-¡Lo he visto, lo he visto!
Montag alargó la mano y dio vuelta al conmutador del salón. Las imágenes fueron empequeñeciéndose como si el agua de un gigantesco recipiente de cristal, con peces histéricos, se escapara.
Las tres mujeres se volvieron con lentitud Y miraron a Montag con no disimulada irritación, que fue convirtiéndose en desagrado.
-¿Cuándo creéis que va a estallar la guerra? -preguntó él-. Veo que vuestros maridos no han venido esta noche.
-Oh, vienen y van, vienen y van –dijo Mrs. Phelps-. Una y otra vez. El Ejército llamó ayer a Pete. Estará de regreso la semana próxima. Eso ha dicho el Ejército. Una guerra rápida. Cuarenta y ocho horas, y todos a casa. Eso es lo que ha dicho el Ejercito. Una guerra rápida. Pete fue llamado ayer y dijeron que estaría de regreso la semana próxima. Una guerra...
Las tres mujeres se agitaron y miraron, nerviosas, las vacías paredes.
-No estoy preocupada -dijo Mrs. Phelps-. Dejo que sea Pete quien se preocupe. -Rió estridentemente-. Que sea el viejo Pete quien cargue con las preocupaciones. No yo. Yo no estoy preocupada.
-Sí -dijo Millie-. Que el viejo Pete cargue con las preocupaciones.
-Dicen que siempre muere el marido de otra.
-También lo he oído decir. Nunca he conocido ningún hombre que muriese en una guerra. Que se matara arrojándose desde un edificio, sí, como lo hizo marido de Gloria, la semana pasada. Pero a causa las guerras, no.
-No a causa de las guerras -dijo Mrs. Phelps- De todos modos, Pete y yo siempre hemos dicho que nada de lágrimas ni algo por el estilo. Es el tercer matrimonio de cada uno de nosotros, y somos independientes. Seamos independientes, decimos siempre. Él me dijo: «Si me liquidan, tú sigue adelante y no llores. Cásate otra vez y no pienses en mí.»
-Ahora que recuerdo -dijo Mildred-. ¿visteis. anoche, en la televisión la aventura amorosa de cinco minutos de Clara Dove? Bueno, pues se refería a esa mujer que...
Montag no habló, y contempló los rostros de las mujeres, del mismo modo que, en una ocasión, había observado los rostros de los santos en una extraña iglesia en que entró siendo niño. Los rostros de aquellos muñecos esmaltados no significaban nada para él, pese a que les hablaba y pasaba muchos ratos en aquella iglesia, tratando de identificarse con la religión, de averiguar qué era la religión, intentando absorber el suficiente incienso y polvillo del lugar para que su sangre se sintiera afectada por el significado de aquellos hombres y mujeres descoloridos, con los ojos de porcelana y los labios rojos como rubíes. Pero no había nada, nada; era como un paseo por otra tienda, y su moneda era extraña y no podía utilizarse allí, y no sentía ninguna emoción, ni siquiera cuando tocaba la madera, el yeso y la arcilla. Lo mismo le ocurría entonces, en su propio salón, con
aquellas mujeres rebullendo en sus butacas bajo la mirada de él, encendiendo cigarrillos, exhalando nubes de humo, tocando sus cabelleras descoloridas y examinando sus enrojecidas uñas, que parecían arder bajo la mirada de él. Los rostros de las mujeres fueron poniéndose tensos, en el silencio. Se adelantaron en sus asientos al oír el sonido que produjo Montag cuando tragó el último bocado de comida. Escucharon la respiración febril de él. Las tres vacías paredes del salón eran como pálidos párpados de gigantes dormidos, vacíos de sueños. Montag tuvo la impresión de que si tocaba aquellos tres párpados sentiría un ligero sudor salobre en la punta de los dedos. La transpiración fue aumentando con el silencio, así como el temblor no audible que rodeaba a las tres mujeres, llenas de tensión.
En cualquier momento, Podían lanzar un largo siseo y estallar.
Montag movió los labios.
-Charlemos.
Las mujeres se le quedaron mirando.
¿Cómo están sus hijos, Mrs. Phelps? –préguntó el.
-¡Sabe que no tengo ninguno! ¡Nadie en su juicio los tendría, bien lo sabe Dios! - exclamó Mrs. Phelps, no muy segura de por qué estaba furiosa contra aquel hombre-.
-Yo no afirmaría tal cosa -dijo Mrs. Bowles-. He tenido dos hijos mediante una cesárea. No objeto pasar tantas molestias por un bebé. El mundo ha de reproducirse, la raza ha de seguir adelante. Además hay veces en que salen igualitos a ti, y eso resulta agradable. Con dos cesáreas, estuve lista. Sí, señor. ¡Oh! El doctor dijo que las cesáreas no son imprescindibles, tenía buenas caderas, que todo iría normalmente, yo insistí.
