miércoles, 8 de diciembre de 2010

Los putos razonamientos

Por José Playo

En mis años escolares, allá por los comienzos del ochenta, contraje una afección milenaria y difícil de tratar. Se la conoce comúnmente como “alergia a los amanerados”. El síntoma por excelencia es el que te hace gritarle MARICÓN al compañerito de voz aflautada en el recreo.

Como buen enfermo crónico, aprendí a convivir con esos estornudos sin reflexionar. Los exabruptos salían en piloto automático.

Hoy, ya un poco más grandecito, sé que aquellos viejos colegios de varones (colegios homosexuales, bah) funcionaban con la mecánica selvática de las prisiones estatales: recintos testosterónicos en los que sobrevivían a duras penas los diferentes (el gordo, el petizo o el puto, por ejemplo), martirizados por el matón que se afeitaba los bigotes desde tercer grado.

Creo que todos, si nos esforzamos por recordar, hallaremos vestigios del mismo contagio en nuestro pasado. Pongo, para ilustrar, el himno extraoficial de mi escuela —cantito que hasta las autoridades sabían corear en voz baja— y que rezaba:

[nombre] colegio de varones,
[nombre] colegio sin igual,
[nombre] no cría mariquitas,
ni nenitas de mamita como todos los demás!

Las secuelas de esta enfermedad dejaron cicatrices profundas y difíciles de borrar. Y las recaídas eran constantes: silbatinas que llovían desde las obras en construcción sobre los peatones que caminaban “raro”; programas de tele en los que el blanco de las burlas es “un mariposón” que deambulaba por los sketches a la caza de un remate homofóbico.

La historia de mi vida heterosexual está plagada de refuerzos. Un vecino solía decir:

—Si vos te dejás el pelo largo es porque estás buscando alguien que te peche los vagones.

Me inclino a pensar que el origen de esta pandemia —cultural, hereditaria y altamente contagiosa— es siempre el miedo.

Terminé de entender todo este rollo cuando uno de mis mejores amigos me confesó que era homosexual, a comienzos de esta década. Yo ya estaba lejos del tortuoso secundario, esto era real y tenía el nombre y el apellido de una persona que yo apreciaba.

—¿Cómo que sos puto?

—Me gustan los tipos, boludo. O sea, no ando vistiéndome de vieja loca, ni voy a los boliches a saltar sobre los parlantes todo pintarrajeado. Soy el de siempre, nada más que puto.

En esa conversación entendí que gran parte de mi temor radicaba en la posibilidad de que nuestra amistad se desarmara. Si él era puto, ¿podíamos seguir siendo amigos? ¿Qué había que cambiar?

—Soy el de siempre.

Sólo en ese momento comprendí los malos ratos que algunas personas pasan gratuitamente. Y empezaron a dolerme los patios de los colegios donde la confusión se sumaba al descubrimiento, las pasiones silenciadas, los secretos guillotinados por el labio del temor. ¿Cómo tolera una persona postergarse tanto?

—En la vida —me aclaró mi amigo— se es puto fulltime. Lo más doloroso es asumir que todo lo que hagas será cuestionado.

Me pregunté por qué, y me lo pregunto ahora, que la discusión sobre el matrimonio gay está en boca de todos.

Hay algunos puntos que me parece interesante destacar:

  • a) La ley no promueve que una legión de travestis escandalosos con el pito afuera entren vestidos de blanco a una iglesia para tocarles el culo a los santos. La ley habla de reconocer derechos…
  • b) Los heterosexuales somos tremendamente hipócritas. Sobre todo aquellos que disfrutamos del porno gay lésbico (ni hablar de los que se calientan con mujeres disfrazadas de colegialas) y nos escandalizamos si dos flacos se comen la boca a la salida de un civil bajo una lluviecita de arroz.
  • c) Nadie “se hace puto”. Nadie “ejerce la homosexualidad”. Es como si uno pudiera elegir, de hoy para mañana, que lo calientan las tetonas o las minas medio chatas. Eso viene con cada uno. A algunos nos gustan las mujeres, a otros las personas del mismo sexo.
  • d) Ser homosexual no significa ser degenerado. Los violadores no son todos homosexuales, los pedófilos tampoco. Manzanas podridas hay en los dos bandos. Incluido el de la iglesia.
Estas animaladas (por citar algunas de las tantas que la gente escupe cuando le ponen un micrófono bajo el bigote) son parte de un mismo fenómeno que tiene que ver con el condicionamiento discursivo y cultural. Estamos acostumbrados a lo que en lingüística se conoce como “jibarismo salvaje”, que es reducir todo a lo bestia para que nos quede cómodo.

