sábado, 23 de mayo de 2009

Vidas de pibes chorros

¿Como viven los "pibes chorros"?
¿Como es su ambiente?

Un texto para entender este fenómeno de nuestros días.

Cristian Alarcón: Periodista de investigación y autor.
Alfredo (Alfredo Srur): Fotógrafo, compañero de Cristian Alarcón.
Título original: "Cuando me muera quiero que me toquen cumbia".

Protagonistas del relato:

Brian: Pibe chorro, bardero y "sin códigos", robaba a sus vecinos. Banda de los Sapitos. Consumidor de pegamento y pastillas. Hermano menor de Nadia.
Chano: Padrastro de María.
Chaías: Pareja de María, amigo de Victor (a) Frente Vital. 18 años y padre de dos niños. Ex ladrón. Vive con su padre, una hermana menor y un hermano mayor. Convivió también con otra María, la mamá de sus dos hijos. Consumidor de pegamento.
Estela: Hija de Matilde.
Frente Vital: Apodo de Víctor.
Manuel: Hijo de Matilde.
Marga: (a) La abuela. La Mai.
María: Pareja de Chaías, ex novia del Frente.
Matilde: Cartonera, madre de Manuel, Simón y Javier.
Mauro: Pareja de Nadia.
Miguelito: Hijo de Marga (la Mai).
Miranda: (a) El Pájaro.
Nadia: Hermana de Brian y mujer de Mauro.
Paola: 17 años, villa Santa Rita, pelirroja de sonrisa ancha, ex novia de Victor.
Pato: Hermano de Víctor.
Rodolfo: Vecino de Sabina.
Sabina Sotello: Madre de Víctor (Frente Vital).
Simón: Pibe chorro.
Tincho: Pibe chorro, consumidor desde los 10 años, uno de 10 hermanos.
Tripa: Hermano del padrastro de María, dealer (vendedor de droga). Enfrentado con el Frente Vital.
Víctor: Nombre de Frente Vital.

Capítulo 1 <=Click

Vidas de pibes chorros - Capítulo 1

María tenía las manos metidas en el agua jabonosa de un fuentón cuando llegó la peor noticia de su vida.
— ¡Loco! ¡Vengan! ¡Vamos a fijarnos! ¡Está toda la yuta! ¡Parece que lo agarraron al Frente!
María retorcía un jean en el patio del rancho de su novio Chaías. Vivía allí hacía dos semanas, exilada por primera vez de la casa de su familia, tras una discusión con su padrastro, un poco respetado dealer de la zona, miembro del clan de los Chanos.
— ¡Loco! ¡Parece que mataron al Frente!
Los pibes de esa cuadra que desde afuera parece un barrio pero por dentro es puro pasillo, todos menos ella salieron corriendo tal como estaban. María se quedó parada allí, sin volver la vista atrás, disimulando por pudor a causa de ese noviazgo corto pero intenso que ya había dejado de tener con el Frente. Prefirió decirse a sí misma: “Yo me hago la estúpida”. Especuló con que si algo verdaderamente malo ocurría, alguien llegaría a avisar. Por eso hizo como que frotaba la ropa, soportando las ganas de llegar también ella, más rápido que ninguna, desesperadamente, a ver la suerte que había corrido el chico de quien a pesar de la separación reciente, aún estaba enamorada.
—Lo mataron al Frente —dijo, después de unos diez minutos una mujer del otro lado de su cerco.
María lo escuchó sabiendo que algún día podía suceder, pero jamás tan pronto: ella trece y él diecisiete, y esas profusas cartas de amor que hablaban de un futuro que se le antojaba el único aunque ahora estuviera con otro, aunque su nuevo novio fuera uno de los amigos de Víctor, aunque el mundo se cayera. Salió secándose las manos en el pantalón, y anduvo una, dos, tres cuadras, cruzó el descampado, y se metió en la villa 25 de Mayo directo hacia el rancho de su madre, el mismo del que se había escapado para refugiarse en la casa de Chaías. Apenas entró, se arrojó a los brazos de la mujer, como hacía mucho tiempo que no lo hacía:
—Ma, me parece que lo mataron al Frente, acompañame —le dijo llorando en su hombro.
Laura estaba cubierta sólo por una sábana, acalorada por el peso de la humedad que a las diez y media de la mañana antecedía a la tormenta; el cuerpo exhausto después de una noche de Tropitango con el Frente, las chicas y el resto de los amigos que quedaban en libertad. La despertó una bulla atípica para una mañana de sábado, una agitación que de alguna manera preanunciaba la batalla que sobrevendría. Su madre no tardó en alertarla. Le dijo, sin siquiera saludarla, con una voz áspera pero sin embargo piadosa:
—Lau, me parece que lo mataron al Frente.
Salió de la cama anestesiada, sin sentir el peso del cuerpo trasnochado, de los litros de alcohol que había tomado mientras bailaban por undécima vez en el centro de la pista con esos romances tortuosos entonados por Leo Matiolli y su banda en el escenario, en vivo y en directo. Hizo la media cuadra de pasillo que la separaba del potrero desierto que dejaba ver el escuálido frente de la villa:
— ¡Parecía como si estuvieran buscando al Gordo Valor! ¡La cantidad de policías que había!
Los más cercanos a Víctor se fueron arrimando todo lo que pudieron al rancho donde lo tenían encerrado. Se habían escuchado los tiros. Varios habían visto de refilón cómo Víctor y tras él Luisito y Coqui, dos de los integrantes de lo que la policía propagandizó como La Banda de Los Bananita, pasaban corriendo por el corazón de la 25 con las sirenas policiales de fondo, cruzaban por el baldío que da a la San Francisco y se perdían en uno de sus pasillos metiéndose en el rancho de doña Inés Vera. Supieron por el veloz correo de rumores de la villa que Coqui cayó rendido en la mitad del camino, cuando al atravesar una manzana de monoblocks en lugar de seguir escapando intentó esconderse en una de las entradas. Desde el momento de los disparos no hubo más señales sobre lo que había pasado. Nadie sabía si Luís y el Frente estaban vivos.
Los policías se vieron rodeados apenas se internaron en la San Francisco; con cada vez más refuerzos intentaban disuadir a los vecinos de que se retiraran.
Mauro avanzó por entre los ranchos y consiguió treparse al techo de la casilla cercada por un batallón de policías en la que habían intentado refugiarse Víctor y su compinche, Luisito. Mauro era uno de los mejores amigos del Frente, un integrante fuerte de la generación anterior de ladrones que había, después de pasar demasiado tiempo preso y tras la muerte de su madre, decidido alejarse del oficio ilegal y buscarse un trabajo de doce horas para lo básico, ya lejos de las pretensiones. Mauro había influido en Víctor con sus consejos sobre los viejos códigos, el “respeto” y la ética delincuencial en franca desaparición. Mauro recuerda bien que dormía con Nadia, su mujer, cuando lo despertaron los tiros. «Le dije: ‘Uy, los pibes’. Porque siempre que se escuchan tiros es porque hay algún pibe que anda bardeando. Me levanté, me puse un short y encaré para aquel lado.»
Apenas salió de su rancho una nena que vive a la vuelta y que lo sabía amigo inseparable de Víctor, a pesar de que para entonces él ya comenzaba a “dejar el choreo”, le dijo la frase tan repetida aquella mañana:
—Me parece que lo mataron al Frente.
Corrió hasta la entrada de la San Francisco. Un policía lo frenó:
—No podés pasar. Mauro continuó sin mirar atrás. El policía le chistó. Él siguió acercándose a Víctor.
—A vos te digo, no podés pasar.
—Qué no voy a poder pasar —le dijo—. Yo voy para mi casa, cómo no voy a poder pasar loco, si no hay una cinta ni nada.
Durante unos minutos creyó, incluso se lo dijo a Laura, que el Frente había podido escapar. «Este hijo de puta se les escapó.» Igual se trepó al techo, para cerciorarse. Desde lo alto podía ver la mitad del cuerpo de Luís saliendo de la puerta del rancho. Estaba inmóvil, parecía muerto pero sólo lo simulaba por el pánico al fusilamiento: Mandó a pedir una cámara de fotos que no tardó nada en llegar. Disparó varias veces para registrar lo que sospechaba que la Policía Bonaerense ocultaría. Temía que Víctor estuviera herido y que, tal como estaba marcado por la Bonaerense, dejaran que se desangrase al negarle la asistencia médica. Por eso amenazaba con arrancar las chapas de la casilla si la policía no se decidía a sacarlo de allí. Hasta que Luís no pudo evitar que contra su voluntad las piernas comenzaran a temblarle. Uno de los uniformados se dio cuenta:
—Che, guarda porque éste está vivo.
Laura vio cuando lo retiraban del lugar en una camilla con la cabeza ensangrentada por el tiro que le rozó el cráneo. Chaías consiguió acercarse a él. Luís lloraba.
—El Frente, fijate en el Frente —alcanzó a decirle antes de que lo metieran en la ambulancia.
Laura se preocupó cuando unos minutos después la segunda ambulancia que había llegado para los supuestos heridos se fue vacía.
—Señor, ¿y el otro chico? —preguntó a uno de los uniformados con miedo a la respuesta. —Está ahí adentro, lo que pasa es que está bien —le mintió.
— ¿Y por qué una de las ambulancias ya se fue?
— ¡Porque está bien, nena! —cerró el policía.
Entre los que peleaban su lugar cerca del rancho también esperaba Matilde, confidente privilegiada del Frente, cómplice de hierro a la hora de dar refugio después de un robo, cartonera y madre de Javier, Manuel y Simón Miranda, sus mejores amigos, los chicos con los que a los trece había comenzado en el camino del delito. Matilde había conseguido escurrirse hasta la puerta misma del rancho y desde ahí hablaba con Mauro amotinado en el techo. Estuvo casi segura de que al Frente lo habían matado cuando presenció las preguntas y las evasivas entre Mauro y uno de los hombres de delantal blanco que entró al rancho con un par de guantes de látex en las manos.
—Eh, ¿qué onda con el pibe? ¿Por qué no lo sacan? —le preguntó Mauro.
—No, ahora vamos a ver —intentó evadirse el enfermero.
—Decíme la verdad, decime si está muerto.
—No te puedo decir nada —lo cortó.
—Decile la verdad loco, no va a pasar nada. Está muerto, ¿no?
El enfermero ya no volvió a abrir la boca pero cuando volvió a pasar, bajando los párpados lentamente, lo confirmó.
Pato, el hermano mayor de Víctor estaba en su turno de doce horas en un supermercado donde ahora es supervisor. Su hermana Graciana ya se había casado y se había ido a vivir a Pacheco. Si no aparecía un familiar la policía seguiría reteniéndolo en el rancho de doña Inés Vera.
—Vayan a buscar a la madre que está trabajando en el supermercado San Cayetano de Carupá —propuso un chico. Allá partieron Laura y Chaías en un remise. Pero Sabina estaba en la sucursal de Virreyes. Volvieron al barrio. La gente seguía acumulándose alrededor del rancho. A Virreyes corrieron a buscarla otros vecinos.
—Vení Sabina porque hay un problema con la policía.
—Pero dejalo que se lo lleven a ese guacho por atrevido. Yo no voy a ninguna parte —se negó Sabina, como siempre en lucha contra la pasión ladrona de su hijo menor, dispuesta a que lo metieran preso con la esperanza de que el encierro en un instituto lo reformara y lo convirtiera en un adolescente estudioso y ejemplar.
—Venite que está adentro de una casa. ¡Venite!
La convencieron. Sabina pensó: “Éste tomó como rehén a alguien y está esperando que yo llegue para entregarse, pero antes lo voy a trompear tanto...”. No llegó a imaginar la muerte de su hijo hasta que el auto se asomó al barrio doblando por la calle Quirno Costa y pudo distinguir desde el otro lado del campito un móvil de Crónica TV y un helicóptero sobrevolando la muchedumbre. “Cuando vi el mosquerío de gente y de policías me temblaron las piernas.” Bajó del remise y escuchó que gritaban:
— ¡Viene la mamá! ¡Viene la mamá! —atravesó desesperada y los pibes y las mujeres iban abriendo paso a lo largo de todo ese pasillo. Fue en ese momento en que se le unió como una guardaespaldas incondicional Matilde, experta en reclamar por sus chicos y pelearse con la policía cada vez que caían presos. Juntas llegaron a la valla humana de policías que custodiaba el acceso al rancho. Sabina dijo, con los labios apretados:
—Soy la madre —y entró.
María, la ex novia del Frente, en ese mismo momento caminaba sostenida por su madre hacia el campito que da a la vereda de la San Francisco por un lado y la 25 por el otro. Lo primero que vio fue la flaca silueta de su novio Chaías que saltaba en el medio del campo y gritaba. “Todos gritaban, me mareé de repente, no veía nada, no entendía nada, me había puesto muy nerviosa, temblaba, tenía miedo y no sabía bien de qué. Hasta que llegué a la puerta del rancho, porque me iban dejando pasar, y la vi a Sabina.” Ella, Sabina Sotello, intentando conservar la calma, queriendo creer a pesar de todo que el sabandija había tomado rehenes, preguntó intentando parecer tranquila: -
—¿Dónde está mi hijo?
Una mujer policía de pelo corto, subcomisaria a cargo del operativo, la miró y no quiso contestarle.
—Yo soy la mamá —le dijo, dándole todos los motivos del mundo en uno para que le contestara. Sabina miró hacia los costados buscando el rostro de Víctor. Pero no alcanzó a distinguirlo. “Yo creía que me lo iba a encontrar ahí parado, qué sé yo, y esta mujer no me decía qué había pasado, así que me saqué.” La agarró del cuello del uniforme y la levantó contra un ropero pequeño que había en aquel cuarto de dos por dos.
— ¿Dónde está mi hijo?
— Calmate, calmate.
— ¿Dónde está mi hijo?
— Pará, pará, calmate.
Sabina no dudaba en estrangularla si no hablaba, no se la quitarían de las manos si no le aclaraban qué había pasado con Víctor. Y entonces escuchó el tecleo de una máquina de escribir sobre una pequeña mesa. «Y cuando escuchás eso, ya te imaginás, ¿viste?, cuando están escribiendo...»

