Pero aquella noche, alguien se había equivocado. Aquella mujer estropeaba el ritual. Los hombres armaban demasiado ruido, riendo, bromeando, para disimular el terrible silencio acusador de la mujer. Ella hacía que las habitaciones vacías clamaran acusadoras y desprendieran un fino polvillo de culpabilidad que era absorbido por ellos al moverse por la casa. Montag sintió una irritación tremenda.
¡Por encima de todo, ella no debería estar allí!
Los libros bombardearon sus hombros, sus brazos, su rostro levantado. Un libro aterrizó, casi obedientemente como una paloma blanca, en sus manos, agitando las alas. A la débil e incierta luz, una página desgajada asomó, y era como un copo de nieve, con las palabras delicadamente impresas en ella. Con toda su prisa y su celo, Montag sólo tuvo un instante para leer una línea ésta ardió en su cerebro durante el minuto siguiente como si se la hubiesen grabado con un acero.
El tiempo se ha dormido a la luz del sol del atardecer. Montag dejó caer el libro.
Inmediatamente cayó entre sus brazos.
-¡Montag, sube!
La mano de Montag se cerró como una boca, aplastó el libro con fiera devoción, con fiera inconsciencia, contra su pecho. Los hombres, desde arriba, arrojaban al aire polvoriento montones de revistas que caían como pájaros asesinados, y la mujer permanecía abajo, como una niña, entre los cadáveres.
Montag no hizo nada. Fue su mano la que actuó; su mano, con un cerebro propio, con una conciencia y una curiosidad en cada dedo tembloroso, se había convertido en ladrona. En aquel momento metió el libro bajo su brazo, lo apretó con fuerza contra la sudorosa axila; salió vacía, con agilidad de prestidigitador.
¡Mira aquí! ¡Inocente! ¡Mira!
Montag contempló, alterado, aquella mano blanca. La mantuvo a distancia, como si padeciese presbicia. La acercó al rostro, como si fuese miope.
-¡Montag!
El aludido se volvió con sobresalto.
-¡No te quedes ahí parado, estúpido!
Los libros yacían como grandes montones de peces puestos a secar. Los hombres bailaban, resbalaban y caían sobre ellos. Los títulos hacían brillar sus ojos dorados, caían, desaparecían.
-¡Petróleo!
Bombearon el frío fluido desde los tanques con el número 451 que llevaban sujetos a sus hombros. Cubrieron cada libro, inundaron las habitaciones.
Corrieron escaleras abajo; Montag avanzó en pos de ellos, entre los vapores del petróleo.
-¡Vamos, mujer!
Ésta se arrodilló entre los libros, acarició la empapada piel, el impregnado cartón, leyó los títulos dorados con los dedos mientras su mirada acusaba a Montag.
-No pueden quedarse con mis libros -dijo-.
Ya conoce la ley -replicó Beatty-. ¿Dónde está su sentido común? Ninguno de esos libros está de acuerdo con el otro. Usted lleva aquí encerrada años con una condenada torre de Babel. ¡Olvídese de ellos! La gente de esos libros nunca ha existido. ¡Vamos!
Ella meneó la cabeza.
-Toda la casa va a arder -advirtió Beatty-
(Ver página 17)
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lunes, 27 de julio de 2009
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