Esto da como resultado un silogismo que, además de trunco, es bastante pelotudo:

La degeneración es contagiosa…
los putos son degenerados…
con los putos no me tengo que juntar…


Y ya desde tiempos inmemoriales, lo que viene quedando en claro es que si hay un grupo que tiene que revisar un poco su forma de pensar y de sentir, es el de los heterosexuales.

Hoy veo resucitar el debate otra vez en mi país, Argentina, donde las diferencias se dirimen siempre desde dos plateas y a los gritos. Este es un país de blanco o negro, una nación bipolar e intransigente con habitantes doctorados en argumentología que fracturan la razón por la mitad.

Lo que vale en mi país es que el otro reconozca su derrota, el debate no sirve jamás para construir, sino para humillar:

—¿Viste, puto, que yo tenía razón?

Sobre la homosexualidad, adhiero a lo que dijo un psicólogo los otros días en la radio (voy a citarlo mal):

—El número de homosexuales, históricamente, no ha variado tanto desde los comienzos de la humanidad hasta hoy.

Esto quiere decir que en el Imperio Romano había un número de putos per cápita más o menos proporcional al que hay hoy en día en nuestras ciudades modernas. ¿Por qué, entonces, recrudece esta resistencia, esta cosa tan poco ejemplificadora para las nuevas generaciones que nos escuchan decir tantas estupideces?

Si algo aprendí en el colegio fueron variantes socialmente aceptadas de crueldad.

Nuestros mayores (por desconocimiento) nos enseñaron a vivir en una batalla de precalentamiento interminable que nos prepara para una guerra que no vamos a combatir nunca: hay que resistirse, porque cambiar está mal.

En vez de ablandar el mundo para hacerlo un lugar más ameno, más tolerante, nos seguimos tratando como si viviéramos en una selva donde los más débiles nos avergüenzan y nos dan la excusa perfecta para ejercer nuestra bestialidad.

No puedo dejar de preguntarme, ¿a qué le temen los que son tan fuertes, a qué le temen los que siempre lastiman?

Mientras los ultra católicos marchan para abolir la posibilidad de un mundo más justo, mientras los discursos nos siguen saliendo peyorativos, señaladores, mientras seguimos levantando la voz para mostrar disconformidad, un montón de gente sigue resistiendo en silencio, como lo ha venido haciendo desde el Imperio Romano y desde el colegio primario.

A pesar de que estoy molesto, me consuela saber que este texto es inútil, porque los homosexuales no necesitan defensores. La historia nos ha demostrado que han resistido los embates de la estupidez con la frente siempre en alto.

Admiro esa resistencia.

Yo sueño a veces con un mundo más tranquilo, donde dos hombres o dos mujeres que se quieren puedan cocinarse, leerse en voz alta, tejerse un pulóver frente a la estufa y, por qué no, garchar.

Confío en la posibilidad de un mundo menos feroz, menos hostil.

Es el mundo que me gusta imaginar para mis hijas. Un espacio donde todos puedan ser felices y pelear por perpetuar esa felicidad.

Putos ha habido siempre.

Tal vez tememos que, a pesar de sentirlos inferiores, antinaturales, débiles y degenerados, resistiendo a lo largo de la historia nos han demostrado que son más tolerantes, más inteligentes, y mucho más sensibles que los que marchan para no dejarlos casar.

Fuente: La evolución de una enfermedad nefasta

1 comentario:

Abel dijo...

Luis:
Excelente artículo. En el colegio mencionado, seguramente no les enseñan a los alumnos acerca del "Batallón Sagrado de Tebas".
En la historia, siempre hay anécdotas o hechos que por conveniencia de quien la cuenta, se omiten.

Saludos