El hombre que escribía a máquina desarrollaba en lenguaje judicial los hechos que habían llevado a la muerte de Víctor Manuel Vital esa mañana de febrero. La historia tiene domicilio: el número 57 de la calle General Pinto, esquina French. Allí, en la puerta de su casa, Víctor le dejó en custodia a Gastón, el hermano mayor de Chafas, las cadenas, las pulseras, los anillos de oro, los fetiches de status que siempre llevaba puestos.
Marchó, preparado para “trabajar” a encontrarse con otros dos adolescentes con quienes solía compartir los golpes: Coqui y Luisito, dos ladrones también de diecisiete, y de otra villa con nombre católico: Santa Rita.
Ellos dos y dos hermanos hijos de un ladrón conocido como “El Banana”, se harían famosos tiempo después de la muerte de Víctor en una de las primeras tomas de rehenes televisadas. Habían querido robar a una familia y en lugar de escapar rápido se habían entusiasmado con la cantidad de objetos suntuosos que había en el chalet de Villa Adelina. Algo parecido a lo que les ocurrió ese 6 de febrero cuando tardaron en robar una carpintería a sólo ocho cuadras de French y Pintos.
Gastón intentó persuadirlo: que no fuera, que se quedara esta vez porque el lugar tenía un “mulo”, que en la jerga significa vigilador privado; que otros ya habían “perdido” intentando lo mismo. Víctor no quiso creerle.
En menos de diez minutos estaba encañonando al dueño de la fábrica de muebles. En quince salían corriendo del lugar muy cerca de la mala suerte. Los dos patrulleros que rondaban la zona recibieron un alerta radial sobre el asalto. “Tres NN masculino, de apariencia menores de edad se dirigen con dirección a la villa 25”, escucharon. En el móvil 12179 iban el sargento Héctor Eusebio Sosa, alias “El Paraguayo”, y los cabos Gabriel Arroyo y Juan Gómez. Y en el 12129 el cabo Ricardo Rodríguez y Jorgelina Massoni, famosa por sus modos, como “La Rambito”. Las sirenas policiales se escuchaban cada vez más cerca. Víctor corría en primer lugar, acostumbrado como ninguno a escabullirse: en el último tiempo ya no podía pararse en ninguna esquina. Su sola presencia significaba motivo suficiente para una detención. A sus espaldas pretendían volar Coqui y Luisito.
—No puedo más! ¡No puedo más! —escucharon quejarse a Coqui, que quedó relegado en el fondo por culpa de sus pulmones comidos por la inhalación de pegamento.
Riéndose del rezagado, el Frente y Luis entraron por el primer pasillo de la San Francisco. Alicia del Castillo, una vecina de generosas proporciones, caminaba por el sendero con su hija de dos años de un lado y la bolsa del pan en el otro. El Frente la agarró de los hombros con las dos manos para correrla: ya no llevaba el arma encima. En seguida “colaron rancho”, como le dicen los chicos a refugiarse en la primer casilla amiga. La mujer que les dio paso para que se salvaran, doña Inés Vera, se paró en la puerta como esperando que pasara el tiempo y los chicos se metieron debajo de la mesa como si jugaran a las escondidas.
Los policías habían visto el movimiento. Ni siquiera le hablaron, la zamarrearon de los pelos y a los empujones liberaron la entrada. Los chicos esperaban sin pistolas: Luisito me contó que se las dieron a doña Inés, quien las tiró atrás de un ropero. Las descartaron para negociar sin el cargo de “tenencia” en caso de entregarse. Lo mismo que el dinero: lo guardó ella debajo de un colchón y lo encontró la policía aunque nada de eso conste en las actas judiciales.
En cuclillas bajo la mesa; el Frente se llevó el índice a los labios: “Shh... callate que zafamos...”, murmuró; y vieron a una mujer policía y dos hombres entrar al rancho apuntando con sus reglamentarias. El sargento Héctor Eusebio Sosa, “El Paraguayo”, iba adelante con su pistola 9 milímetros. Pateó la mesa con la punta de fierro de su bota oficial; la dejó patas arriba en un rincón. Víctor alcanzó a gritar:
—No tiren, nos entregamos!
Luis dice que murmuraron un “no” repetido: “No, no, no”, un “no” en el que no estaban pudiendo creer que los fusilaran: “Nos salió taparnos y decir ‘no, no’, como cuando te pegan de chico”, me contó Luisito en un pabellón de la cárcel de Ezeiza, condenado a siete años de cárcel por los robos que después de la muerte del Frente siguió cometiendo, exultante al recordar los viejos tiempos después de tanto, el día de su cumpleaños veintiuno.
Y describió sin parar la escena final: Silbaron en el aire estrecho de aquella miserable habitación de dos por dos cinco disparos a quemarropa. Luis supo que los fusilaban; como impulsado por un resorte saltó hacia la puerta. En el aire una bala le rozó el cráneo. Quedó con la mitad del cuerpo afuera del rancho, ganándole medio metro al pasillo. Se desmayó. El Frente intentó protegerse cruzando las manos sobre la cara como si con ellas tapara un molesto rayo de sol. Luisito recuperó la conciencia a los pocos minutos, pero se quedó petrificado tratando de parecer un cadáver.
El Frente falleció casi en el momento en que el plomo policial le destruyó la cara. Las pericias dieron cuenta de cinco orificios de bala en Víctor Manuel Vital. Pero fueron sólo cuatro disparos. Uno de ellos le atravesó la mano con que intentaba cubrirse y entró en el pómulo. Otro más dio en la mejilla. Y los dos últimos en el hombro. En la causa judicial el Paraguayo Sosa declaró que Víctor murió parado y con un arma en la mano.
Pero la Asesoría Pericial de la Suprema Corte, por pedido de la abogada María del Carmen Verdú, hizo durante el proceso judicial un estudio multidisciplinario. Los especialistas debieron responder, teniendo en cuenta el ángulo de la trayectoria de los proyectiles, a qué altura debería haber estado la boca de fuego para impactar de esa manera. Teniendo en cuenta las dimensiones de la habitación y la disposición de los muebles, silos hechos hubieran sido como los relató Sosa, él debería haber disparado su pistola a un metro sesenta y siete centímetros de altura. Esto significa que para haber matado al Frente, tal como dijo ante la justicia, Sosa debería haber medido por lo menos tres metros treinta centímetros. Con el rostro enrojecido por la presión del estrangulamiento la mujer policía, elevada diez centímetros del suelo por la fuerza de la mujer que la tenía del cuello, le dijo finalmente a Sabina:
—Su hijo está muerto. Ahí está, no lo toque.
En el piso de tierra yacía Víctor, con la frente ancha y limpia que le dio sobrenombre, sobre un charco de sangre, bajo la mesa sobre la que escribían el parte oficial de su muerte.
Sabina soltó un grito de dolor. Su llegada a la escena de los hechos había provocado un silencio sólo alterado por el ruido que hacía el helicóptero suspendido sobre el gentío. Ese alarido y el llanto que lo precedió fueron suficientes para que quienes esperaban perdieran la esperanza: un policía había masacrado a Víctor Manuel “El Frente” Vital, el ladrón más popular en los suburbios del norte del Gran Buenos Aires. Tenía diecisiete años, y durante los últimos cuatro había vivido del robo, con una diferencia metódica que lo volvería santo; lo que obtenía lo repartía entre la gente de la villa: los amigos, las doñas, las novias, los hombres sin trabajo, los niños.
“Yo sabía que todo el mundo lo quería pero no pensaba que iban a reaccionar así. Porque hasta la señora de ochenta años empezó a tirar piedras”, cuenta Laura. Así comenzó la leyenda, estalló como lo hacen sólo los combates. Como una señal todo poderosa, entienden en la villa, el cielo se oscureció de golpe, cerrándose las nubes negras hasta semejar sobre el rancherío una repentina noche. Y comenzó a llover. La violencia de la tormenta se agitó sobre la indignación de la turba. Bajo el torrente los vecinos de la San Francisco, la 25 y La Esperanza dieron batalla a la policía. La noticia sobre el final del Frente Vital corrió por las villas cercanas como sólo lo hacen las novedades trágicas. Llegaron de Santa Rita, de Alvear Abajo, del Detalle. A la media hora había casi mil personas rodeando a ese chico muerto y ciento cincuenta uniformados preparados para reprimir. Llegaron los carros de asalto, la infantería, el Grupo Especial de Operaciones, los perros rabiosos de la Bonaerense, los escopetazos policiales.
Cuando comenzaron los tiros, Laura consiguió acercarse a su amigo hasta quedar refugiada en uno de los ranchos que dan al lugar donde lo mataron. “Justo donde estaba había un agujerito y pude ver cómo lo sacaban y cómo los hijos de puta se reían y gozaban de lo que habían hecho. Los vigilantes lo sacaron destapado, como mostrándoselo a todo el mundo... no lo sacaron como a cualquier cristiano. Yo lo vi, vi las zapatillas que en la planta tenían grabada una ‘v’ bien grande.” Era la marca que Víctor le había hecho a las zapatillas, la misma y que ahora dibujan los creyentes en las paredes descascaradas del conurbano junto a los cinco puntos que significan “muerte a la yuta”, muerte a la policía.
Son los mismos cinco puntos que tienen tatuados en diferentes lugares del cuerpo los amigos de Víctor que fui conociendo a medida que me interné en la villa. Son cinco marcas, casi siempre del tamaño de un lunar, pero organizadas para representar un policía rodeado por cuatro ladrones: uno —el vigilante— en el centro rodeado por los otros equidistantes como ángulos de un cuadrado. Es una especie de promesa personal hecha para conjurar la encerrona de la que ellos mismos fueron víctimas, me explicaron los pibes, aunque suelen ser varias las interpretaciones y no hay antropólogo que haya terminado de rastrear esa práctica tumbera. Ese dibujo asume que el ladrón que lo posee en algún momento fue sitiado por las pistolas de la Bonaerense, y que de allí en más se desafía a vengar su propio destino: el juramento de los cinco puntos tatuados augura que esa trampa será algún día revertida. El dibujo pretende que el destino fatal recaiga en el próximo enfrentamiento sobre el enemigo uniformado acorralado ahora por la fuerza de cuatro vengadores. Por eso para la policía el mismo signo es señal inequívoca de antecedentes y suficiente para que el portador sea un sospechoso, un candidato al calabozo.
Son cinco puntos gigantescos, como las fichas de un casino, los que se grabó en su ancha espalda Simón, el menor de los hijos de Matilde, un poco más abajo que las sepulturas, el dragón y la calavera. Y la misma marca tiene, en el bíceps abultado del brazo derecho, Javier, el mayor de sus hermanos. Manuel, el del medio, se los tatuó en la mano. Y Facundo, el cuarto miembro de lo que precariamente fue una “bandita”, especie de hermano de los demás y sobre todo compinche íntimo del Frente, se los hizo sobre el omóplato izquierdo la primera vez que estuvo preso en una comisaría a los quince años. El odio a la policía es quizás el más fuerte lazo de identidad entre los chicos dedicados al robo. No hay pibe chorro que no tenga un caído bajo la metralla policial en su historia de pérdidas y humillaciones. Para estos chicos la muerte de su amigo es una de esas heridas que se saben incurables; con las que se aprende a convivir: se veneran, se cuidan, se alivianan con algún ritual, se cuecen con el recuerdo y con las lágrimas. Y como si el destino hubiera querido preservarlos o privarlos del momento fatuo del velorio y el funeral de un ser adorado, los tres estaban presos el día que un policía bonaerense asesinó al ídolo.
La tarde anterior al crimen Simón pudo hablar por última vez con Víctor: llamó Simón desde el teléfono público al que tienen acceso los chicos internados en el Instituto Agote.
“Nos cagamos de risa un rato. Jodíamos, que pa, que pá-pá-pá. Que pum. Que pam. Y él en un momento me dijo:
—Mirá, mañana te voy a mandar una chomba, una bermuda guacho...
—No pasa nada, guacho: ¿Qué me estás diciendo?
—Eh, vos sabés que somos re amigos...
—No pasa nada guacho, bueno, todo bien.” Cortaron entre risas y cargadas, como suele ser cuando dos chicos conversan, yendo de la medición del ingenio del otro, del ejercicio de la esgrima verbal permanente, al afecto que llega siempre con rodeos, disfrazado de lealtad o de “respeto”.
Esa noche Simón se durmió pensando otra vez en el día en que regresaría a la calle y añoró estar en la villa, haber vuelto al rancho después de un “hecho” con los bolsillos llenos de billetes para sumergirse en el Tropitango, o en Metrópolis, la bailanta de Capital.
Al día siguiente volvió a marcar el diecinueve y pidió vía cobro revertido con la casa de su amiga Laura. Del otro lado escuchó en la voz de ella el aturdimiento que deja la muerte, la angustia que precede a la entrega de una pésima noticia. Laura estaba con Mariela, su novia de entonces.
—No, mejor decile vos —escuchó Simón.
—No, decile vos... —se filtró por el tubo.
—¿Qué te pasa? —casi gritó en el silencio carcelario del Agote.
—¿Qué me tienen que decir, guachas?!
—¡Eh! ¡Guachas! ¡Pónganse las pilas!
—Lo. mataron al Frente.
—¿Cuándo?!
—Hace un rato.
—Ustedes están re locas. ¡Si yo ayer hablé con él!
Laura se largó a llorar. Él no pudo más que creerle. Ni siquiera necesitó que le contaran los detalles. Sabía cuán marcado estaba Víctor Vital por la policía de San Isidro. No pudo más que cortar y subir a la celda, encerrarse aún más dentro del encierro, para llorar solo.
Armó un porro enorme gastando toda la marihuana que le quedaba, lo encendió, aspiró profundo, y sin largar el humo puso en un grabador, que le habían regalado, los temas que escuchaba el Frente. Primero cumbia colombiana, cumbia de sicarios, después el grupo mexicano Cañaveral. Al final puso una canción que el Frente escuchaba como parte de su personal religión.
Cuando me muera quiero que me toquen cumbia,! y que no me recen cuando suenen los tambores,! y que no me lloren porque me pongo muy triste,! y que no me lloren porque me pongo muy triste,! no quiero coronas ni caritas tristes,! sólo quiero cumbia para divertirme.
Facundo también había caído poco tiempo antes del asesinato en el que por más deseos y mensajes conjuradores de la muerte, el barrio había llorado a mares. Había sido después de un robo con Chafas, en el que un patrullero los cruzó, cuando silbando bajo volvían al barrio después de haber robado una panadería.
Chafas se demoró dos minutos de más porque quiso antes de invertir en pastillas pagar la cuota de un crédito que había pedido en la zona. Facundo terminó internado en el Instituto de Recuperación de Adictos de Monseñor Ogñenovich en Mercedes que más tarde se haría famoso por las denuncias sobre malos tratos y torturas a menores. Ese día también supo del crimen por la televisión. “Fue un desastre. Le agarró un ataque de nervios, empezó a romper cosas, luchó con los celadores, quiso saltar el alambre, se quiso escapar, y entonces le pegaron mucho. Después, como él seguía con problemas, fuimos y lo encontramos muy mal. Lo drogaban mucho y temblaba solamente de lo drogado que lo tenían. Lo inyectaban y estaba todo lastimado, la boca lastimada, la ceja lastimada, todo el cuerpo raspado del alambre porque lo habían bajado de los pantalones y se había raspado con las púas. De ahí lo trasladaron a una comunidad para adictos en Florencia Varela. Ahí se repuso, estaba con psicólogos”, me contó una tarde de la última primavera su abuela, una de las Mai umbanda del barrio. Fue a través de Facundo que Luis conoció al Frente, y a su vez a través de Luis que el Frente se cruzó con Coqui, el otro integrante de Los Bananita con quienes fue a robar por última vez.
Ese 6 de febrero Manuel estaba detenido por el último robo fallido en la comisaría 1ra. de San Fernando. “Con los pibes del calabozo mirábamos Siempre Sábado por Canal 2. Cuando vino el corte empezamos a hacer zapping.
De repente apareció en Crónica TV un cartel: ‘Primicia. San Fernando’.”
—Pará loco, que yo vivo ahí —frenó Manuel al que manejaba el control remoto del televisor colgado afuera de la celda.
Reconoció las calles, los ranchos, el potrero. Y vio que sacaban en una camilla el cuerpo de alguien. Aunque enfocaban desde lejos, creyó reconocer la ropa de su amigo.
—Ojalá que no, pero para mí ése es el Frente —les dijo a los de su ranchada.
Compartía celda con dos chicos del mismo barrio y con un pibe de Boulogne que había sido “compañero” del Frente. Todos se quedaron callados. “Al final cuando casi lo subían a la ambulancia lo reconocí por la y en las suelas. Pensé que estaba muerto, por cómo lo llevaban. Después vino una banda de tiros de la gorra, de piedrazos de la gente. No lo podía creer. Era Crónica en directo y se veía todo el barrio. Yo había caído hacía un mes y me quería matar porque no estaba ahí con él, porque si hubiéramos estado juntos capaz que no pasaba lo que pasó. Me puse re mal. Me quería matar, ya no me importaba nada después de eso. Decían que habían quemado a un vigilante, que lo habían herido, que era una batalla campal.”
Se veían mujeres pateando patrulleros, escupiendo a la cara de los miembros del Grupo Especial de Operaciones. La policía tuvo que armar un cordón contra el que los amotinados arremetieron una y otra vez: a uno de los uniformados lo hirieron en una pierna, a otro le quebraron la clavícula de un palazo. Sabina jamás se olvidará de Matilde, la madre de Manuel, Simón y Javier, tan lejana hasta entonces, tan en la vereda de los chorros, donde ella nunca quiso abrevar, siempre sancionando con el desprecio la actividad ilegal de su hijo. La rememora corriendo entre los tiros, bajo la lluvia, embarrada hasta las rodillas y perdiendo las ojotas en la lucha. Como María que en el fragor dejó las suyas clavadas en el barrial.
La batalla fue de tal magnitud que Sabina Sotello tuvo que salir del estupor, respirar profundo, y pensar en qué hacer para calmar la sed de venganza por la muerte de su hijo. Sospechaba que la policía dispararía con balas de plomo y temía que, en lo extenso del enfrentamiento, la vecindad se hiciera de las armas escondidas en villas aledañas por el rumor de una razia que lo asolaría ese fin de semana. La venganza estaba demasiado cerca de los deudos enardecidos que no paraban de arrojar piedras y palos contra los uniformados y sus escudos transparentes. «Yo pensaba que iban a matar a alguien más y tuve que reaccionar.” Sabina cruzó el pasillo y habló ante la multitud:
—Yo les pido por favor que me dejen terminar, que paremos un poco porque puede haber otra víctima, que paremos, así, estos hijos de puta se van! —dijo.
Lentamente los combatientes fueron abandonando la furia y dejando la tarde libre a la pena. “Para colmo llovía tanto, que llovía como si fuera llorar”, dice Chafas, el desgarbado morocho que, contra la tempestad desatada, caminaba blandiéndose contra el viento con una sombrilla roja enorme que parecía sacada de una playa familiar de la costa, una imagen de surrealismo nipón en medio de la miseria.
Sabina regresó a la casilla donde el fiscal y los funcionarios judiciales esperaban una señal para abandonar la villa, aterrorizados ante la posibilidad franca del linchamiento. «Ellos en definitiva salieron agarrándose como pollos mojados de mi brazo y de Matilde”, me contó Sabina varias veces a lo largo del tiempo en el que reiteramos esas conversaciones pausadas mientras me acompañaba a recorrer el largo viaje que la reconstrucción de aquella muerte me llevó a iniciar sin fecha de regreso.
Matilde no volvió a separarse de Sabina. Como si las balas hubieran dado en cualquiera de sus propios hijos. De alguna manera Víctor había sido durante esos años de asaltos y fuego casi un hijo para ella. Juntas, las dos mujeres partieron a la comisaría para los trámites burocráticos a los que siempre se condena al familiar del chico acribillado. Pasaron cinco horas en la seccional hasta que les dijeron que tardarían en entregarles el cuerpo. Sabina suele recordar riéndose con ternura que Matilde, avergonzada de sus pies desnudos por la pérdida de las ojotas, sentada en un banco de la seccional, trataba de disimular tapándolos el uno contra el otro, escondiéndolos como una niña bajo el asiento.
Esa tarde, la de la muerte, Manuel habló con su madre desde la comisaría por teléfono: le rogó que gestionara su visita al velorio, un traslado que los jueces suelen conceder a los reos cuando sufren la muerte de un familiar cercano. Pero, aunque obtuvieron la autorización judicial, no se lo permitieron ellas, sus propias madres. Hasta hoy, a Manuel y a Simón les duele que los hayan privado de esa ceremonia de despedida, pero el clima que había en el velorio era tan enrarecido que a Matilde y a Sabina les pareció un peligro inmenso el operativo. Las armas que habían desaparecido del barrio por el temor de las razias volvieron apenas asesinaron al Frente. “Nunca vi tantos fierros juntos”, me dijo Sabina sobre la calidad de los bolsillos de los deudos de su hijo. Si trasladaban a los hermanos hasta la casa de French y General Pintos, donde velaban a Víctor, debían hacerlo policías de la comisaría 1ra., compañeros de la Rambito y Sosa, cómplices a los ojos de todos, tan culpables de la muerte injusta como el que gatilló.
La policía, además, no se había quedado tranquila después del marasmo del sábado. El resentimiento de los hombres de la primera de San Fernando no terminó con la represión de ese día. Manuel lo supo desde adentro. Estaba detenido en esa seccional cuando ocurrió todo. «Apenas lo mataron vinieron a gozarme y entonces se armó un bondi, discutí y le tiré un termo de agua hirviendo a un cobani. Con los pibes lo peleamos y me querían sacar solo afuera para cagarme a trompadas. Me llevaron a la comisaría de Boulogne,y después me volvieron a la 1ra. Ahí estaba sin hacer nada, pensaba nomás, me quería matar. Me dio por ponerme a escribir. No paraba de recordar.”
Llovió todo el día y toda la noche. Y a pesar del tiempo enfurecido desde el momento de la muerte no dejó de haber deudos esperando el cuerpo en la puerta de Pinto 57. Tuvimos que esperar tres días para que nos lo entregaran. Me querían dejar velarlo dos o tres horas, los mandé a la puta que los parió, les dije que yo lo iba a velar el tiempo que quisiera, el tiempo que yo creía que él se merecía. Yo les discutía, les decía que ellos en ese momento eran empleados míos, que les pagaba el sueldo y que ellos iban a hacer lo que yo les dijera. Lo velamos acá por el hecho de que la gente a veces no tiene para viajar visto en mi vida que llegaba de todas partes.”
Fue una romería. La cuadra de French entre Pinto e Ituzaingó se llenó de chicos y chicas que armaban grupos en los cordones de la vereda, una multiplicación de esas esquinas que se esparcen por los rincones del conurbano norte. “Después los pibes que venían empezaron a juntar plata para comprar coronas —me contó Chaías, que esa noche amaneció allí—. Siempre que pasa algo así alguien saca un cuaderno y van juntando para comprarle las coronas que el finadito se merece.” La mayoría de ellos estaban armados. Hubo quien en una esquina se puso a disparar como homenaje en medio del responso y Pato, el hermano mayor de Víctor, tuvo que imponer orden, llamar a la tranquilidad a los amigos; Los patrulleros de la 1ra. nunca dejaron de rondar la casa durante las veinticuatro horas que duró la despedida final. Cada tanto hacían sonar las sirenas golpeando con su presencia. Sabina intentaba que nadie respondiera a la provocación. Chaías dice que estaban tan “enfierrados” que podían pararse delante de un móvil policial y destruirlo con un cargador por cada uno de los vengadores. Se contuvieron hasta la mañana siguiente, el martes, cuando casi a las nueve sacaron el ataúd de la cocina y lo subieron al carro fúnebre. Hasta ahí llegó la compostura. Una salva caótica de balas hacia el cielo despidió a Víctor Manuel “El Frente” Vital. Y esos disparos comenzaron a transformar su muerte en una consagración, su ausencia en una posible salvación.
Eran tantos que fueron necesarios dos micros y un camión con acoplado para trasladar el cortejo entero.
La fila de autos, todos los remises de la zona y los que ese fin de semana habían sido robados, daba la vuelta completa bordeando la villa 25. A lo largo de Quirno Costa, sobre el borde del descampado, una hilera de jóvenes vaciaba los cargadores disparando hacia el barro reseco del baldío. «Salimos de acá y dimos la vuelta por los lugares donde él siempre andaba. Cuando la pompa fúnebre se asomó frente a la villa los tiros sonaban como en Navidad. Así fue la despedida de Víctor”, recuerda orgullosa Sabina. Lo enterraron con las banderas de Boca y de Tigre cubriendo el cajón. Y entre las decenas de coronas había una igual a la que había pedido durante sus últimos meses, acosado por la policía: “Si me agarran, que me hagan una corona con flores de Boca”, había dicho como bromeando sobre un futuro anunciado.


