Montag abrió la boca para responder a Faber. Le salvó de este error, que iba a cometer en presencia de los otros, el sonido del timbre del cuartel. La voz de alarma proveniente del techo se dejó oír. Hubo un tic tac cuando el teléfono de alarma mecanografió la dirección. El capitán Beatty, con las cartas de póquer en una mano, se acercó al teléfono con exagerada lentitud y arrancó la dirección cuando el informe hubo terminado. La miró fugazmente y se la metió en el bolsillo.
Regresó Y volvió a sentarse a la mesa. Los demás le miraron.
-Eso puede esperar cuarenta segundos exactos, que es lo que tardaré en acabar de desplumaros -dijo Beatty, alegremente-.
Montag dejó sus cartas.
-¿Cansado, Montag? ¿Te retiras de la partida?
-Sí.
-Resiste. Bueno, pensándolo bien, podemos terminar luego esta mano. Dejad vuestros naipes boca abajo
-Preparad el equipo. Ahora será doble. -Y Beatty volvió a levantarse-. Montag, ¿no te encuentras bien? Sentiría que volvieses a tener fiebre...
-Estoy bien.
-Magnífico! Éste es un caso especial. ¡Vamos, apresúrate!
Saltaron al aire y se agarraron a la barra de latón como si se tratase del último punto seguro sobre la avenida que amenazaba ahogarles; luego, con gran decepción por parte de ellos, la barra de metal les bajó hacia la oscuridad, a las toses, al resplandor y la succión del dragón gaseoso que cobraba vida.
-¡Eh!
Doblaron una esquina con gran estrépito del motor y la sirena, con chirrido de ruedas, con un desplazamiento de la masa del petróleo en el brillante tanque de latón, como la comida en el estómago de un gigante mientras los dedos de Montag se apartaban de la barandilla plateada, se agitaban en el aire, mientras el viento empujaba el pelo de su cabeza hacia atrás. El viento silbaba entre sus dientes, y él, pensaba sin cesar en mujeres, en aquellas charlatanas de aquella noche en su salón, y en la absurda idea de él de leerles un libro. Era tan insensato y demente como tratar de apagar un fuego con una pistola de agua. Una rabia sustituida por otra. Una cólera desplazando a otra. ¿Cuándo dejaría de estar furioso y se tranquilizaría, y se quedaría completamente tranquilo?
-¡Vamos allá!
Montag levantó la cabeza. Beatty nunca guiaba pero esta noche sí lo hacía, doblando las esquinas con la salamandra, inclinado hacia delante en el asiento del conductor, con su maciza capa negra agitándose a su espalda, lo que le daba el aspecto de un enorme murciélago que volara sobre el vehículo, sobre los números de latón, recibiendo todo el viento.
-¡Allá vamos para que el mundo siga siendo feliz. Montag!
Las mejillas sonrojadas y fosforescentes de Beatty brillaban en la oscuridad, y el hombre sonreía furiosamente.
-¡Ya hemos llegado!
La salamandra se detuvo de repente, sacudiendo hombres. Montag permaneció con la mirada fija en la brillante barandilla de metal que apretaba con toda la fuerza de sus puños.
«No puedo hacerlo -pensó-. ¿Cómo puedo realizar esta nueva misión, cómo puedo seguir quemando cosas? No me será posible entrar en ese sitio.»
Beatty, con el olor del viento a través del cual se había precipitado, se acercó a Montag.
-¿Todo va bien, Montag?
Los hombres se movieron como lisiados con sus embarazosas botas, tan silenciosos como arañas.
Montag acabó por levantar la mirada y volverse. Beatty estaba observando su rostro.
-¿Sucede algo, Montag?
-Caramba -dijo éste, con lentitud-. Nos hemos detenido delante de mi casa.
Tercera Parte: Fuego Vivo
Las luces iban encendiéndose y las puertas de las casas abriéndose a todo lo largo de la calle, para observar el espectáculo que se preparaba. Montag y Beatty miraban, el uno con seca satisfacción, el otro con incredulidad, la casa que tenían delante, aquella pista central en la que se agitarían numerosas antorchas y se comería fuego.
-Bueno -dijo Beatty-; ahora lo has conseguido. El viejo Montag quería volar cerca del sol y ahora que se ha quemado las malditas alas se pregunta por qué. ¿No te insinué lo suficiente al enviar el Sabueso a merodear por aquí?
El rostro de Montag estaba totalmente inmóvil e inexpresivo; sintió que su cabeza se volvía hacia la casa contigua, bordeada por un colorido macizo de flores.
Beatty lanzó un resoplido.
-¡Oh ,no! No te dejarías engañar por la palabrería de esa pequeña estúpida, ¿eh? Flores, mariposas, hojas, puestas de sol... ¡Oh, diablo! Aparece todo en su archivo. Que me ahorquen. He dado en el blanco. Fíjate en el aspecto enfermizo que tienes. Unas pocas briznas de hierba y las fases de la luna. ¡Valiente basura! ¿Qué pudo ella conseguir con todo eso?
Montag se sentó en el frío parachoques del vehículo, desplazando la cabeza un par de centímetros a la izquierda, un par de centímetros a la derecha, izquierda, derecha, izquierda, derecha, izquierda...
-Ella lo veía todo. Nunca hizo daño a nadie, los dejaba tranquilos.
-¿Tranquilos? ¡Narices! Revoloteaba a tu alrededor, ¿verdad? Uno de esos malditos seres cargados de buenas intenciones y con cara de no haber roto... un plato, cuyo único talento es hacer que los demás se sientan culpables. ¡Aparecen como el sol de medianoche para hacerle sudar a uno en la cama!
La puerta de la casa se abrió; Mildred bajó los escalones, corriendo, con una maleta colgando rígidamente de una mano, en tanto que un taxi se detenía junto al bordillo.
-¡Mildred!
(Ver página 43)
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lunes, 27 de julio de 2009
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