-Con cesárea o sin ella, los niños resultan ruinosos. Estás completamente loca- dijo Mrs. Phelps.
-Tengo a los niños en la escuela nueve días de cada diez. Me entiendo con ellos cuando vienen a casa tres días al mes. No es completamente insoportable. Los pongo en el «salón» y conecto el televisor. Es como lavar ropa; meto la colada en la máquina y cierro la tapadera. -Mrs. Bowles rió entre dientes-. Son tan capaces de besarme como de pegarme una patada. ¡Gracias a Dios, yo también sé pegarlas!
Las mujeres rieron sonoramente.
Mildred permaneció silenciosa un momento Y, luego, al ver que Montag seguía junto a la puerta, dio una palmada.
-íHablemos de política, así Guy estará contento!
-Me parece estupendo -dijo Mrs. Bowles- Voté en las últimas elecciones, como todo el mundo, y lo hice por el presidente Noble. Creo que es uno de los hombres más atractivos que han llegado a la presidencia.
-Pero, ¿qué me decís del hombre que presentaron frente a él?
-No era gran cosa, ¿verdad? Pequeñajo y tímido. No iba muy bien afeitado y apenas si sabía peinarse.
-¿Qué idea tuvieron los «Outs» para presentarlo? No es posible contender con un hombre tan bajito contra otro tan alto. Además, tartamudeaba. La mitad del tiempo no entendí lo que decía. Y no podía entender las palabras que oía.
-También estaba gordo y no intentaba disimularlo con su modo de vestir. No es extraño que la masa votara por Winston Noble. Incluso los hombres ayudaron. Comparad a Winston Noble con Hubber Hoag durante diez segundos, y ya casi pueden adivinarse los resultados.
-¡Maldita sea! -gritó Montag-. ¿Qué saben ustedes de Hoag y de Noble?
-¡Caramba! No hace ni seis meses estuvieron en esa mismísima pared. Uno de ellos se rascaba incesantemente la nariz. Me ponía muy nerviosa.
-Bueno, Mr. Montag -dijo Mrs. Phelps-, ¿Quería que votásemos por un hombre así?
Mildred mostró una radiante sonrisa.
-Será mejor que te apartes de la puerta, Guy, y no nos pongas nerviosas.
Pero Montag se marchó y regresó al instante con un libro en la mano.
-íGuy!
-¡Maldito sea todo, maldito sea todo, maldito sea!
-¿Qué tienes ahí? ¿No es un libro? Creía que, ahora, toda la enseñanza especial se hacía mediante películas- -Mrs. Phelps parpadeó-. ¿Está estudiando la teoría de los bomberos?
-¡Al diablo la teoría! -dijo Montag-. Esto es poesía.
-Montag.
Un susurro.
-¡Dejadme tranquilo!
Montag se dio cuenta de que describió un gran círculo, mientras gritaba y gesticulaba.
-Montag, deténte, no...
-¿Las has oído, has oído a esos monstruos de monstruos? ¡Oh, Dios! ¡De qué modo charlan sobre la gente y sobre sus propios hijos y sobre ellas mismas y también respecto a sus esposos, y sobre la guerra, malditas sean!, y aquí están, y no puedo creerlo.
-He de participarle que no he dicho ni una sola palabra acerca de ninguna guerra –replicó Mrs. Phelps-.
-En cuanto a la poesía, la detesto -dijo Mrs. Bowles-.
-¿Ha leído alguna?
-Montag. -La voz de Faber resonó en su interior---. Lo hundirá todo. ¡Cállese, no sea estúpido!
Las tres mujeres se habían puesto en pie.
-¡Siéntense!
Se sentaron.
-Me marcho a casa -tartamudeó Mrs. Bowles-.
-Montag, Montag, por favor, en nombre de Dios, ¿qué se propone usted? –suplicó Faber-.
-¿Por qué no nos lee usted uno de esos poemas de su librito? -propuso Mrs. Phelps-. Creo que sería muy interesante.
-¡Eso no está bien! -gimió Mrs. Bowles-. No podemos hacerlo.
-Bueno, mira a Mr. Montag, él lo desea, se nota. Y si escuchamos atentamente, Mr. Montag estará contento y, luego, quizá podamos dedicarnos a otra cosa.
La mujer miró, nerviosa, el extenso vacío de las paredes que les rodeaban.
-Montag, si sigue con esto cortaré la comunicación, cerraré todo contacto –susurró el auricular en su oído-. ¿De qué sirve esto, qué desea demostrar?
-¡Pegarles un susto tremendo, sólo eso! ÍDarles un buen escarmiento!
Mildred miró a su alrededor.
-Oye, Guy, ¿con quién estás hablando?
Una aguja de plata taladró el cerebro de Montag.
-Montag, escuche, sólo hay una escapatoria, diga que se trata de una broma, disimule, finja no estar enfadado. Luego, diríjase al incinerador de pared y eche el libro dentro.
(Ver página 39)
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lunes, 27 de julio de 2009
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