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Vidas de pibes chorros - Capítulo 2

Pasaron dos años desde el día que pisé por primera vez la villa. Así quedó bautizado desde el principio ese territorio que parecía inexpugnable, aunque en realidad sean tres las villas en las que se cruzan los personajes de esta historia: “la villa”, “mañana voy a la villa”, “estoy de asado en la villa”, “-tengo un cumpleaños en la villa”, «este domingo me espera un pibe en la villa”. La villa fue al comienzo un territorio mínimo, acotado, unos pocos metros cuadrados por donde me-podía mover. El extrañamiento del foráneo al conocer los personajes y el lugar, el lenguaje, los códigos al comienzo incomprensibles, la dureza de los primeros diálogos, fue mutando en cierta cotidianeidad, en la pertenencia que se siente cuando se camina una cuadra y se cruzan saludos con los vecinos, se comenta con alguno el tiempo, se pregunta por dónde andarán los pibes, siempre tan difíciles de ubicar, sin horario alguno, respirando a bocanadas el momento inmediato, el momento mismo en el que se está sin que una próxima actividad, un compromiso tomado, le ponga punto final al presente por imposición del futuro.
Cuando conocí a Sabina Sotello no imaginaba que tanto tiempo después seguiría yendo a visitarla, que hablaríamos decenas de veces por teléfono y que me retaría como una mamá preocupada por un hijo cuando desapareciera por demasiado tiempo. Tampoco podía calcular que al fin de la historia sería ella misma quien me guiaría, sin saberlo, hasta los secretos de las villas donde reinó el Frente acompañándome con su talante y su presencia de madre hacia los ranchos donde nunca antes me habían dejado entrar. Faltaba casi un mes para el cumpleaños de Víctor Vital, el 29 de julio, una fecha en la que ella, la familia y los amigos organizan cada año una inmensa chocolatada para los chicos de la zona, matizada con el juego del embolsado y la carrera de esquíes de madera preparados con tablas conseguidas en un aserradero por su hijo mayor. Me esperaba con el uniforme de vigiladora privada en la puerta de un supermercado de San Isidro. Sí, Sabina, la mamá del ladroncito muerto y canonizado, se ganaba hacía tiempo la vida con un empleo elegido adrede en las antípodas del oficio ilegal de su hijo.
Hubo un momento, me dijo en el remise que nos llevaba desde el cemento poblado de la Panamericana hacia la villa, en que ya no supo qué más hacer para frenarlo, para convencerlo de que dejara el delito. Entonces se inscribió en un curso de seguridad. Víctor lo tomó como una broma, como un detalle que hacía todavía más pintoresca su elección taimada por hacerse del dinero ajeno. “Já! La madre vigilante y el hijo chorro!”, le dijo cuando ella se lo contó. “A ver cuando me entregás un hecho Sotello”, la gozaba en pleno auge. Entregar un hecho es aportar los datos necesarios para que un lugar sea asaltado.
Antes de ser custodia y de manejar un arma, Sabina había hecho un largo camino de esfuerzos por lograr una estabilidad económica que le permitiera darle a los suyos lo que ella nunca había tenido. Para ir a la escuela desde el rancho en el que vivían cerca del pueblo chaqueño de Las Palmas, Sabina y sus dos hermanos varones caminaban cada mañana varias leguas. Iban descalzos. Vivían en un retazo de campo seco, “pobres como los más pobres”. Tenía catorce años cuando se enamoró de un gendarme, un amor de primavera prohibido. Su padre, obrero del ingenio azucarero, odiaba los uniformes. “Cuando supo que estaba embarazada me dio una paliza con esos látigos que usan para arrear los animales. Me sangraba la espalda y yo me revolcaba como las víboras del dolor. Por eso lo maldije a mi viejo.”
El gendarme quiso que vivieran juntos y asumir la paternidad del niño, pero la amenaza familiar era tan fuerte que Sabina continuó sola. Después del parto escuchó que su padre quería anotar al bebé como propio. Apenas pudo se levantó al alba y marchó al pueblo. Lo llamó Julio César y lo inscribió como su hijo. Al regresar volvieron a apalearla. Tuvo que esperar un año hasta que su hermano mayor, que había partido a Buenos Aires, le enviara dinero para el pasaje.
Llegó a San Fernando a trabajar cama adentro en la casa de una familia acomodada. Allí conoció a la mujer que se transformaría en su madre para el resto de la vida. “Justo en esa casa trabajaba también la que después yo tomé como mi verdadera mamá, Odulia Medina. Se encariñó conmigo y como yo no tenía a nadie me empezó a invitar a su casa cuando estaba de franco. En el barrio son tan chusmas que ella les dijo a todos que yo era la hija de su marido, de una señora anterior. Y empecé a decirle papá a él y mamá a ella. Me quisieron tanto que terminé viviendo con ellos, en la casita que está acá a la vuelta.”
Volvió a enamorarse de un hombre que parecía bueno y sería padre de su segundo hijo. Pero todo fue peor. Compraron un terreno en José C. Paz y se fueron a vivir juntos. Pato tenía dos años cuando escapó de él y de los golpes hacia la casa de sus nuevos padres. Lo intentó otra vez, con un tercer amor. Se mudó con sus nuevos suegros, quedó embarazada de Graciana, y tampoco duró. Pero para entonces ella ya había hecho un curso de fotografía y podía vivir de tomar imágenes escolares, casamientos, cumpleaños de quince y algunas campañas políticas del peronismo. Él era tornero. Ganaba lo suyo pero lo dilapidaba en alcohol y juerga, se iba los viernes y aparecía los lunes. Fue en esa época que llegó Víctor.
Soportó hasta que murió la suegra, único reaseguro de protección en esa convivencia tortuosa con el padre de su último hijo. Habían abierto una cuenta bancaria en común con su marido y un buen día se encontró con el saldo en cero, derrochado en mujeres y alcohol. La historia terminó un mediodía en que ella estaba preparando canelones. Estalló una discusión y él le puso un revólver en la cabeza frente a los chicos. Después, con un Cristo de yeso que ella veneraba prendiéndole velas, se puso a hacer tiro al blanco.
Ella había hecho algunos conocidos tomando fotos, entre ellos un puntero político con llegada en la comisaría de Otero. Le contó lo que había pasado. «Y allá se lo llevaron preso del forro del culo. Entonces aprovechamos para escapar, cargamos todo en una camioneta y nos metimos en la villa. Fue cuando compré el ranchito que ahora es esta casa y nos instalamos”, recordó un día en un bar en la esquina del hospital de San Fernando, después de visitar a un niño en agonía atrapado en la terapia intensiva.
Víctor Vital casi no vivió con su padre. Lo conoció sólo por los escándalos que de vez en cuando hacía en la puerta del rancho, acosando a Sabina y amenazándola con que la iba a matar. Fue su madre la que se desvivió por darle desde las zapatillas Adidas hasta el mejor guardapolvo. Pero ella misma dice que por ese afán por el trabajo no pudo controlarlo. “Como arrancamos otra vez solos yo no estaba nunca en casa. Tenía que laburar para alimentarlo bien. Y Víctor se me fue de las manos. Sin que me diera cuenta empezó con la droga, y de ahí en adelante ya no hubo manera de frenarlo. A los trece años ya empezaron las denuncias policiales, el robo de las bicicletas, zapatillas, pavadas que se afanaban al principio, pero no era eso lo que yo esperaba para él, yo lo único que quería era que estudiara.” Sabina cuenta que entonces ella lo anotó en un curso de computación cerca de la estación de San Fernando. Él salía a horario con su carpeta abajo del brazo. Pero la dejaba en la casa de un amigo y se lanzaba a la calle con coartada y todo. «Yo se la pedía para ver lo que hacía y siempre se la había olvidado. Hasta que fui a hablar con la maestra y ella me contó que nunca había ido.”
El Frente empezó a apartarse del sagrado camino que para él había imaginado su madre cuando tenía doce y todavía estaba en el séptimo grado. La escuela le resultaba un aburrimiento insufrible y la calle le daba vértigo pero lo seducía. Así que uno de sus primeros fraudes fue fingir una dolencia para no ir a clases. Aprovechó el día que cayó jugando para simular un dolor de quebradura en el brazo. Manuel lo conoció en ese momento. “Él se empezaba a escapar y a juntarse con nosotros. Andaba, me acuerdo, con el brazo enyesado, pero se lo había hecho enyesar él solo para no ir al colegio. Era mentira, nosotros sabíamos y nos matábamos de risa por eso. Después la madre se enteró cuando lo llevó a un médico. Ahí lo empezamos a conocer. Nos íbamos juntos para Belgrano: con mis hermanos, el Javier y el Simón, ya robábamos por esos lados. Era una época de bicicletas re caras, las vendíamos a doscientos pesos.”
Manuel recuerda con cierta ternura los fetiches de la clase media de mediados de los noventa, la aparición masiva de esas bicicletas de metal ultraliviano, esas bicicletas que se levantan con apenas el anular, bicis de decenas de cambios, aerodinámicas; bicis voladoras del menemismo consumista que los chicos de San Fernando acarreaban persistentes para reducirlas no muy lejos de sus casas. Manuel es el hermano del medio en la familia Miranda, uno de los hijos de Matilde, uno de los mejores amigos de Víctor y un gran ladrón, aunque hoy en total distanciamiento del camino del delito. Lo conocí después de meses de espera porque cuando llegué a la villa pagaba un robo a mano armada en la cárcel de Olmos. Su figura, la mirada mezcla de rencor y dulzura infantil en algunos fotos que me mostró Matilde; su delgadez, la seriedad en la que se percibe cierta actuación, la impostura de las cejas arqueadas en una versión adolescente y hermosa de maldad, y las anécdotas de Sabina sobre esa relación obsesiva entre Manuel y Víctor me mantuvieron pendiente de su posible libertad, de alguna salida transitoria; casi tanto como con el tiempo esperaría una visita autorizada a Simón, su hermano menor preso en el cerradísimo Instituto Almafuerte. En los encendidos días de diciembre de 2001 dábamos por seguro que saldría en libertad el primer día de 2002. Pero un informe de conducta y un trámite retrasado hicieron que fuera yana la esperanza de su madre, la de sus hermanos y la mía. Vio el horizonte pampeano, una larga extensión de tierra vacía que ahoga los ojos del reo al salir del penal de Olmos recién en marzo, después de un año y ocho meses.
Lo conocí finalmente en la oscura cocina de la casa de Estela, su hermana mayor, madre de cuatro niños candorosos que se pelean por el control remoto de la tele para dejarla siempre en una de acción. Manuel parecía tranquilo, dueño de la casa, sabía que hacía mucho que pretendía entrevistarlo. Yo estaba francamente nervioso. Pensaba en cómo haría para ser ante él un recio periodista que recorre la villa con prestancia, con todo el “respeto” necesario para ganarme sus favores de chico recién salido a la calle. Tomamos cerveza. Ahogué rápido, en tres vasos, mi repentina timidez. Comenzamos hablando de su infancia. Ocho años tenía cuando salió a la calle. «Vagueaba, me iba por ahí. Vendía artículos de limpieza con un amigo”, contó, mientras los sobrinos se le colgaban de los brazos y sentaba a la más pequeña sobre sus piernas. Ante las primeras confesiones me fui acostumbrando a escuchar, a prestar una especial atención a su fraseo tumbero de oraciones cortas respiradas hacia adentro. De los tres hermanos varones, que finalmente terminaría conociendo, Manuel era el más retraído y el menos sociable de todos. Manuel tendría la capacidad de apaciguar mi ansia por preguntar, de guardármela bajo los pliegues del diálogo cotidiano sobre el tiempo, o simplemente sepultar mis inquietudes con el silencio, suavizándole la cara afilada y larga bajo lo profundo de sus ojos verdes. Siento que de alguna extraña manera aprendo algo de su parquedad, respetando los minutos que pueden mediar entre una observación mía y una tibia exclamación suya, entre una mirada de maldad y una carcajada por el chiste obsceno.
La primera vez que Manuel cayó preso con el Frente fue por un desperfecto técnico. La moto de Víctor una XR 100 que le había comprado Sabina con ahorros y muchas horas extras como vigiladora privada, se descompuso después de haber asaltado una estación de servicio ESSO en Martínez. Esa tarde Manuel robó vestido con unas bermudas y una camiseta de Boca. Dice que ese día no disparó: sólo tuvo que levantarse la remera y dejar ver el fierro apretado entre el cierre y la pelvis antes de jurarle a su víctima: “Dame la plata porque te mato”.
Se quedaron varados cerca del Hipódromo de San Isidro. Tuvieron que arrastrar la moto hasta un taller para que la arreglaran. Cuando estuvo lista Manuel pagó con una bolsa de monedas recién robadas, frescas, diría- o todavía tibias de las últimas manos que las tocaron.
“Quedate lo que sobra”, le dijo al empleado agradecido y chusma. No alcanzaron a hacer diez cuadras cuando los encerraron con media docena de patrulleros. Ellos tenían pensado hacer ese día eso que luego los diarios llaman “raid”. Iban hacia una casa de artículos deportivos de la que ya les habían cantado el dato. Hacía un mes que Manuel estaba en la calle; venía del peor mal trago para un menor de edad, el Almafuerte. Y fue a parar a la comisaría de Balneario, en cuyo calabozo tuvo que escuchar durante la primera visita, mudo, las recriminaciones y los consejos de Sabina. Tal como Matilde, la mamá del Frente veía en la relación de estos dos chicos ladrones el origen de todos los males de sus juventudes descarriadas. Desde entonces fue prohibida esa mala junta. El afecto y la lealtad en el robo y los vicios los llevó a la clandestinidad. Diseñaron un sistema de señas por el que desde una esquina a la otra, desde la de Sarratea y French, donde vivían los Miranda, hasta la de French y Pinto, la casa del Frente, se ponían de acuerdo en juntarse en tanto tiempo, en tal sitio, a los cabezazos, como en las viejas pistas de baile.
