parecía correr tras sus pasos, a sesenta metros de distancia, a treinta, a veinticinco, a veinte; y Montag jadeaba, agitaba las manos, movía las piernas, arriba y abajo, más cerca, sudoroso, gritando con los ojos ardientes y la cabeza vuelta para enfrentarse con el resplandor de los faros.
Luego, el vehículo fue tragado por su propia luz, no fue más que una antorcha que se precipitaba sobre él; todo estrépito y resplandor ¡De pronto, casi se le echó encima!
Montag dio un traspié y cayó.
- «¡Estoy listo! ¡Todo ha terminado!»
(Ver página 46)
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lunes, 27 de julio de 2009
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