lunes, 27 de julio de 2009

Fahrenheit 451 - Página 06

Montag permaneció muy erguido, atento a cualquier sonido de la persona que ocupaba la oscura cama en la oscuridad totalmente impenetrable. La respiración que surgía por la nariz era tan débil que sólo afectaba a las formas más superficiales de vida, una diminuta hoja, una pluma negra, una fibra de cabello.
Montag seguía sin desear una luz exterior. Sacó su encendedor, oyó que la salamandra rascaba en el disco de plata, produjo un chasquido...
Dos pequeñas lunas le miraron a la luz de la llamita; dos lunas pálidas, hundidas en un arroyo de agua clara, sobre las que pasaba la vida del mundo, sin alcanzarlas.
-¡Mildred!
El rostro de ella era como una isla cubierta de nieve sobre la que podía caer la lluvia sin causar ningún efecto; sobre la que podían pasar las movibles sombras de las nubes, sin causarle ningún efecto. Sólo había el canto de las diminutas radios en sus orejas herméticamente taponadas, y su mirada vidriosa, y su respiración suave, débil, y su indiferencia hacia los movimientos de Montag.
El objeto que él había enviado a rodar, resplandeció bajo el borde de su propia cama. La botellita de cristal previamente llena con treinta píldoras para dormir y que, ahora, aparecía destapada y vacía a la luz de su encendedor.
Mientras permanecía inmóvil, el cielo que se extendía sobre la casa empezó a aullar. Se produjo un sonido desgarrador, como si dos manos gigantes hubiesen desgarrado por la costura veinte mil kilómetros de tela negra. Montag se sintió partido en dos. Le pareció que su pecho se hundía y se desgarraba. -Las bombas cohetes siguieron pasando, pasando, una, dos, una dos, seis de ellas, nueve de ellas, doce de ellas, una y una y otra y otra lanzaron sus aullidos por él. Montag abrió la boca y dejó que el chillido penetrara y volviera a salir entre sus dientes descubiertos. La casa se estremeció El encendedor se apagó en sus manos. Las dos pequeñas lunas desaparecieron. Montag sintió que su mano se precipitaba hacia el teléfono.
Los cohetes habían desaparecido. Montag sintió que sus labios se movían, rozaban el micrófono del aparato telefónico.
-Hospital de urgencia.
Un susurro terrible.
Montag sintió que las estrellas habían sido pulverizadas por el sonido de los negros reactores, y que, la mañana, la tierra estaría cubierta con su polvo, como si se tratara de una extraña nieve. Aquél fue el absurdo pensamiento que se le ocurrió mientras se estremecía, la oscuridad, mientras sus labios seguían moviéndose.
Tenían aquella máquina. En realidad, tenían dos. Una de ellas se deslizaba hasta el estómago como una cobra negra que bajara por un pozo en busca de agua antigua y del tiempo antiguo reunidos allí. Bebía la sustancia verduzca que subía a la superficie en un lento hervir. ¿Bebía de la oscuridad? ¿Absorbía todos los venenos acumulados por los años? Se alimentaba en silencio, con un ocasional sonido de asfixia interna y ciega búsqueda. Aquello tenía un ojo. El impasible operario de la máquina podía, poniéndose un casco óptico especial, atisbar en el alma de la persona a quien estaba analizando. ¿Qué veía el ojo? No lo decía.
Montag veía, aunque sin ver, lo que el Ojo estaba viendo. Toda la operación guardaba cierta semejanza con la excavación de una zanja en el patio de su propia casa. La mujer que yacía en la cama no era más que un duro estrato de mármol al que habían llegado.
De todos modos, adelante, hundamos más el taladro, extraigamos el vacío, si es que podía sacarse el vacío mediante la succión de la serpiente.
El operario fumaba un cigarrillo. La otra máquina funcionaba también.
La manejaba un individuo igualmente impasible, vestido con un mono de color pardo rojizo. Esta máquina extraía toda la sangre del cuerpo y la sustituía por sangre nueva y suero.
-Hemos de limpiamos de ambas maneras -dijo el operario, inclinándose sobre la silenciosa mujer-. Es inútil lavar el estómago si no se lava la sangre. Si se deja esa sustancia en la sangre, ésta golpea el cerebro con la fuerza de un mazo, mil, dos mil veces, hasta que el cerebro ya no puede más y se apaga.
-¡Deténganse! -exclamó Montag-.
-Es lo que iba a decir -dijo el operario-.
-¿Han terminado?

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