“Nos veían juntos por el barrio y pensaban cualquiera”, me contó Manuel en un atardecer desasosegado de otoño. “Igual que ahora, aunque yo no ande robando, si te ven con algo nuevo puesto nos preguntan si nos estamos yendo a robar a Capital”, me explicó sobre las veces que él y Chaías se pusieron ropa seria —pantalón pinzado, camisa, chalequito de lana o de descarne, zapatos de vestir— para visitar Buenos Aires. “Cuando volvemos nos preguntan de dónde venimos, si hicimos algo, si nos fue bien.” El estigma del chorro se convierte con el tiempo en algo asumido aún después de salir del círculo vicioso del delito; pero, reconoce Manuel, se vive con cierto odio cuando ya no se asalta, cuando se intenta el «rescate”, cuando las armas a lo sumo sirven para la defensa en el interior del propio territorio, para la intimidación, quizás para la venganza. En el caso de ellos dos, de esa pareja maldita, Manuel, el sobreviviente, el viudo, considera que fue la policía y los jueces quienes los rotularon tempranamente con el sello de la peligrosidad y la violencia como si la portaran en la sangre, como si se trataran de males incurables y congénitos. “Desde que caímos la primera vez nadie nos quería ver juntos. Los mismos vigilantes les tiran ésa a las madres, les dicen que vamos en cana porque nos juntamos, que si no nos juntáramos no seríamos así. ‘Fijate con quién anda y con quién se junta. Se lo devolvemos pero acá no lo queremos ver más’, les dicen y ellas les creen, pero después por fin un día no les creen más.”
Era apenas mirarse. Y la calle se les convertía en un prado de posibilidades. La moto propia del Frente un día quedó secuestrada en el patio de una comisaría para siempre porque Sabina se negó a reclamarla otra vez, con el sueño de que Víctor sin movilidad dejara de robar. Las alternativas eran la moto del hermano, a quien había que jurarle por la virgen y la madre que no se la usaría para faenas ilegales, o el auto del cuñado, que solía ser más solícito. “A veces, cuando rescataba algo en qué andar me decía ‘te espero acá a la vuelta’. Llegábamos al lugar, parábamos a media cuadra, y caminando entraba al local, o entraban atrás mío, todo bien, pum pum, caño, salía, Sentía el acelerador de la moto y nos íbamos. En todos lados así. Hasta que él se compró un Jeep.” Como vemos, el Frente progresaba en cuanto a recursos, hasta pudo ahorrar sin dejar de ceder ante los pedidos de los demás cada vez que se lo convocaba. Con un estilo entre paternalista y burlón, canchero pero de una generosidad que lo eximía de que su ego imponente fuera rechazado, el Frente podía donar lo que llevaba en el bolsillo para la causa más incorrecta o la más loable de todas; no había distingos morales en sus dádivas, en sus salvaciones cotidianas de la carencia ajena, ni en sus regalos intencionados. El Frente daba lo que tenía con un desapego que aún hoy, tal como lo recuerdan los unos y los otros en la villa, parece haber sido la bondad amoral de un niño pródigo. El derroche más que la pura generosidad es lo que mejor puede calificar el carácter de Víctor Manuel Vital. Y la fiesta era, por supuesto, el máximo y más brillante escenario del gasto del dinero robado.
El baile de los chicos que para cuando mueren quieren cumbia es una ceremonia funeraria convertida en carnaval; es dedicarle lo ganado en ese rapto de violencia que implica acercarse demasiado a la muerte, al frenesí de las pistas, a los latidos frenéticos que sólo puede dar la cocaína, a la distorsión de imágenes, colores y significados que regalan las pastillas mezcladas con alcohol. Como una reverencia hacia un paganismo villero histórico y a lo que podría definirse también como un vitalismo de suburbio extremo, o extremo vitalismo suburbano, el Frente y sus compañeros, como Manuel, entregaban gran parte del botín al consumo de alcohol en jarras y se lo gastaban en el zarandeo de cuatro mil venidos desde todos los puntos del conurbano norte, en micros que pasan por los recovecos más pobres a acarrear a la masa que viaja como sea a ver las bandas nuevas sobre el escenario del Tropitango. El Tropi es ese boliche de Panamericana y 202 al que han bautizado con justicia “la Catedral de la cumbia villera” y en el que se ha instituido como trago predilecto la jarra loca —todo tipo de alcohol y la cantidad de pastillas que cada uno alcance a meterle—. “Con doscientos mangos un viernes... ¡Uy!: baile, mujeres, escabio, ropa”, añora Manuel desde su molesta y modesta legalidad actual. “A veces andaba con la billetera re zarpada, ya no se podía ni abrir ni cerrar, nada. Pero cuando sos guacho te la olvidás, no te importa la plata que agarrás, la gastás como si nada, como si te quedara poco.”
Para no morir en seguida, para resistir en la calle al poner el cuerpo es que algunos pibes le ruegan al Frente. “Antes de salir a laburar le doy un beso a la foto que tengo en un marco con los colores de Tigre”, me contó Chafas sentado contra la pared de los nichos de cemento, bajo la misma sombra que llega a la tumba del milagrero. Chaías, un flaco casi raquítico, pelo carpincho siempre con gomina, cejas tupidas, labios gruesos, hablar lento, dieciocho años y padre de dos niños, se enorgullece de que él y el Frente tenían el mismo “estilo”. Porque si algo el Frente no descuidaba era la personal estética con la que pretendía diferenciarse. Chaías intenta conservar esa prestancia. Lleva pantalones anchos, bien planchados, con una raya perfecta, una chomba Lacoste impecable, y zapatillas Nike, un modelo en color blanco que tuvo que tener dos días en remojo después del barrial del último baile. “Muchas veces me dicen: ‘¿Sabés cómo me hacés acordar al Frente vos?’ Él andaba perfumado, se bañaba como tres veces al día. Las bermudas, las camisitas, los jeans, los chalequitos, las Nike.” Adora llevar las Nike limpias: salta los charcos que dejó la última lluvia como si fuera una bailarina en tutú, en puntas de pie, para no mancharse el calzado. Tiene dos gruesas cadenas de oro en el cuello, una pulsera gruesa y un reloj que hace pensar en el burgués que lo debe haber lucido antes de que se lo quitaran a punta de pistola, en la muñeca izquierda. “Yo nunca trabajé con él, nunca robé hasta después que lo mataron, pero él cada vez que me veía, ¡pum!, me invitaba.” De punta en blanco iban a darse panzadas con el Frente en los restoranes chinos del centro de San Fernando. “Viajábamos todos en remise, después de cenar íbamos al pool, y al baile. A veces te agarraba y te decía ‘dale Chaías, vamos a pilcharnos’ y salíamos al shoping.”
Chafas es un ladrón diferente, intermedio entre la generación de pibes chorros con cierto código como el Frente, Manuel o Javier, y la inmediatamente posterior, la de los ladrones menos preparados, menos cuidadosos, más débiles y vulnerables, aquéllos que salieron con desesperación y cada vez “menos sangre” a la calle durante los últimos tres años. Manuel mismo me contó, cuando compartíamos una cena entre los tres, que no robaban con Chaías. “Él era otra onda. Era más pibito, nosotros habíamos empezado antes, y aparte lo veíamos a él y decíamos ‘no da’.” En esa mesa Chaías, completamente caído por haberse pasado el día aferrado a la bolsita de Poxirán, sólo dijo para explicar: “Aparte, por respeto a mi viejo”. Meses más tarde me daría cuenta, aunque nunca se me ocultó realmente el asunto, que el papá de Chafas era uno de los dealers de la villa.
A Chafas lo vi por primera vez en la casa de Sabina, sentado con las manos cruzadas, recién cambiado, con la dicción levemente entorpecida pero frases claras y de fundamentos inteligentes. Fue él quien verdaderamente me introdujo en la leyenda del Frente, el que me hizo imaginar a ese pibe sensible y maldito que había dejado tanta huella. Por un lado Chaías defendía y divulgaba, como un estandarte que nunca bajará, la figura del amigo muerto: me fue colmando de historias sobre una bondad intrínseca a Víctor, y sobre la mediación que ejercía entre los más violentos y los más frágiles del territorio. En cada relato sobre el significado de la devoción surge la comparación entre los tiempos que corrieron hasta que murió, y lo que luego pasó en la villa: el “bardo”, en lunfardo el lío, la locura, el irrespeto, la traición, el robo a los vecinos, a los que no tienen. El Frente imponía, bajo métodos cuestionables, cierto orden en los estrechos límites de su territorio. Chaías lo recuerda no tanto como ladrón sino como una especie de monitor de la villa. Chaías, carente ya de ese respaldo que le permitía caminar tranquilo por sus calles y pasillos, ahora vive inquieto. “Ya no es como era antes. Cuando estaba él nadie bardeaba, ahora quieren ser más que vos, no existen y se las dan de guapos. Él era sólo mirarlos y: ‘¿Qué onda ustedes?’. O: ‘¡Rescátense! ¡Este es mi barrio!’.” Por si no queda claro Chafas reproduce un diálogo:
—¡Vos sos un atrevido! ¡Así no, loco! —reprendió el Frente a uno que se había quedado con el revólver que le había prestado un vecino de la villa.
—No, Frente, pará, por favor pará —intentó defenderse el osado.
—Tomátela guacho, ¡no te quiero ver más acá! «y lo agarró a cachetazos”, cuenta Chafas sobre el “atrevido” que quebró esas leyes viejas como la pobreza que han pasado a desuso de la mano del crecimiento exponencial de la pobreza. Ese pibe, el expulsado, volvió al barrio tiempo después del crimen. Sabina Sotello lo dice a su manera: «Jamás vino alguien a decirme ‘mirá Sabina, tu hijo me faltó el respeto, tu hijo me hizo lío, le pegó a un hijo mío’. Por nada ha venido una persona a quejarse, la que sí vino fue siempre la policía”.
Más que quejarse con su madre, lo que los vecinos hacían era apañarlo. Cuando le dieron un tiro que le cortó un tendón en el brazo, una mujer de la cuadra lo curó, otra le puso la vacuna antitetánica, y Sabina tuvo como explicación que se había caído de una moto. Si se camina la villa las mujeres, sobre todo ellas, cuentan casi siempre la misma anécdota: entraban a su casa y se lo encontraban sentado mirando tele, escondido de la policía. ¿Qué hacés acá? Andá a tu casa”, le decían. Y él les sonreía, les pedía que no fueran malas y les daba plata para que le trajeran Coca-Cola y comida preparada. Todas dicen haber claudicado ante sus modales. Como ante sus modales enloquecía la Bonaerense. “Era tremendo cuando caía preso y les hacía la vida imposible”, dicen.
Son dos los elementos que esgrimiría cualquiera de sus fieles para que canonizaran al Frente: su generosidad con el producto de los robos y el respeto que imponía como enemigo intransigente de la policía y vilero preservador del orden informal. No hay quien no marque un antes y un después de su muerte en la vida de la villa. “Era un nene cuando me cortó la cama doble porque no usábamos la de arriba para regalársela a un chico que dormía en el piso”, explica su madre, la persona que más repudió y detestó su relación con el delito. “Sacá tu plata sucia de acá! ¡Metétela en el culo!”, lo rechazaba Sabina. Y ese dinero mal habido provocaba la ira de su hermano, un trabajador de doce horas diarias como supervisor de un supermercado, cuando lo veía en malos pasos. «Si yo lo llegaba a agarrar robando, lo partía a trompadas”, dice. Sin embargo, Pato se enorgullece. «No de lo que robaba, pero sí de lo que hacía con la plata.” Esta relación conflictiva con su familia explica la generosidad de Víctor. No tenía en qué gastar, no debía dejar la mitad de lo ganado en manos de una madre desesperada por la miseria, como les ocurría a sus amigos. La tenía tan suelta en los bolsillos como la necesidad del que se cruzara. «Me acuerdo de una noche que no lo dejaron entrar al Tropi porque le encontraron un papel para armar y él se vino. Ese día andábamos los dos iguales vestidos, con pantalón pinzado marrón, campera de cuero, camisita blanca y chalequito. Me preguntó si tenía plata Yo tenía quince pesos y él doce. Así que dijo: ‘bueno, vamos a comer’. En eso salió otro pibe, que le pidió un peso para morfar algo. Se lo dio. Llamamos un remise para irnos al Sporting, un restaurante al que siempre íbamos en San Fernando. Vino el coche, tocó bocina, nos subimos los dos y el pibito salió corriendo para engancharse. Víctor se mataba de risa y le decía ‘apurate, apurate’. El pibito desesperado y el auto que tenía que ir lo más rápido que pudiera. ‘Apurate, dale’, le decía Víctor, y lo dejó en el barrio. Era maldito a veces en esas cosas. Entramos re bacán al Sporting y pedimos milanesa de pollo a la napolitana con cerveza y Fanta. Justo estaba comiendo y a mí me agarró un dolor de muelas que no pude seguir, y como quedaba la mitad, me dice: ‘¿Querés llevártelo?’ Me lo traje en una bandeja. Ese día la pasamos bien.”
En un pasillo escondido de la villa 25 de Mayo, por donde cruzó escapando Víctor la mañana de su muerte, Paraná, pelo teñido de rubio, bermudas, pecas y gorro con visera, cuenta que una vez lo hicieron juntos. Eran ellos dos, menores de edad, y “un muchacho mayor”. Robaron un supermercado disfrazados de pibes de escuela que iban acompañados por el profesor de gimnasia. Llegaron, con sus estaturas infantiles, vestidos con el delantal blanco que usan los chicos en edad escolar, y los cuadernos bajo el brazo, ideales para esconder los fierros, la popular manera de decir armas en este país. El más grande iba en equipo de gimnasia Adidas. Suponían que Víctor parecía el profesor de Educación Física y Paraná su alumno. Entraron metidos en sus roles. Vital sacó uñ revólver calibre 38 y miró a las cajeras y a los clientes a los ojos. Se suponía, porque tenían “un dato” aportado por alguien del negocio, que había veinte mil pesos en las oficinas. Se complicó, estaban cerradas. Decidieron quedarse con lo de las cajas. “Tranquilos, hacemos lo nuestro y nos vamos. Por favor no se pongan nerviosos, nadie va a salir lastimado”, dice Paraná que el Frente lanzó al público presente. Salieron del lugar otra vez como estudiantes, y con unos dos mil trescientos pesos guardados entre sus garabatos. Claro, reconoce el mismo Paraná, que no hubo mejor robo que aquel camión repartidor de lácteos de la empresa La Serenísima lleno, repleto de comida. Fue el mejor, sí, incluso para los devotos que ahora repasan sus aventuras de ladrón como a cuentas de un rosario.
Sabina camina hacia la casa de la mujer que fue la de su hijo y la madre de sus mejores y más cercanos compinches en el robo: Matilde. En el camino va saludando a quien se le cruza. En las villas el saludo es signo de respeto, importante como el nombre. Y Sabina es importante como lo fue su hijo. No sólo es una mujer a la que se acude si se tiene un problema con la policía, porque ahora activa junto a los organismos defensores de los derechos humanos y otros familiares de chicos fusilados, sino que es ella, su sonrisa, algo de lo que quedó tras la muerte de Víctor. Ella es ante el mundo “la mamá del Frente”. Quizás por eso, a pesar de tanto haber combatido las malas juntas de su hijo menor, me muestra disimulando y orgullosa a la vez, el histórico camión de La Serenísima. Es uno de esos refrigerantes que llevan por los comercios la distribución diaria de leche. Pues “los pibes”, el Frente junto a Manuel y Simón, los hijos de Matilde, lo secuestraron, lo vaciaron todo en esos carros tirados por caballos en que muchos en la villa juntan cartones por las noches, y lo repartieron a la manera en que durante la década del setenta hicieron los militantes de las organizaciones armadas. El botín fue a parar también a las cárceles: los mejores quesos argentinos terminaron saciando el hambre de algunos presos de La Nueva, Devoto, Caseros, Sierra Chica, Olmos. “El Frente tenía la idea fija de que los chiquitos comieran yogur y no caramelos —cuenta Matilde en su casa llena de sillones enanos que ha levantado en la calle mientras recolecta papel y cartones para vivir—. Cuando iba al kiosco se le paraban al lado, le pedían y él les compraba. Con el camión la villa se llenó de lácteos, de yogur, de leche cultivada, de cosas que nunca se habían podido tener.”
Con sus explicaciones Chaías fue quien me hizo comprender que el espacio en la zona estaba cada vez más acotado a las proximidades del domicilio propio, que cruzar algunas fronteras muy próximas y cotidianas podía significar la muerte. Asentado cerca de la villa La Esperanza, Chaías vive con su padre, una hermana menor y un hermano mayor en un rancho con cocina, una pieza para él, y otras dos en el fondo. De vez en cuando, intermitentemente durante los últimos cuatro años, ha convivido también con María, la mamá de sus dos hijos de tres años, la ex novia del Frente que lavaba ropa cuando supo que algo le había pasado al chico del que continuaba enamorada. «Cuando empezamos los dos teníamos catorce, ellos se pelearon una vez que el Frente estaba preso. Ahí nos metimos, pero igual después estuvo todo bien como amigos con él, seguimos viéndonos. María quedó embarazada a las pocas semanas de que lo mataron.” Fueron mellizos y a uno lo bautizaron Víctor Manuel.
En la casa de Chaías pasamos varias comilonas y fiestas. Algunos poníamos el asado, su padre freía unas riquísimas empanadas de carne. Luego con Chafas y el resto de sus amigos de esa porción de villa nos movíamos hacia la esquina donde pasábamos el tiempo muerto de un domingo o un feriado entre las visitas de otros pibes, las cargadas al peatón, y algún picado de fútbol que yo siempre miré desde afuera. Circulaba una jarra o un enorme vaso con vino y alguna pastilla de Rohipnol o Artane que los chicos sólo me ofrecían al comienzo. Una sola vez probé un trago que me resultó venenoso: sentí casi sin mediar tiempo entre el trago y el mareo un súbito embotamiento que me dejó perplejo ante la lentitud y la extrañeza con que transcurrió el tiempo después de beberlo.
Hasta la esquina solía llegar María con los nenes para dejárselos un rato a Chaías y al resto de la barra. En esos momentos, cuando sus hijos estaban junto a él, Chaías nunca aspiraba la bolsita de pegamento. En mi tercera jornada en San Fernando, Chaías gastaba los últimos pegotes que quedaban adentro de un sachet de leche vacío. Y se paranoiqueaba con los dos pibes que miraban apostados en la entrada de uno de los pasillos de la San Francisco, nosotros apoyados contra un paredón ante una canchita donde jugaban varios chorros y un policía del barrio. “Orejita —alertaba al chico que lo acompañaba con otra bolsita en la nariz—, Orejita, todo mal, aquéllos nos tienen ganas.” Habían tenido un encontronazo con los Sapitos, una banda de lo que en la villa llaman “ratas” o «rastreros”, pibes que sacados por las pastillas roban en el mismo lugar en el que viven. En esos días Chaías no podía caminar por cualquier sitio en su cada vez más estrecho continente. Así como debía estar presto a un ataque traicionero de los Sapitos, no podía aparecer ya por la villa de donde es su novia María. “Está todo mal, corte que te dan una puñalada por la espalda. Y por la espalda tira la gorra”, me dijo Chafas y no supe en ese momento que esa frase encerraba varios conflictos internos a los que luego me costaría demasiado acceder.
Chaías no podía cruzar entre otras cosas por el odio de su suegro, el Chano, padrastro de María. Pero hasta ella misma le resultaba peligrosa, según me explicó entre el sopor del poxi. “Estoy separado de mi señora somos amigos. Pero no todo el tiempo porque a veces me ve con alguien y le pintan esos berretines de pegar. Pero no me lo dice a mí, no viene y me dice ‘qué te pasa’, ‘dejala’ o lo que sea, no, va y le pega a la mina. Ya no voy mucho para el barrio de ella, a veces pasa un tiempo largo que no veo a los bebes, porque capaz que vas para allá y corte que te bardean. Allá venden mucha droga, son transas, y entre los chorros y los transas está todo mal. Vos tenés que meter caño para darle de comer a ellos. O sea: si querés tomar merca, ¿a quién le das la plata? A ellos. Y a veces te da por las bolas tener que chorear para los transas. Hay gente buena y gente mala; bueno, ellos son malos. Son malos y atrevidos. Yo creo que están muy resentidos. Estuvieron mal adentro y quieren revanchear con la gente. Ayer mataron a uno ahí. Le metieron un par de puñaladas. Y así todos los días. Por ahí pintan ellos y la noche es de terror. Por eso ayer vinimos enfierrados, teníamos la campera de cuero y el caño abajo con otro pibito que andaba laburando también. Hay que cuidarse siempre porque estos giles te tiran por la espalda y te arruinan. La otra vez pasé por ahí y estaba en la esquina el chabón que más bardea, el Tripa, y me saludó como si nada: ‘¿Que tal?’. Pero no me confío porque son traicioneros.”
Un chiflido se escucha desde del grupo que deja pasar la tarde en un rancho de enfrente. Allí una mujer nos vende sándwiches de milanesas gigantes y cerveza que ofrece a través de la ventana de su casa. En la puerta los muchachos de la villa se juntan y miran al trío que formamos contra el paredón. “Me llama a mí”, dice Chaías y levanta un brazo para saludar con toda la cortesía que un conocido merece. En eso se nos acerca el Jilguerito, un niño de nueve años que pedalea con destreza una bicicleta de muchos cambios. Es el hijo de otro ladrón del barrio, pariente lejano del Frente Vital. “Contale, Jilguero, cómo te regalaba cosas el Frente”, le dice el Orejita, el partenaire de Chaías. «Contale de esa vez que comieron yogur como una semana”, insiste. Y el Jilguerito se ríe y dice que sí, que el Frente era el más bueno de todos, el mejor, y que por eso él también tiró piedras el 6 de febrero.
El Tripa era uno más en la familia de “los Chanos”, un rosario de hermanos dedicados a vender cocaína que habían abierto cada uno su propio kiosco, varias bocas de expendio concentradas en unos cien metros cuadrados. La relación de odio y necesidad que viven los consumidores y los transas llegó en el invierno del año 2000 al límite de su violento equilibrio. Los Chanos, pero sobre todo el Tripa, habían acumulado más enemigos que clientes. El Tripa era de los que borracho y drogado se ponía a gritar en el medio de la villa que él era el transa más intocable de todos.
El Tripa es ese tipo de personaje al que los chicos ladrones de esta historia llaman “rata”. Una rata, pero con mucho más poder que los Sapitos, pibes de la generación posterior, sin la protección con que el Tripa siempre contó. Es casi una regla: los transas son odiados no sólo porque son para los chorros la trampa a la que están condenados por la adicción, sino porque la inmensa mayoría cuenta con protección policial para funcionar en su negocio. El Tripa no era sólo un transa amigo de la policía. Era también un ejemplar digno del odio de la villa por su actitud de mandamás cruel, por hacer exhibición del poder que le otorgaba la impunidad. Los hartó con la violencia cotidiana de sus aprietes y de sus robos miserables. Frente a la villa 25 hay un barrio de monoblocks en el que viven familias de clase media baja que intentan diferenciarse de sus vecinos villeros. No se meten. Ven, pero jamás intervienen en los movimientos ilegales. Apuestan a que al actuar como testigos ciegos y sordos se les permita una vida tranquila, se los excluya del robo y la extorsión. Pero el Tripa, en su locura, no los dejaba afuera de su radio de acción. Enloquecido por el consumo podía sacarles las plantas del balcón o lo que llevaran encima. Con sólo mirarlos y mostrarles el fierro siempre cargado debían entregarle las zapatillas, la billetera, el cinto, los centavos para pagar el transporte al salir a trabajar.
El Tripa era la antítesis del Frente Vital. Fue inevitable que en el transa creciera el odio al pibe qüe se ganaba la voluntad de sus vecinos con su demagogia de ladrón dadivoso y su talante de predicador del “respeto” para con los de su misma clase. Si el Frente repartía el dinero robado financiando la fiesta de cada fin de semana o los pañales y los medicamentes de los hijos de otros pibes chorros, el Tripa era el que les quitaba, amparado en su inmunidad de soplón de la policía, lo poco que tenían. El Tripa era capaz de ponerle un cuchillo en el cuello a un chico de trece años para sacarle la campera. O de sacarle la bicicleta a un pibe de diez. El Frente Vital fue el único ladrón de la zona que lo enfrentó y le escupió el piso gritándole que era un buchón.
Las peleas comenzaron como debe ser, en una esquina. Al principio eran frases gastadoras. El Tripa no soportaba el carácter desafiante de Víctor Vital. No toleraba su desplante, la manera en que lo miraba sin bajarle la vista. Mucho menos la popularidad. Intentó medir el límite del Frente, hasta que lo cansó. “Como él supuestamente era el más tumbero y nunca fue nada, lo quería turrear, no se bancaba la chapa de Víctor. Para mí siempre fue por la envidia, porque el Frente era el Frente y él no era nadie. Llegaba el Víctor y todos lo adulaban a él. Hasta que llegó un momento en que el Frente le dijo en la cara: ‘Yo te voy a cagar a tiros a vos”, cuenta Mauro, el viejo ladrón que el día del fusilamiento ante la horda policial quería arrancar las chapas del rancho en el que yacía su amigo. “Ahí se empezaron a agarrar y el guacho le demostró que no le tenía miedo.” Tal como luego lo haría Mauro para salvarlo a él, en uno de los enfrentamientos con el Tripa, el Frente se subió a las chapas de un rancho para desafiar a su enemigo. “¡Salí rata! ¡Sucio! ¡Ortiba! ¡Policía! ¡Te voy a matar!” Dos veces se tirotearon en los pasillos de la villa. Otra en el campito, de punta a punta, como en las películas del Far West.
El Frente moriría frente a ese terreno baldío treinta y seis días después del último combate con el Tripa. El Frente iba por la Berutti, camino hacia su casa, desde Quirno Costa y Pinto, el Tripa estaba en la esquina. Le dijo algo. Nadie recuerda qué. Pero sacaron las armas. El Frente le disparó primero. El Tripa se escondió en el primer pasillo de la villa 25. Ahí se quedó agazapado. Los Chanos salieron a defender al Tripa, a tirar ellos también. El Frente retrocedió hasta la esquina de la San Francisco. El Tripa salió entonces del pasillo y cruzó al campito. Del otro lado, el Frente y Manuel le disparaban apuntándole a la cabeza. El Tripa se burlaba a prudente distancia. Bailaba corno enloquecido, con los parientes cubriéndole la retaguardia. “¡Tirá gil!”, le gritaba. Fue el 31 de diciembre. Los tiros se confundían con los petardos de las fiestas.

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Vidas de pibes chorros - Capítulo 3

El cuerpo macizo de Víctor Vital se mecía quebrando la cintura al ritmo de la cumbia colombiana que le gustaba. Había robado, tenía dinero en los bolsillos, y nada le faltaría esa noche para iluminar la oscuridad de los quince pibes y pibas que bailaban armando una ronda. Entre todas ellas, él miraba más que a ninguna a Paola, una pelirroja de sonrisa ancha y dientes grandes, flaquita y bien formada, pero sobre todo hermosa al moverse y sonreírle cada vez de esa manera. Ella era de la villa Santa Rita, vecina de Coqui y Luisito. Había ido con sus amigas y por esos contactos conoció a Laura y a Mariela. Él esperó a que el grupo se confundiera en el marasmo de bailanteros desbocados y la agarró de las manos como sacándola a bailar. Pero el roce llama al roce, y de repente llega el empujón inapropiado, la mirada torva, la demasiado fija, y nadie sabe exactamente cómo se armó la pelea. A Víctor lo agarraron de atrás dos de seguridad y arrastrándolo de los pelos, torciéndole el brazo, lo sacaron del baile. Tras él, salieron los otros.
La discordia continuó entre los de uno y otro bando en las puertas del Elepé, una bailanta que hasta hace un tiempo estaba en la ruta 197, cerca de las vías. Y la policía se hizo presente. Paola se quedó a un costado con el resto de las chicas y terminó de fascinarse con Víctor cuando lo vio enfrentarlos. “No sé ni cuántos vigilantes lo habían fajado ese día. Pero él los invitó a pelear. Sobre todo a uno que es de por acá cerca. Le decía que le iba a romper la boca. Después salimos corriendo porque tiraban balas de goma. Y vinimos para acá”, cuenta Paola, con un bebé en los brazos. Sabina la escucha y se entera de esos pormenores que a ella le estaban vedados. “A mí esa mañana los pibes vinieron a decirme que al Frente se lo llevaron preso y yo me quedé preocupadísima, hasta que aparece por allá por la punta con Paola gritándome ‘Eh, Sotello!’. Yo lo quería matar. Pero él estaba muy contento de que había peleado y zafado. Claro, se lo quisieron llevar, pero no, porque yo lo había agarrado de la mano y se los saqué a la fuerza, hasta que pudimos salir corriendo”, se enorgullece.
Se pusieron de novios. “Pero esos noviazgos de que nos veíamos a cada rato”, ríe Paola. Él empezó a ir a su casa, a visitarla bien peinado, perfumado, en combinación de tonos. Ella lo iba a ver a la San Francisco. “Yo tenía diecisiete, y él creo que era un poco más chico que yo, dieciséis... Yo, de edad, era más grande. Y bueno, pasamos unas fiestas en mi casa, con Sabina. Y después no sé por qué nos alejamos... ¿cómo te puedo decir? Era muy mujeriego. Yo estaba acá un día y lo llamaban por teléfono, entonces una pelea va, una pelea viene, nos fuimos alejando un poco... Pero era muy bueno de corazón. Yo siempre le pregunto a la gente ‘¿de qué signo sos?’, y si me dicen ‘de Leo’, yo digo ‘el mejor signo’, a pesar de que son mujeriegos. Porque saben tratar a una mujer, en el sentido de que no van a las manos, mucho cariño, mucho amor, mucho para dar... Eso para mí valió mucho, porque fue el único novio que tuve que me supo tratar A mí me tocó mucho lo que le pasó, pero son cosas del destino. A veces pensamos en hacerla abuela a Sabina, pero éramos muy chicos...”
Laura, la mejor amiga del Frente, una de las pocas chicas del grupo que no pasó por sus brazos, se acuerda de Paola porque cuando Víctor le decía “chueca”, ella le contestaba “culo negro”. «Es que era culón”, dice María, en la misma conversación de ex novias del Frente. “Y al poco tiempo allá atrás —por la villa 25— le empezamos a decir ‘culo negro”, ríe Laura recostada sobre la mesa de la casa de Sabina donde ella, María y la Negra, una tercera ex noviecita del Frente, rememoran sus aventuras con el mismo chico.
—Y a mí me decía... ¿cómo era que me decía? —quiere acordarse Laura.
— ¡Culo-caí! —gritan todas las otras a coro.
—Yo una vez pasé toda seriecita: “Hola Frente. ¿Cómo te va?”. “Bien, ¡culo-caí! ¿Y vos?” Y ahí me quedó... O como después nos decía con la Negra, “las Melli”, las dos con el culo caído.
Las chicas se ríen del Frente como en pequeños actos de inocente venganza. Comparten las anécdotas de sus amoríos con él sin recelo, despojadas de la envidia profunda que podría animar a las ex novias de cualquier hombre que aún estuviera vivo. Él las conoció a casi todas cuando era un nene de primaria con el brazo enyesado y fueron viéndolo crecer, hacerse de ese carácter y esa fama que lo llevó en tan poco tiempo a cierta cima dentro del barrio, a ese escalón superior en el que se ubica el que tiene vida de ladrón y logra el respeto de los vecinos con su conducta en el interior del propio territorio. Pero las chicas lo recuerdan al comienzo como “un boludo”, “un chiquilín”, como alguien que luego sorprendió al pasar al lugar de los ganadores. “Nosotras cuando empezó a irle bien con las pibas decíamos ‘mirá el boludo este, tan boludo que era y al final se las volteó a todas”, dice Laura en la reunión de compinches y las chicas festejan. Laura y Valeria eran las que aportaban las coartadas de Víctor y sus varias novias. “Él se las arreglaba para que no se le juntaran y si se juntaban se hacía bien el estúpido”, dice María.
El Frente no podía cortar fácilmente ninguna de sus relaciones. Desde los trece que se fue enganchando con diferentes chicas del barrio y de otras villas. Una de las que más lo perdió de amor fue Belén, hasta que se fue a vivir a Entre Ríos. “Acá enfrente, en uno de los pasillos de acá enfrente. Me acuerdo que los sábados hacíamos joda en la casa de la piba, y siempre pedía comer pizza... nos hacía pizza la señora. Después, cuando ya era la hora de irse a dormir cada uno a su casa, salíamos y la chica se quedaba despierta por él. Esperábamos que el padre se acueste a dormir. Ella tenía la pieza que daba al pasillo de la calle, entonces nosotros con el Frente nos quedábamos en la punta del pasillo, ella nos hacía señas y yo lo hacía entrar al Frente por la ventana para que se quede ahí... “, recuerda Valeria, la cómplice. Y Laura sostiene que Belén fue la única novia en serio: “Antes de que le pase lo que le pasó estaba por irse a Entre Ríos, le había propuesto a la madre y todo que lo acompañara. Él quería ir a los carnavales para ver a la chica”.
Esas relaciones cortas pero intensas que tuvo Víctor provocan desde ternura hasta odio en las mujeres de su vida reunidas a recordar. Una de las que peor humor les causa es la de una chica de otro barrio con la que estuvo a punto de irse a vivir cuando ella había quedado embarazada. Después de aquel fracaso Laura, María, la Negra y hasta Sabina la recuerdan con un dejo de desprecio. “Estaba muy contento, decía que quería rescatarse, se había puesto las pilas, había pintado todos los muebles, había puesto todo para tener el bebé. Me decía: ‘¿Vos querés ser la madrina? Porque yo me voy a poner las pilas para mi hijo’... Después estábamos re calientes cuando nos enteramos todo lo que hicieron. Por ahí, si hubiese... está bien, uno no tiene que echarle la culpa al pasado, ni ponerse a pensar si hubiese pasado esto, no hubiese pasado lo que pasó... pero por ahí, si no se hubiese sacado el bebé, o él hubiese sido papá, no le hubiese pasado lo que le pasó. Pero bueno, es el destino. Cuando te llega, te llega, pienso yo.”
María, es la que más enamorada, a pesar del paso del tiempo, parece aún del ídolo muerto. En ella, con su cuerpo moreno y largo, la cara angulosa, el flequillo Stone, el silencio sobre una mirada tajante, se dio la dialéctica de ser un día la novia, y al poco tiempo la novia del amigo, en este caso Chafas. Casi todas las mujeres de la villa reconocen que maliciosamente hicieron cuentas con los dedos de las manos para descartar la posibilidad de que los mellizos de María, Víctor Manuel —como el Frente— y Joel, sean en realidad hijos del ladrón santificado, y no de Chaías. Pero las cuentas no dan. María quedó embarazada un mes después del asesinato del Frente. Yo la conocí en la casa de Sabina una de las primeras noches que cenamos en esa cocina donde la televisión siempre está encendida. Ella entró con los bebés, la había llamado especialmente Chaías porque quería que conociéramos a sus hijos.
María es una mujer de genio corto, de manos fáciles. Del rancho en el que vivía con Chafas y su familia María se volvió al de su madre y su padrastro, Chano, el dealer que siempre detestó que se juntara con el Frente. El verdadero padre de María sí lo estimaba y con él solían pasar largas tardes de charla. El padre biológico de María es, en realidad, el hermano de su padrastro. Su madre pasó a casarse con el hermano del que era su marido durante una larga estadía en la cárcel. Silenciosamente, María no parece hacer más que reiterar esa vieja traición.
María es una chica dulce cuando habla pero en ese tono casi lúdico que asume resuena cada tanto una anécdota en la que la violencia llega como un ramalazo irrefrenable. Hace algunos meses Chaías tuvo que quedarse varios días en su casa, con algunas huellas moradas de lo que fue la última gran pelea con María. El le mintió, le dijo que no saldría. No faltó quien le contara que lo habían visto con otra. Los encontró en la cama que habían compartido. Y se ensañó con los dos. “Ya nos separamos otra vez. Somos así, que nos peleamos, nos arreglamos. Anoche me fui al baile y él no estaba, pero me da igual a mí si está todo bien o todo mal. Aparte él está en el baile y yo hago de cuenta que no está, porque yo ni hola le digo cuando paso por al lado. Como que ni lo conozco. Anoche no fue y ahora no va a ir por un par de meses... porque el otro día le pegué. Lo que pasa es que yo soy buena, todo lo que quieras, pero donde me buscaste... aguantátela. Me traicionó y lo cagué a palos. Por atrevido.”
«Ella se dio como ocho puñaladas en la panza la última vez que yo la dejé”, me contó Chaías. “Y si agarra a alguna piba que anda conmigo ya la quiere agarrar para pegarle, es así ella.” Entre las chicas con las que tuvo que competir, la que más repulsión le causó fue Belén, esa idealizada novia en serio que le adjudican a Víctor, con quien se vio hasta último momento. “Yo ya tenía ganas de darle una paliza, hasta que un día pasaba por el frente de su casa, a la vuelta de la mía, y ella me burló desde adentro. Como no le podía pegar porque había rejas, le tiré un piedrazo y le rompí el vidrio. Después al tiempo le pegué. La dejé caminar, tranquilita. Ella empezó a andar por la calle, y ahí, cuando ni se la pensaba, le di. Se confió y perdió.”
María comenzó su historia con Víctor como una pequeña heroína. Se conocieron una noche de domingo en el Tropitango y al día siguiente Víctor caía preso. Sentía que no habría otro amor así por entonces, y decidió escaparse de su padrastro, para ir a visitarlo al instituto de máxima seguridad de Mercedes, una de la veintena de veces que él fue detenido y encerrado. “Encima, yo pensé que íbamos a volver más temprano, salimos como a las ocho de la mañana y vinimos como a las nueve de la noche... y mi mamá entreteniéndolo al marido, diciéndole que me fui para acá, que después venía, y que esto y que el otro. ‘Sí, pero no viene, mirá la hora que es.’ Y yo ya venía re contenta, una vez que lo vi, ¿sabés qué?... después lo que me dijeran no me importaba”.
El Frente tenía un humor negro a prueba de tiros. Nadie lo recuerda deprimido, triste, malhumorado. No abandonó jamás el talante de gastador, de subrayador de defectos, refregador de conquistas. No perdonaba ni a los más amigos ni a la policía a la hora de dejarlos en ridículo. “Él era más cercano a Gastón, el hermano del Chafas, al comienzo, pero después cuando yo me fui a vivir para lo del Chafas ahí empezó a hablar más con él. Para colmo lo cargaba: le decía ‘qué, te tienen atado, no te dejan salir...’, y yo estaba ahí y me quedaba así —con la mano en el mentón—, mirando la tele, y no le contestaba nada... Le decía todo para pelear. O por ahí yo lo llamaba para hablar por teléfono, porque no me aguantaba las ganas de hablar con él, y él hacía como que abría la puerta, y gritaba para afuera: ‘¡Eh, Chafas, mirá tu mujer, me llama por teléfono!’.” Y lo peor es que lo llamaba todo el tiempo. Sabina dice que la enloquecía llamando y cortando cuando no era él el que atendía. Sabina se persiguió, le dio miedo, creyó que podía ser el padre del Frente que cada tanto volvía con alguna escena, y se compró un detector de llamadas.
Con Paola, después de que ella pasó a tener un nuevo novio, tampoco se decidió a terminar. “A veces cuando él me llamaba atendía el papá del nene, y le decía ‘hola, ¿me das con Paola?’ y yo colorada, no sabía qué hacer, atendía el teléfono y le decía ‘hola, Víctor, ¿cómo andás?’, y me decía ‘eh, ¿por qué ese gil de mierda atiende el teléfono?’, y el papá del nene estaba escuchando por el otro teléfono. Y bueno, un montón de veces se putearon y todo, pero nunca llegaron a los tiros. A veces iba a mi casa, y abría la puerta el otro. Una vez yo había venido para acá, porque yo tenía una moto grande, y a él le encantaban las motos, me vine a buscarlo a él. Nos fuimos a dar un montón de vueltas. Lo dejé y me invitó a bailar a la noche, era un viernes. ‘Bueno, sí.’ El me pasaba a buscar por mi casa. Y no llegué a mi casa, porque choqué con la moto y mi prima llamó a mi novio. ‘¿Para qué lo llamaste? ¿No ves que ahora va a venir Víctor?’, vino Sergio, mi novio, que le dicen también Bolero, y al rato vino Víctor con Manuel ¡ay, no lo podía creer, yo! Salí toda torcida a atenderlo en la puerta, y Sergio con una cara... Y Víctor ‘hola, Pao, ¿qué te pasó? Al final no vamos a poder ir a bailar’. Hablaba fuerte a propósito. Sabía que estaba Sergio adentro. Me dijo: ‘Qué lástima, no vamos a poder ir al Tropi, ¿por qué no me dejaste manejar a mí la moto? Al final manejaste vos la moto y te caíste’. En un ratito dijo que yo había estado andando con él en la moto, yo no lo podía creer. Después Sergio abrió la puerta y se fue. Yo me quedé hablando con ellos afuera, estaba toda raspada. Conmigo estaba mi hermanito arriba de la moto, así que lo hice pelota. Sergio se fue a la casa de mi abuela, en la ruta, se quedó sentado ahí con una cara de traste terrible y ellos salieron en remise y él pasó a gritarle: ‘Eh!, Bolero cornudo, tu novia estaba conmigo en la moto. Tu novia es mía’, le decía.”
Paola sueña todavía con el Frente. Sueña que ella baila en el Tropitango mezclada en la multitud, pensando en que están peleados, y de pronto por los altoparlantes se escucha: “Paola, que te presentes en la puerta que te espera Víctor”, y ella sale, pero afuera no hay nadie. Y entonces, al rato, ella sigue bailando, y otra vez; “Paola, dice el Frente que te apures”, entonces ella sale, temerosa de que la espera para pelearse, para recriminarle que se fue a bailar sin él, y él está con las manos en los bolsillos y una sonrisa enorme: “¿Viste la joda que te hice? ¿Te asustaste, no?”. Paola sueña con que se van a comer un pancho juntos y después vuelven al baile de la mano, de novios. “Sueño con él, la otra vez soñé, y yo le conté a Sabina. Y mi mamá me dijo que cuando soñás con un fallecido es porque quiere que lo vayas a ver, entonces yo le dije que para el cumpleaños le voy a llevar flores. Soñé que yo iba a verlo al cementerio y él estaba parado y me decía que le gustaban las rosas amarillas, que quería que le llevara una rosa amarilla. Yo le decía ‘¿cómo vos estás acá, si vos...?’. Y me decía: ‘Siempre voy a estar, siempre estoy’. No sé si será verdad, pero a veces estoy en mi casa y se escuchan ruidos, se escuchan cosas, entonces pienso ‘ahí está’. O creo que es mi primo, porque a mi primo también lo mató la policía. Pero más que nada pienso que puede ser Víctor, porque yo soñé que él me dijo que siempre va a estar. O capaz que siempre va a estar porque siempre soñaré con él. Yo creo que él puede ser una presencia especial, alguien capaz de aparecerse, o de cuidarte, de ser alguien superior por la manera superior que tenía de ser en vida. Él, aunque ladrón, siempre tuvo un corazón groso. Esa vez que con Manuel y Simón se robaron el camión de La Serenísima y se lo regalaron a la villa me lo acuerdo a él que también se había agarrado un yogur y se sentó ahí en la esquina. Miraba cómo los chicos se tomaban los yogures, y él se tomaba un bebible, y decía ‘esto es vida’.” [1].

[1]. Paola fue detenida por orden de un juez de San Isidro a comienzos de abril. Se la acusa del homicidio de su madre, asesinada mientras dormía de un tiro en la cabeza.

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Vidas de pibes chorros - Capítulo 4

Cuando conocí a Simón, ya me habían dicho varias veces que ese chico experto en asaltos y fugas había adelgazado treinta kilos en el último periodo de encierro. Pero yo, entre los nervios después de esperar un año y medio para conocerlo y mi desmemoria, lo idealizaba casi tan ancho y poderoso como en las fotos que su madre y sus hermanos me mostraron, como en ese autorretrato al óleo hecho sobre la pequeña mesa de un pabellón del Almafuerte en el que mira con un destello dibujado con precisión sobre el marrón de la pupila, él señorial y serio, un aire a Elvis Presley adolescente y desmadrado. El día en que lo vi, en una oficina despojada, hacía ya dos años y tres meses que estaba preso en un instituto de máxima seguridad, y llegar a él parecía imposible hasta que una casualidad hizo que nos encontráramos, mezclado entre sus hermanos, una amiga de su edad y su madre. Me saludó con desconfianza pero apretando la mano como a un revólver viejo. Había hablado con sus amigos, entre quienes se lo recuerda no sin cierto misticismo de pequeño antihéroe bardero. Los “maestros” —que así llaman a cualquier empleado de minoridad los chicos encerrados— y también los funcionarios hablaban de él como un líder duro, intransigente, inteligente y de trato escaso y difícil con la autoridad.
Para la mayoría de los chicos que habían estado con él en alguno de los por lo menos veinticinco lugares en los que ha sido encerrado desde los trece, Simón era algo así como un ejemplo de fortaleza, uno de los chicos más sabios en la pena de pasarse toda la adolescencia recluido. Los funcionarios de los institutos en los que estuvo preso me contaron que su fama era tal que solía haber personas que al visitar los lugares pedían verlo para ratificar el estigma que sobre él pesaba. Se sorprendían al encontrarlo en su celda concentrado en la lectura de algún libro sobre el Che, de verle la mirada tranquila de alguien que no siente deberle nada a nadie. La idea que los Otros ladrones tienen de Simón es la de alguien capaz de despreciar los beneficios mínimos con que suelen premiar a los pibes presos para desafiar a la autoridad en busca de cierta dignidad. Pude verlo levantar las cejas vehementes al contar sobre la calle, el devenir de violencia, sus ocho tiros en el cuerpo, las veces que sintió que se le nublaba la vista y que eran esos los últimos minutos de su vida, la parte en que ya no recordaba ni su nombre.
Durante su internación hubo un momento en que comenzó a engordar como si el tamaño de su humanidad lo fuera inmunizando contra las balas de la policía y los «embrollos” de la villa. Creció endureciéndose en las comisarías, los institutos de todo el conurbano y los pasillos de la San Francisco, la 25 de Mayo, Alvear Abajo, Santa Rosa, San Pablo, la Cava, La Esperanza, la Treinta, la Santa Rita, ghettos de pobreza de la zona norte. En todas tuvo un rancho de amigos que lo aguantaron más de una vez, en varias se tiroteó con los que osaron cuestionarlo, con otros que le dirigieron la mirada equivocada, o con auténticos enemigos. La primera vez que nos vimos lo único que alcanzó a contarme fue uno de sus amaneceres, una de esas veces en que de pronto, como si lo hubiesen pinchado con unas agujas de coser, sintió cierta levedad en el cuerpo, y la tibieza húmeda de la sangre empapándolo. Entonces, Simón tenía tantas caídas como para que su porte y su cara fueran para la policía, especialmente la de San Fernando, un blanco móvil interesante, un valor en sí mismo. “De repente, sin darme cuenta, empecé a sentir ‘el Simón de acá, el Simón de allá’, y la gorra te empieza a junar hasta que sos un número fijo.” Su sobrenombre, y su nombre completo, se hicieron famosos. Sus amistades también:
Simón es uno de los chicos que en la época dorada del robo callejero, cuando los pibes todavía podían dilapidar pequeñas fortunas en noche, bailanta, merca y chicas, en repartijas generosas de botines, “salía a trabajar” con Víctor “El Frente” Vital, el santo de los pibes chorros.
Al Frente ya lo habían matado de cuatro balazos de 9 milímetros que le silenciaron el grito de “no tiren, nos entregamos” cuando Simón hizo uno de esos movimientos que lo llevan a uno a no parar de cometer errores durante un par de días, hasta que se revienta algo, quizás uno mismo. Simón pasaba una tarde tranquila de viernes, pensando que se tomaría un par de pastillas apenas le terminaran de dibujar ese dragón alado en el pecho con tinta de la buena, mucho mejor que con la que le habían estampado la “M” de “MADRE” y los cinco puntos enormes que significan “muerte a la yuta”; una cobra, una hoja de marihuana, el nombre del amigo muerto con letras de molde y sombreadas: FRENTE. El sonido del motor de la máquina tatuadora de fondo, la mente en algo diferente al dolor, Simón planeaba ir esa noche con Mariela, su novia de entonces, al Tropitango. Al fin y al cabo era vecino de los muchachos de la nueva cumbia. A Pablito Lezcano lo conocía desde que era un pibe. Apenas nos vimos me contó que Pablito le había enseñado a andar en bicicleta mucho antes de convertirse en cantante millonario y él en un ladrón demasiado joven con códigos de los viejos tiempos. Entonces el Tropi era el plan de los fines de semana: solía haber dinero para colgarse una jarra de Fernet con Coca y varias pastillas de Rohipnol en el cinturón, dejar que la sed se apagara hasta que a la madrugada como a una manada mansa los de seguridad los corrieran de ese gigantesco galpón y los echaran a la cruel claridad de las calles descampadas que hay alrededor de la Panamericana, cerca de la ruta 202.
Estaban por terminarle el tatuaje cuando llegó Adrián “El Cabezón” Manso. Más que robusto, cuello y puños de piedra, maestro en la pelea cuerpo a cuerpo, en la manera de hacerse grande de repente, se habían conocido con Simón en la comisaría de Talar, cuando esa seccional era sólo para menores. El Cabezón, “el Cabe”, se convertiría con imparables internaciones en uno de los pibes más demonizados por la máquina estatal de la minoridad, castigados, temidos a raíz de ese estigma que una vez instalado no se detiene con palabras lóbregas.
En palabras del propio Simón, el Cabe siempre fue un pibe que anduvo en “problemas”. “Lo conocí preso, en comisaría y después en instituto. Él es más chico que yo. Cuando laburaba con él, él tenía trece y yo dieciséis. Ahora debe tener diecisiete. ¿Cómo era? El era entonces como siempre, loco. Es loco el pibe, mucho más cuando está empastillado. Yo a veces lo llevaba para mi casa y le pedía que dejara los fierros porque no daba que los llevara todo el tiempo y él ‘pero no, porque por ahí pinta embrollo’. Porque el chabón ya tiene esa mentalidad de que pinta embrollo en cualquier lado, porque el chabón ya tiene un par de broncas largas. Y él va re seguro con los fierros en la mano adonde vaya, no le queda otra, dice.” Simón reconoce que Manso se ha visto cautivo del mismo sino: permanecer la mayor parte del tiempo preso. “En eso éramos iguales”, dice Simón. “En esa época se escapaba un lunes del instituto y a la semana, caía otra vez. Siempre”, repasa su madre.
Por eso, el día que llegó a la casa del tatuador en la villa, el Cabe le dijo, apenas lo vio sentado, que andaba en problemas. “Prestame un par de fierros”, le pidió agitado. “Llevate tres revólveres”, le dijo Simón y siguió con ese leve ardor en el pecho que le iba creciendo con los minutos. No pasó ni una hora hasta que Manso volvió. Estaba más desesperado. Allá afuera tenía una breve pero contundente lista de enemigos casuales, y a los catorce, incluso ya un par de históricos rivales, amén de la Policía Bonaerense. Ese día regresó a buscar también a Simón para que lo bancara, para que le consiguiera más fierros y lo acompañase. Andaba en un auto robado, unAudi. Hacía dos días que no dormía y las pastillas le habían convertido la ansiedad en una herida ácida, acuciante. Salieron juntos, Simón con el dragón fresco bajo una remera negra. Cuando llegaron al barrio a buscar las armas en una de ésas quedó solo esperando al Cabe sentado en el lugar del acompañante. Miraba por el espejo retrovisor, miraba hacia los costados cada tanto y vigilaba que la calle estuviera tranquila. Al rato vio que se acercaba un pibe; alguna vez había tenido con él un entredicho, ni siquiera recordaba cuál. «El pibe se acercó al auto a correrla de loco”, que es ni más ni menos que «hacerse el loco”, exagerar la valentía, el arrojo, mostrarse como un jefe sin serlo, abundar en insultos, en amenazas, jugarse la vida.
El pibe traía un ladrillo en la mano, hablaba, no paraba de balbucear fuera de sí que él tenía respeto, que venía de estar preso, que se la bancaba.
—Aguantá guacho! ¡Pará un cacho! ¡¿Qué, te pasa?! ¡Andá p’allá!
Pero el pibe avanzó, cuenta Simón, y por allá vino corriendo el Cabezón Manso con las dos pistolas que habían ido a buscar, recién cargadas. Apenas alcanzó a escuchar los tiros, que el Cabezón ya tenía el pie a fondo en el acelerador y las ruedas del Audi escarbaron en el barro de la villa, justo donde empiezan cuatro pasillos juntos, como un abanico hacia adentro de los ranchos. En menos de un cargador el pibe quedó tirado. Pasaron varias horas y unas cuantas pastillas hasta que se enteraron que en el tiroteo una de las balas, perdida, rebotando en el revoque grueso de las paredes y en alguna chapa que otra, maté a una nena que jugaba a la mamá en un rancho cercano. La familia de la niña acusó a los chicos ante la justicia. Ese homicidio le significó no pocos problemas a Simón y persigue todavía hoy a Manso. Cuando me lo contaba, así al pasar, así sin más que una indicación breve sobre el “par de tiros” percutados, recordé las veces que Mati, su madre, y Estela, su hermana, me hablaron sin dar detalles del «dt de la nena”.
Simón dice que nada les hizo pensar después de ese breve tiroteo que había algún herido. Por eso él, con las primeras pastillas de la noche encima, volvió a la villa 25. Lo llevó en el caño de una bicicleta uno de los siete hermanos de Manso a la casa de una mujer que desde que era casi un niño le daba protección. En el camino habló con Mariela y quedaron en verse a la noche para ir al Tropi. Pero cuando llegó al rancho una de las hijas de Marga, Bety, madrina de Simón, lo vio tan doblado y con las armas en la cintura que lo convenció de que se tirara un rato en la cama. Se quedó dormido. Cuando se despertó eran como las cinco de la mañana. Mariela y dos amigas estaban alrededor de la mesa de la cocina hablando con la madrina. Simón pensó que saldrían para el Tropi pero era muy tarde, las cinco y media. Los del barrio se habían vuelto. Se enojó. No pasaba demasiado tiempo afuera desde que comenzó a caer preso, así que perder una noche deseada, con su chica, con los amigos, le causaba el malestar de una pérdida difícil de medir para quien no sabe lo que es ser un reo. “Estaba enojado, muy embroncado porque no íbamos y me había dormido la noche del viernes, con todo lo que había flasheado que íbamos a hacer. Y como a las seis de la mañana la prima de Mariela me viene a avisar que la habían llevado presa por el hecho de la nena, sospechaban que ella estaba conmigo cuando la criatura murió.” Era un aviso suficiente para no instalarse en la casa de siempre, en el rancho de su madre o en la casa de un hermano. Salió de gira, a robar.
“Me fui para Santa Rita. De Santa Rita me fui a la Cava, y de la Cava a la Santa Rosa. Y ahí estuve como dos días. A esta altura yo andaba como si nada, como si nunca nada”, dice relajado, con su hermano menor, el de ocho, en los brazos, sentado en el banco de un edificio de tribunales. El lugar se viene abajo de expedientes de menores, la inmensa mayoría no por los delitos que cometieron, sino por haberse quedado sin el sostén de ningún adulto antes de tener edad para trabajar. Javier, ojos de un verde esmeralda sobre una cara angulosa, es el hermano mayor de Simón y lo visita en estas instancias en que por una u otra cosa tiene que “bajar” a un juzgado desde el instituto en las afueras de La Plata. Javier también conoció tantos institutos como chicas hermosas de la 25. El también deambuló por calabozos de la zona norte, y robó más de lo que puede recordar en media hora de una mañana fría esperando a Simón en un salón repleto de mujeres ansiosas por cruzar una palabra con el empleado de un juzgado de menores.
Aquel día en que Simón deambulaba junto al Cabezón, Javier también estuvo con ellos. Juntos asaltaron un supermercado pegado a la estación de La Lucila y sacaron, se acuerda muy bien, ochocientos sesenta pesos para cada uno. Por eso fueron a la Santa Rosa. En el rancho de unos amigos tenían ropa limpia para cambiarse y salir a una bailanta de la Capital. Tenían plata como para comprar lo que se les diera la gana. Al Cabezón le dio ansiedad por “rescatarse” de las pastillas y calarse unos tiros de la cocaína que en uno de los ranchos de los Toros se compra día y noche.
Los chicos de la 25 y la San Francisco y los Toritos de Santa Rosa se conocían hacía ya tiempo. Entre ellos no había habido tiros, pero esa circunstancia azarosa no responde sólo a la parsimonia con que cada uno trate al otro, sino a los reveses de ser unos ladrones y los otros transas, dealers, distribuidores locales de “merca”. Ésa es una antinomia extraña en la que de fondo se juega el resentimiento del consumidor que pone el cuerpo, arriesgando la vida, para conseguir la liquidez que requiere comprar la droga, cuya ganancia entonces es sólo del transa y de la policía que lo protege. Esa noche, varias de estas rivalidades estructurales se jugaron cuando el Cabezón se paró en la puerta del rancho y escuchó que de adentro le decían que no, que no les iban a vender nada. “Los Toritos siempre fueron transas y a los transas no se les tiene ningún respeto. Ellos que podrían hacer la plata robando, poniendo caño, se quedan ahí vendiendo porquería que le arruina la vida a la gente. Yo no digo nada, que cada uno haga lo que haga, pero no es algo que yo haría porque sería pasarte de bando, ya no ser el que eras”, dice Javi, alejado del delito desde que salió de la cárcel, cartonero como su madre.
Como esa noche los Toritos no quisieron venderles, el Cabezón los amenazó. Les vendían o les bajaban el rancho a tiros. Los Toritos no tuvieron tiempo de discutir. Les vaciaron los cargadores a los dos revólveres, sin ton ni son. Las balas silbaron cerca de las hermanas de los Toritos, las Toras. “Les dejamos lleno de agujeros el rancho”, se acuerda Simón. Después, menos furiosos, se fueron a dormir. Pero los Toritos esa noche no durmieron. Se quedaron tomando de su propia mercancía y cuando amaneció ya habían juntado suficiente rabia como para darle curso a la venganza.
Del rancho en el que paraban Simón y el Cabezón salió uno de los dueños de casa. Apenas pisó el pasillo, uno de los Toritos lo encañonó en la sien. Detrás de él, el resto de la familia apuntaba como un pelotón de fusilamiento caótico. Simón escuchó los gritos y salió a negociar. “¿Qué pasa? No, no pasa nada. Flashearon”, les dijo. Simón tenía un 38 y un 32 en la cintura. Detrás de él varios preparaban las armas. El tiroteo podía dejar bajas en ambos bandos, estaban a pocos metros. Los Toritos decidieron simular una tregua y se alejaron.
Los dos amigos creyeron en la paz negociada. Les dio hambre. Simón y un amigo fueron a buscar comida. Caminaron uno tomando un yogur líquido, el otro masticando un sándwich, hacia un rancho en el que les iban a prestar una Itaka para un robo que querían hacer a la tarde. Y sin pensarlo pasaron por el pasillo de los Toros.
—Eh, vos sos el Manso! —le dijo uno a Simón, confundido. Y le puso un fierro en la boca.
—¿Vos sos el Manso? ¿Vos sos el más guapo? ¿Sabés quién soy yo? ¡Yo soy de la hinchada de Tigre!
Le corrió apenas el caño del arma.
Entre dientes, Simón dijo:
—jQué me importa a mí! ¡Si vas a arrancar, arrancá y tirá, ¡¿Qué vas a hacerte ver!?
El que apuntaba a Simón estaba por callarlo de un tiro cuando en la punta del pasillo, desde adentro de la villa, otro gritó.
—Ése no es el Manso! ¡Ése.es el Simón!
Sin darles tiempo a rectificarse antes de matar a uno que no era el Manso, apareció por un costado del pasillo, como si hubiera estado allí agazapado. Disparaba con dos pistolas al mismo tiempo. En ese instante Simón midió la distancia entre su mano y la pistola apretada entre el jean y la cintura. Pero lo habían agarrado desde atrás, como escudo humano. Después lo tiraron al piso. Simón dibuja en un papel el mapa de la villa Santa Rosa, frente al cementerio de San Fernando, tan cerca de la tumba del Frente. Dibuja la esquina, los senderos, el camposanto, los hombrecitos pequeños que se cruzan, la dirección de las balas, la posición de Manso, él en el piso, las balas que le cruzaron las piernas. Fueron tres tiros. Otra vez no sintió que lo habían herido, no se dio cuenta. En el desbande que produjo Manso, Simón quedó en el suelo. Manoteó el revólver, se paró, y empezó a disparar buscando una salida. “Me mandé para un pasillo. Ellos salieron corriendo a una casa. Yo seguí caminando por un pasillo largo, pero sin darme cuenta que me habían dado. Llegando a la casa empecé a caer, me vi todo sangre en los pies. Yo en ese momento no estaba drogado, porque era a la mañana, apenas me levantaba. Sentí que tiraron pero no sentí que me dieron.” Cuando iba por la mitad del pasillo ya no pudo caminar. “Las piernas,... no las sentía, era como si no las tuviera.” Simón no recuerda cómo fue que lo rescataron. Terminó refugiado en un rancho, recostado sobre una cama, rogándole al Frente Vital que no dieran con él, que no entraran a buscarlo.
«A mí me fue a buscar la madre de Manso —cuenta Matilde—. Yo estaba adentro, en la casa de la Estela.
La mujer venía preguntando por mí, pero nadie le quería decir nada, porque es así, nadie te va a mandar al frente. En la esquina empezó a llorar que me quería encontrar porque lo habían matado al Simón.”
Por fin un pibe le dijo dónde vivía la hermana. La mujer golpeó las manos a la entrada del pasillo que termina en la casa de Estela, en la villa La Esperanza. Salió a atenderla Javier. “Mataron a tu hermano en la Santa Rosa”, escuchó. Sin decir palabra Javier volvió al rancho. Entró a la pieza, buscó las armas. Las cargó. Matilde le preguntó qué pasaba. “Nada, mami, nada”, le dijo y se fue corriendo, con la cara roja. No quería creer que la noticia era cierta.
Matilde y Estela salieron a la vereda. Los vecinos les contaron. “Cuando escucho que lo habían matado allá en la Santa Rosa, ahí salimos nosotras hechas unas locas. Yo estaba lavando, ni siquiera me cambié de ropa”, cuenta Estela. Hay todo un no alcanzar a cambiarse la ropa entre las mujeres de la villa cuando salen a rescatar a sus hombres o a sus niños. Lo imaginaron otra vez muerto, esta vez definitivamente muerto. Subieron a un remise, y salieron a rescatar a Simón del peligro, del derrame de sangre, a Simón, tan sentenciado en esos días por enemigos de otras bandas y por la policía. Entraron a la villa en chancletas, enfilaron por el primer pasillo que vieron, sin importarles lo ajeno del terreno, el atrevimiento de meterse en territorio de otros, dispuestas como siempre a salvarlo a punta de empujones, de insultos, de gritos escupidos. No sabían cómo encontrarlo. No tenían idea sobre la manera de desandar los pasillos que habían transitado. En el laberinto por el que buscaban sin que nadie les diera una pista descubrieron una huella de manchas de sangre. Las siguieron hasta dar con el rancho. “Ahí estaba éste, que no se podía levantar.”
Simón no se quejaba del dolor. Apenas si podía hablar. Seguía más preocupado por cómo escapar de ahí y de la furia de los Toros que en curarse las heridas para detenerle la hemorragia. Podía escuchar las amenazas que venían de afuera. Eran voces de mujeres.
—Las Bersas, vayan a buscar las Bersas que vamos a hacer mierda todo! —gritaban las Toras pidiendo que las segundonas fueran por las ametralladoras.
De pronto entró un patrullero hasta la esquina del rancho: había venido por otro tema, una pelea menos violenta que la de ellos, pero por la que alguien había llamado a la comisaría. Siempre Matilde los había combatido, siempre había sido el enemigo uniformado el único al que no se le pediría jamás compasión, al que antes de rogarle se le vomitaría la tumba. Pero en esa situación, encerrada, Matilde no vio más salida que salir protegida por la ley. La idea del final no era desconocida para ellas. La idea de que con el Simón, con Javi y con Manuel en algún momento podrían enfrentarse a sus cuerpos yacentes, estaba asumida como estaba asumido que los chicos eran ladrones. Era mejor ayudarlos que combatir la práctica del robo, que al mismo tiempo es un impulso hacia delante, un incremento del riesgo, la posibilidad de morir en un instante junto a un amigo en un asalto, y de morir en cualquier otro por una insignificancia, por un desacuerdo, por una venganza.
Matilde enfrentó al policía. Las Toras miraban desde un poco más allá.
—Lo llevamos en el patrullero! —dijo entre dientes, como dándole una orden al bonaerense.
Nunca se había imaginado que pediría por favor que la subieran a un patrullero, dice, llena de risa por lo que ahora cuenta como una aventura. Y entró por su hijo. Entraron. El lugar era oscuro, una cueva estrecha repleta de trastos. Dos mujeres le daban agua, intentaban asistir al herido, y afuera los Toritos caminaban de acá para allá, haciendo del pasillo su sitio, marcando el lugar, diciendo que si se les antojaba hacían boleta a cualquiera. Matilde quiso cargarlo junto a Estela, entre las dos, pero Simón pesaba demasiado. Lo agarraron primero de la espalda como para arrastrarlo. Pero cuando intentó sostenerse él mismo, no pudo. Las ayudó un muchacho. Lo izaron como a una bandera de hierro, como a un madero viejo hinchado por la humedad y la lluvia. Entre quejidos lo acercaron al auto policial. Lo tiraron atrás. Matilde le acariciaba la cabeza. Y entre los mimos, y la mano suave tranquilizándolo porque no moriría en esa ocasión, le daba unos buenos y sonoros cachetazos para que no se durmiera y no la dejara. Mientras tanto en la otra punta Javier peleaba por su hermano, intentaba rescatarlo a su manera, a los tiros, sin saber que su madre y su hermana lo estaban salvando solas.

La idea de que Víctor Vital puede proteger de las balas se confirmó para los creyentes con aquel incidente en la Santa Rosa. Por la calle que hace de costado izquierdo del cementerio de San Fernando entró Javier. Iba armado con un revólver que tenía un defecto, debía correrle el tambor después de cada disparo. Manso y otro pibe de la 25 lo secundaban con dos revólveres.
Andaban en un Falcon verde. Los Toritos y su gente se habían reagrupado en la cancha del barrio jugando al fútbol, como si no sospecharan que ellos iban a volver por Simón. Gambeteaban con un ojo en la pelota y el otro en la calle. Javier se bajó antes del auto y caminó hacia el campito. En el auto avanzaba más atrás el Cabezón. Cuando aparecieron desde el extremo de la calle salió el Falcon rojo de uno de los Toros. Javier les vio las armas fuera de la ventanilla. Les disparó dos veces. En la cancha los jugadores corrieron a sus Itakas. Habían preparado un arsenal.
A Manso y al otro de un escopetazo les bajaron el vidrio trasero del Falcon. Javier corrió hacia el cementerio. Alcanzó a andar unos diez metros entre las tumbas. Y se tiró detrás de una lápida. Las balas repicaban en el mármol, en las criptas vecinas, pasaban cerca de Javier pero no le dieron una sola vez. “Le tiré al Toro un par y ahí ellos se escondieron. Como dos o tres les tiré y se quedaron en el piso.” Javier pensó que nunca podría escapar hasta que se dio cuenta que estaba ante la tumba del Frente. Pasaron eternos segundos hasta que, contra un alambrado al costado de la salida a la calle, detectó una bicicleta como puesta allí para él. “Corrí, manoteé la bici y salí.” Pedaleaba desesperado pensando en el milagro que volvería a agradecer a su amigo muerto cuando vio a los patrulleros con las luces y las sirenas encendidas. Se acercaban levantando polvo para reprimir el tiroteo. Así que, para colmo, por si lo paraban, tuvo que descartar el revólver en unos pastizales. Al día siguiente, con Simón en el hospital recuperándose de los tres tiros en las piernas, volvió a buscarlo.

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